Agradezco infinitamente la invitación de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, gestora de los estudios en comunicación en nuestro país, para saludarles esta mañana con motivo de este reconocimiento que atesoro: la dedicación de las jornadas de los 45 años de la Escuela, unidad que llevo tatuada en el corazón, en mis manos y en otras partes del cuerpo que probablemente no es adecuado mencionar ahora.
Rememorando un poco la memoria de la Escuela he preparado un texto breve titulado: 45 años, y todavía aprendiendo. Lo dedico a los que desde adentro y afuera de las universidades, en muchos frentes, a veces con una frase, a veces dando su vida, han luchado por la educación y por la libertad de expresión, especialmente:
A Antonia Martínez estudiante ejemplar de la UPR muerta de un balazo por un policía iracundo el 4 de marzo de 1970 por simplemente clamar que no siguieran dándole una paliza a los estudiantes.
A los 74 periodistas muertos en el Mundo en 2016, tres cuartas partes de ellos asesinados.
Y a la compañera maestra, antropóloga y estudiosa de los medios, Rossana Reguillo, mexicana amenazada con violencia continuamente, pero nunca amedrentada.
Estamos en un momento en el que el país está siendo asaltado por personas corruptas y busconas, luciéndose desde todas las esferas del poder con propuestas que sabemos que no son honestas. La Universidad está viviendo un proceso de cambios inimaginados una década antes y eso causa desasosiego en estudiantes, profesores y administradores. Los derechos laborales están siendo minados y sabemos habrá que manifestarse, salir a la calle, quizás hacer paros y huelgas, tratar de detener el desmembramiento del país. Senadores y representantes que hasta pasaron por la UPR están fanatizados y dándole la espalda a todo lo que aquí trataron de enseñarle y objetando los proyectos de verdadera justicia social… Estamos, no en 2017 sino ¡en 1972! y como parte de la oferta académica este Recinto estrena una Escuela Graduada de Comunicación Pública.
45 años después creo que solo quedamos en la ínsula cinco de la base originaria de esta Escuela: su primer director y gestor: el doctor Gabriel Moreno Plaza; su primera oficial administrativa y guardia correccional Doña Ana Teresa (Teté) Fábregas; su primer profesor e investigador de cine, el doctor Luis Trelles Plazaola; esta que les habla, y una pequeña nevera Westinghouse comprada para guardar los rollos de filme de la clase de fotografía la cual, acorde con las directrices de empleador único, ha sido puesta al servicio de proteger de mala digestión a los empleados en la cocina de la Escuela, congelando sus almuerzos y meriendas. Lamentablemente no puede acompañarnos hoy porque tememos que si la movemos no vuelva a funcionar…
Desde sus comienzos bajo la tutela del doctor Moreno Plaza, y no obstante los múltiples cambios académicos que han ensayado distintas administraciones, nuestra Escuela siempre ha tenido por norte la preparación académica y profesional de sus estudiantes – no una sin la otra – en las múltiples áreas de la comunicación y los medios.
Los detalles específicos de cómo se desarrolló a través de este casi medio siglo es algo que dejamos para algún estudiante de Historia. A mí me toca tan solo rememorar y eso hago.
Porque para 1972 yo estaba tranquila y quieta y…(callada no porque nunca he podido), trabajando en las entrañas del diario El Imparcial , que era más ambiguo que los soberanistas hoy día, pues se había quitado el traje sencillo de periódico sensacionalista, tabloide típico con breves titulares en letras rojas que hablaban de sangre y muertos, y había mandado a hacerse un traje largo de periódico estándar que intentaba formar opinión pública y cubrir con mayor seriedad el acontecer de país pero no le entallaba bien; parecía de nuevo rico porque el Imparcial no tenía una línea editorial clara de lo que deseaba, ni un apoyo económico sólido, ni una plantilla amplia para poder hacerlo. Una veintena de reporteros, algunos con gran experiencia, otros todavía cruditos, nos reportábamos al viejísimo edificio en el casco antiguo de San Juan donde los que llevaban más tiempo recordaban al fallecido iracundo dueño y experimentado director Antonio Ayuso Valdivieso, pistola al cinto, estacionado a la puerta del local decidiendo allí y por gusto y gana quién entraba y quién no al Imparcial. Y a veces, de noche, todavía sentían su presencia caminando por los cubículos de ese edificio que era una trampa de fuego lleno de medios pisos, laberintos y cuartos oscuros.
