“En su mismo discurso el trabajo de la ciencia semiótica
está entretejido de retrocesos destructores,
de coexistencias contrariadas,
de desfiguraciones productivas…”.
-Julia Kristeva
En pocos años el edificio nuevo de la facultad de Estudios Generales fue mostrando señales de deterioro. A los diez años de ser inaugurado en el 1970, con sus paredes interiores ligeras, y la iluminación de sus pasillos que muestran amplitud cromática, su fuente de agua en la entrada, su estilo de apertura, su elegancia que combina la ligereza de formas y el ambiente con la madera fina en sus pasamanos y frontispicios de los anfiteatros, su retórica de distinción y las propuestas estilísticas de claridad que expresaban ese conocimiento integrador asignado a una nueva época, ya expresa su decaimiento.
El hoy DMN, -siglas de Domingo Marrero Navarro, nombre con el cual se bautizó esa estructura en el 1990 -va mostrando de forma acelerada su desfallecimiento. Se va interviniendo, mutilando, llenando de parchos, relegándolo al abandono por el mantenimiento negado. Las capas y capas de pintura sobre el cemento y bloques expuestos, según el mejor criterio del funcionario del momento, atenta contra su retórica original convirtiéndolo en una farsa. Va respirando con dificultad con sus ductos de aire contaminados, con los hongos que lo marcan, con desprendimientos y colapsos, con las alteraciones continuas, con el camuflaje de fallas y desgastes… Poco a poco va cediendo ante el deterioro que lo carcome y lo que en un momento era una metáfora de la apertura se transmuta en desaliento, en una fatiga del descuido y el desamparo. La forma, en su daño, va mostrando un menoscabo de los intercambios humanos internos.
Como decía Lao Tsé: “La arquitectura no son cuatro paredes y un tejado sino el espacio y el espíritu que se genera dentro”. Poco a poco comienza la hostilidad de un ambiente malsano y emerge el síndrome de edificio enfermo. Debido a los problemas de ventilación, las partículas de los aires acondicionados y ductos sin mantenimiento, la contaminación con hongos y polvo van causando una condición generalizada de alergias, enfermedades respiratorias y su secuela de condiciones. La queja de los empleados es recibida con escepticismo. Se recurre a más parchos, a embarrar lo que se puede con pintura para intentar tapar la situación; se ejecutan acciones incoherentes de una cosa aquí otra cosa allá. El entorno de trabajo y estudio produce un estrés térmico caracterizado por una sensación de malestar por los desniveles y los esfuerzos desmesurados para mantener una temperatura interna dado los cambios drásticos en el ambiente del cual se sale o al cual se entra. Hay una atmósfera malsana a causa de los problemas de temperatura del aire, la humedad, las paredes mojadas y los demás dispositivos, combinados con las colonias de esporas por las materias orgánicas en descomposición.
La fealdad como condición de normalidad emerge poco a poco. Si una fuente de agua se dañaba se instalaba otra dejando los rotos y perforaciones e inclusive piezas del sistema anterior como tuberías de descargas y los soportes. Al cambiar los accesorios de los baños, se sustituyen por otros dejando las perforaciones –y desniveles en el caso de los empotrados- de los anteriores. En el caso de los aparejos de plomería se hace con criterios puramente mecánicos dejándolos expuestos sin que intervenga un sentido de armonía. Así resulta con las llaves de agua de los lavamanos sustituidos por equipo de inferior calidad. Si una pieza de las barandas de madera se daña o cae, se le instala una plancha de plywood y se cubre con pintura marrón obscuro de aceite, del mismo color que se había usado sepultando el trabajo fino de madera original, para encubrir el parcho que habita en una nueva “normalidad”.
Los pasillos, antes con iluminación cruzada, se convierten en galeras correccionales, con muros de concreto y pequeñas aberturas en las puertas tipo hospital psiquiátrico o institución penal, que daban, literalmente, a dos rejas en los extremos. Esta acción se justificó por dos vías. Por un lado, por cuestiones de seguridad: luego de las manifestaciones estudiantiles de los ochenta, un estratega asesor de la Guardia, de formación militar, lo planteó como medida protectora. Por otro lado, por cuestión del ruido. Las paredes insolentes se levantaron en los pasillos, ahora, galeras de reclusión. Muchas veces en la mañana, había que esperar que abrieran los barrotes, con su chirrido intimidador para entrar a esta metáfora de la forma penitenciaria o, digamos, disciplinaria. Recuerdo haberle comentado en el momento en que por primera vez se abrieron los corredores a la colega Belén Barbosa: “¿Y cómo uno entra ahí sin transformarse?”
