Las montañas imitan las nubes o viceversa. Esa es la primera imagen que recibí de la ciudad de Medellín en Colombia. El avión de Copa Airlines, procedente de Panamá, se acercaba a esa geografía compleja y desconocida. Sobre todo si se reside en una Isla con poco o ningún espacio para desarrollar cordilleras que se deshagan en horizontes infinitos. El trato amable de los oficiales de inmigración hasta los taxistas me recibió en la que, durante años, fue conocida como la ciudad más violenta del mundo. Medellín es un valle, así que durante 45 minutos bajé montañas en una guagua desde las cuales se veía una ciudad color ladrillo, una ciudad viva, organizada, en movimiento. Las calles limpias y los olores familiares. Se come arroz, habichuelas, aguacate, arepas, chicharrón, morcillas y plátanos. Son condimentos conocidos en mi tierra y proliferantes en esta ciudad que me recibía con sus letreros que invitaban a ponerse el cinturón de seguridad y a cuidar la ciudad rescatada. Llegué a ésta, la segunda ciudad más grande de Colombia después de Bogotá, para participar de un taller de crónica cultural que convocó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, entidad creada por Gabriel García Márquez. El profesor sería el reconocido periodista y escritor argentino Martín Caparrós y el escenario, la Feria de las Flores de Medellín. Siendo oriunda de Aibonito, la idea de una feria de flores distinta a nuestro festival pueblerino despertó toda la curiosidad posible y es justo decir que la inquietud quedó satisfecha. Esta feria conglomera multiplicidad de actividades, sobre las cuales los 14 periodistas de Iberoamérica que fuimos seleccionados para el taller, debíamos escribir crónicas. Desde desfiles de carros antiguos, pabellones de orquídeas, certamen de trovadores, cabalgata, espectáculos públicos, en fin la oferta de la feria es amplia y variada. Eso sí, el evento cumbre de la feria es el tradicional desfile de silleteros. Aunque las fotos hacen mucha justicia, vale la pena narrar con detenimiento lo que es un silletero y su origen. Imagine un cuerpo encorvado naturalmente, unos pies corroídos por la tierra, inadaptables a un zapato. Ese cuerpo carga sobre su espalda una silla de madera enorme, pesada, atada a hombros, cintura y cabeza por sogas que rasgan la piel. En la silla, una persona adinerada se sienta cómodamente para que el silletero lo traslade desde la compleja geografía montañosa al centro del valle, a la ciudad. De ahí parte la tradición del silletero, una forma de explotación humana repudiada y reivindicada en la historia. Con el tiempo esas silletas pasaron a ser las herramientas para trasladar mercancías y sobre todo flores del campo a la ciudad, para la venta. Hasta que un buen día, en el que muchos silleteros paseaban sus silletas cargadas de flores, alguien vio en ello la posibilidad de una reafirmación de la identidad paisa (así se les llama a los oriundos de Antioquia, cuyo centro es Medellín) y un modo de recordar lo vivido, revirtiendo un símbolo de abuso por uno de orgullo. Es difícil entenderlo así, sobre todo para el ojo extranjero. Más aun si lo que se ve de frente es a una mujer anciana, con su cara cuadriculada por las arrugas y la piel entumecida en frágiles huesos cargando sobre 90 libras de peso en sus espaldas. O ver a un hombre joven, envejecido antes de tiempo, caminando, con la lengua por fuera y la incipiente joroba en la espalda cargando, desfilando -para el deleite de los observadores- una silleta inmensa, minuciosamente decorada. “Es que para los campesinos eso es motivo de orgullo. Ellos esperan todo el año para bajar a la ciudad a mostrarles de lo que son capaces”, nos decía uno de los compañeros de taller el colombiano, Alejandro Millán, un periodista local. Y es cierto; lucían orgullosos, cansados pero orgullosos. Después de todo mostraban silletas atisbadas de flores, un elemento notable en la economía colombiana pues, después de Holanda, Colombia es el segundo país en exportación de flores. Igualmente una de las primeras formas de transporte comercial es una de las manifestaciones culturales más importantes en una ciudad como Medellín, cuya historia ha estado íntimamente ligada a la posibilidad de moverse de un lado a otro. Ejemplo del valor que tiene el transporte en la ciudad, es la inauguración hace menos de cinco años del Metro Cable de Medellín, una extensión del metro a modo de teleférico que agilizó la transportación en los barrios más pobres, especialmente en las zonas montañosas. Esto redundó en una merma en los asesinatos y una serie de transformaciones en la ciudad. Claro que falta mucho por hacer pero estas nuevas políticas del ex alcalde Sergio Fajardo y el actual Alonso Salazar, han logrado alejar la ciudad del lugar que ocupó cuando era territorio controlado enteramente por el narcotráfico y por la figura de Pablo Escobar. La misma ciudad en la que en el 1991 se registraron sobre seis mil muertes violentas. Y es que, es de pensarse que un padre y una madre de familia que tardan sobre dos horas para ir y dos para volver a sus puestos de trabajo, van a experimentar un quiebre negativo en la estructura familiar, con los niños desatendidos. Mientras que la agilidad en la posibilidad de ganarse la vida, va de la mano a un estilo de vida saludable. Como se sabe, falta mucho por hacer. En Medellín apenas en siete meses de este 2009, ya han sido asesinadas sobre mil personas. Sin embargo, un lunes cualquiera a las cuatro de la tarde en el Barrio Comuna Santo Domingo ?uno de los más violentos-, los niños corren, van a la biblioteca y juegan libres por las calles. Es síntoma de algo bueno. Quizás en efecto, la montaña imita a las nubes y en esa tierra se vive poco a poco, algo de lo que se vive en lo que imaginamos cielo. Para acceder al texto original puede visitar: http://www.universia.pr/portada/noticia_actualidad.jsp?noticia=41336