Ni el peso intelectual y profesional de su nuevo director, el dramaturgo y periodista Luis Rechani Agrait, ni la experiencia y visión de su director editorial Miguel Ángel Santín, recién renunciado de donde había reinado como opinion-maker, el periódico El Mundo, podían salvar a ese Imparcial de lo que era: un diario de gente con vocación, gente sin vocación y nave al garete económica, profesional y socialmente. Pero ahí yo estaba, a veces feliz; otras, avergonzada. Porque lo mismo me daban libertad absoluta para hacer un reportaje, que me obligaban a traducir unas notas de lo más sexistas y racistas que compraban de agencias noticiosas para saciar la eterna pasión farandulera de nuestro pueblo: que si se le rompió un bikini a alguna reina de belleza, que si el actor negro Sidney Poitier había sido visto bailando pegado a una rubia despampanante…
Yo me pasaba aprendiendo los gajes del oficio junto a algunos que habían sido famosos periodistas aunque yo ignoraba entonces su pedigrí; junto a los compañeros de deporte y de entretenimiento, pero sobre todo, yo me pasaba las horas muertas en un entrepiso con los fotoperiodistas, que curiosamente eran los más amables y los que más historias contaban, apiñados todos nosotros entre sillas destartaladas y archivos enmohecidos, seguro que desde los tiempos del Acta Jones, donde miles y miles de fotos se archivaban no por nombre, apellidos, o fecha sino por algo llamado “temas”. Uno abría en la “A” y encontraba “Ahorcados” y ahí figuraban cientos de fotos de personas colgando de todo tipo de rama, palo o dintel a lo largo y a lo ancho de Puerto Rico, que habían sido tomadas sin el más mínimo decoro y que constituían con Acuchillados, Tiroteados, Apuñalados, Envenenados y otros muertos y asesinados, una especie de Biblioteca Roja de Alejandría de la realidad populista, pulsante y verdadera de la vida puertorriqueña de las primeras décadas del siglo 20; pero entonces, yo no lo sabía.
Yo no sabía nada de la historia del periodismo en Puerto Rico (y poco de la historia de Puerto Rico) ni dónde colocar en mi archivo de recuerdos todo lo que me iban contando los fotoperiodistas y también los redactores y los linotipistas y los encargados de hacer clisés y los correctores de prueba y los cajeros de talleres de aquel sótano inmenso que hoy en mi recuerdo aparece como una estampa de película como la de la estación de ferrocarriles de Atlanta de “Lo que el viento se llevó”, una toma amplia que va dejando ver con decenas de obreros de la palabra, de la escrita a maquinilla, corregida en galeras, forjada en bloquecitos de plomo y colocadas en cajas junto a los clisés de anuncios y fotos para ser impresas.
Allí todos trabajaban a deshoras, y a veces a disgusto, mientras un alemán que se rumoraba había sido de las juventudes nazis los supervisaba – a veces – desde su oficina con aire acondicionado donde él reinaba porque la imprenta era alemana y solo el alemán- en las mentes todavía coloniales-tropicales de los 1970 – sabía arreglarla. Había gavetas llenas de letras, mesas, cantos de plomo por todo el suelo, hollín, trapos, cables eléctricos sin ton ni son, y múltiples teléfonos incluyendo uno sobre una mesita manchada de grasa y tinta que no se podía usar para comunicarse con redacción porque ése era solo para las apuestas de bolita que allí recibían. Y todo los jueves – día de cobro – se colaban por la puerta ancha por donde entraban los rollos gigantescos de papel, dos árabes empujando una percha con ruedas rebosante de ropa para venderle a los empleados. Si el alemán salía de su oficina a sacarlos trataban de congraciarse diciéndole – tú eres alemán, somos amigos, a nosotros tampoco nos gustan los judíos – y él, se metía en su oficina.
Allí estaba yo tranquila y quieta deseando que mi vida cambiara pero sin saber hacia dónde, cuando me llamó un día el doctor Gabriel Moreno Plaza para que fuera a verle a la Universidad. En el segundo piso de una pequeñísima casita estilo Revival Español ubicada en la Avenida Universidad donde hoy día está Plaza Universitaria, me contó que él había sido designado director de una escuela de comunicación que iban a inaugurar y que se había configurado siguiendo el modelo de la Escuela de Periodismo de Columbia, donde yo había estudiado, aunque no iba a ser igual, y… que si quería dar un curso de redacción periodística ya que yo tenía una Maestría.
Yo nunca había considerado ser maestra de nada. Nunca. Había cursado mis cuatro años de Bachillerato admirando a los docentes que me motivaban, esquivando a los que temía y escondiéndome por los pasillos de aquellos a cuyas clases faltaba continuamente hasta que completé mi concentración en Historia. Luego había estudiado la Maestría en Ciencias del Periodismo en Columbia, más atareada viviendo la intensidad del Nueva York convulso del 1968 que buscando cumplir con los deberes, aunque me gradué luego con un premio y todo. Ni entendía por qué él me había llamado a mí. El profesor, simpático y entusiasta, me habló del futuro de las comunicaciones, y de que sino echábamos para adelante y no nos adaptábamos a los cambios que se avecinaban – como bien había dicho Darwin, apuntó – estábamos abocados a desaparecer. Que no era cuestión de periodismo nada más, sino de enseñar y comprender el mundo de los medios y la comunicación en todas sus facetas.