El reclamo de un edificio nuevo se va gestando y fueron años de discusión, asambleas, manifestaciones, hasta que, dada las condiciones de un edificio, que hubo que cerrar en varias ocasiones, comienza al lado un anexo que se integraría funcionalmente al principal. Así nace el actual Anexo Jaime Benítez Rexach (AJBR). En el edificio contiguo, ya construido, me encuentro en el 2014 en el seminario sobre la corporeidad de una estética integrista y me acerco a la ventana, que tiene rendijas desde su instalación. Contemplo el edificio contiguo, el DMN, en su lamentable estado y digo: “los pasillos tenían paredes de cristal…”
El deterioro creciente y extendido de nuestras edificaciones a un ritmo casi exponencial es explicado generalmente con una inocencia que raya en la complacencia patética mediante razones que van desde el clima, la antigüedad de los edificios, el uso inadecuado a nivel cuantitativo, etc. Pero este menoscabo es una señal de formas más profundas que son las prácticas dilapidadoras y depredadoras de nuestros propios recursos. Entonces hay que preguntarse cómo es que se produce todo esto en unos períodos de tiempo notablemente breve. Uno de los elementos constatados empíricamente en la investigación La arqueología del habitar, es que este edificio, el AJBR, ya está mostrando señas claras de su progresivo deterioro. Va en camino a convertirse en lo que fue el edificio contiguo, el DMN, que en un espacio de veinte años estaba totalmente deteriorado y que fue “arreglado” en varias ocasiones hasta su actual remodelación, que ya muestra los signos del deterioro. En muchas ocasiones, los “arreglos” y modificaciones efectuadas fueron verdaderas obras de mutilación despojando a la edificación de coherencia estilística, arquitectónica y estética. La cuestión es que al edificio se le ha concebido como una cosa inerte, como si fuera un armatoste sin vida, como una mole de hormigón para ser usado de forma indiscriminada, sin otro valor que ser una facilidad inmediata que será luego desechada.
El edificio es usado como un agente catalítico en esta reflexión. Esas grietas y deterioro son signos: representan, indican, simbolizan; son parte de un lenguaje que es necesario decodificar y que puede serle extraño al propio actor inmediato que está inmerso en esa comunidad lingüística social. No se trata de eventos aislados sino que forman, en su conjunto, un texto. Hay que tener presente la concepción de edificio que aquí se maneja. Se trata de un agente catalizador en la medida en que proporciona un camino de reacción alternativo al producto de reacción que estamos intentando comprender. Y esta ruta más corta, o digamos con menos energía desplazada, se consolida en la medida en que el edificio no es un conjunto de “facilidades” estáticas. Hay que renunciar a la noción tradicional del edificio en quietud y pensarlo como un ente cambiante. Recordemos a Heráclito: “La misma cosa en nosotros vive y muere, duerme y está despierta, es joven y vieja; cada una cambia su lugar y deviene la otra”.
El edificio existe, es un “sí mismo”, es “real”, siguiendo la reflexión del alemán Herbert Marcuse sobre su homólogo Hegel, como en el caso de una piedra, por ejemplo, al negar lo que lo niega, (viento, aire, lluvia, presiones) es decir en su afirmación activa, constante, como Hegel lo ha hecho claro en su famoso principio de la negación de la negación. Ese permanecer igual a sí mismo no es algo puramente estático –en el sentido tradicional- sino su inercia deriva de la resistencia que opone a modificar su estado. El ser-edificio es un proceso continuo de convertirse en sí y que actúa constantemente preservándose. Aquí, como en el caso de la planta, no veo este proceso como uno puramente exterior sino en un continuo intercambio, en el que interviene la acción humana, pues el edificio es una obra. Se trata de un “siendo” en la medida en que se encuentra en constante movimiento, y su dinámica es un registro de relaciones. Su forma de legajo cultural deriva del hecho de que, como diría Adorno para las obras de arte con la Escuela de Frankfurt, en su Teoría estética, es contenido sedimentado. En sus propias formas, como residuo, están consignados los asientos y las inscripciones de nuestras concepciones. Pero este registro al cual me refiero no se remonta a lo pretérito, sino a la relación continua, a una trayectoria, mediante la cual se produce el intercambio continuo.
El autor tiene un doctorado en sociología y semiología. Se desempeña como catedrático en la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Para ver el primer artículo de la serie, pulse aquí.