Quien no entienda la cibernética, me dijo, no podrá comprender el periodismo. Allí mismo acepté, y llegué corriendo a casa a buscar esa palabra cuya definición se me escapaba: cibernética. Pero el único diccionario en mi casa, que mi mamá había heredado de su padre, era el de la Real Academia Española del “Año de la victoria”, 1939, cuando Franco se apoderó de España. Y allí no había palabras de la otra mitad del siglo. Al poco tiempo firmé un contrato y me dijeron fuera vestida para presentar a la facultad ante la prensa, facultad que por años sería itinerante y no permanente. Busqué en mi guardarropa contestatario de mahones y jerseys de poliéster y sandalias y un par de minifaldas ya mareadas, y, en vez de ir a la tienda González Padín, fui a Franklin’s a comprarme un traje – que no fuera caro – por lo que quedé eternizada en la foto fundacional entre un montón de varones enguayaberados o trajeados, con un vestido de dos piezas que parece de jibarita bajada un 4 de julio a la Losa.
Así comencé en agosto de 1972 a dar clases y a dudar, diariamente, de si lo estaba haciendo bien, con un temor que nunca abatió con los años. Y desde ese primer semestre hasta el último, 38 años después, gracias al encuentro con tantos estudiantes retadores y pensantes y tantos docentes rigurosos y sabios, estuve preguntándome cómo compaginar lo que yo hacía como periodista con lo que tenía que enseñar. Porque enseñar a unos estudiantes en su mayoría excelentes a redactar una columna o una noticia informativa o un reportaje de interés humano es sencillo. ¿Pero cómo prepararles para entrar a trabajar por ejemplo, en las entrañas de un Imparcial o en una cabina de radio o en un departamento de noticias de televisión? ¿Cómo enlazar la profesión con la reflexión sobre lo que uno hace y cómo lo hace y por qué?
Entonces me di cuenta de que la docencia era una responsabilidad enorme, y que iba a tener que aprender de todo para poder enseñar, de que cada semestre del resto de mi vida iba a tener que saber algo nuevo y a tratar de aprender a enseñar. Como con todos los trabajos que he tenido en mi vida, poco después pude dejar el Imparcial cuando me invitaron a unirme a la redacción de la revista AVANCE, el medio en el que queríamos trabajar muchos periodistas jóvenes interesados en el periodismo cultural y de opinión en un medio más ágil, más libre, no manejado por un partido político en particular y con un espacio para el mundo cultural que era, me iba dando cuenta, el que más me atraía.
Entonces vinieron las elecciones de 1972 cuando cayó Luis Ferré luego de tan solo cuatro años, y comenzaron los reclamos de la Universidad por un cambio genuino en la gobernanza universitaria, y de empleados de gobierno por mejoras salariales y de trabajo, y las huelgas, y los cuestionamientos y los policías disfrazados de estudiantes que la administración colocaba en algunas clases pero siempre se notaba su profesión porque por más mahones y guayaberas que se pusieran, no se quitaban los zapatos ni para los guardias, vaya la redundancia. Y la Escuela Graduada de Comunicación, tan nuevecita, dio cátedra porque sus estudiantes trabajaron activamente utilizando los medios accesibles para retar el establishment mediático, cosa que nunca nos perdonaron ni los legisladores de derecha ni la administración universitaria de entonces.
Dos años más tarde me fui a estudiar a México un doctorado que nunca terminé. Cuando regresé en 1977, la Escuela era otra. Convencida la Universidad de que hacía falta un bachillerato en comunicaciones, habían hecho una moratoria de ingreso, para comenzar cursos subgraduados y ofrecer, además, un combo agrandado de Maestría + Bachillerato. A la Escuela le habían otorgado una sede más amplia: el viejo edificio del Consejo de Educación Superior, enclavado entre la escuela elemental y la superior de la universidad, y con una esquina tan protuberante hacia el casco comercial de la ciudad de Río Piedras, que en esos salones, en medio de un diálogo sobre las innovaciones de Pulitzer o el legado de César Andreu Iglesias al periodismo, uno escuchaba adentro una guagüita que anunciaba la oferta de ropa interior de La Colombina o de potes de Lestoil de Capri. Poco después el profesor Nelson Sambolín lo bautizaría “El Recinto de Capetillo” y así lo conocimos por decenios.
Todo este cambio trajo, además un nuevo director: Otis Oliver Padilla llegaba de estudios en Educación y su intersección con la comunicación, y bajo el lema de “para pelear hacen falta dos, y yo siempre estoy listo” clamó por y obtuvo muchas cosas que la escuela necesitaba desde un profesorado a tiempo completo, hasta plazas docentes y más personal administrativo. Eventualmente llegamos a tener una imprenta, un salón-taller de fotografía, y hasta un salón de diseño gráfico.
Pero lo verdaderamente memorable de esa época fue que durante ese verano y muchos subsiguientes, el profesorado de la Escuela pudo escoger a sus estudiantes. En 1977 fueron 60 de Bachillerato (de entre unos 500 aspirantes) a los que entrevistamos, dimos exámenes y evaluamos, y unos 15 de Maestría de un grupo de 60. Por los próximos 10 o 15 años eso hicimos y el resultado fue: varias generaciones de egresados extraordinarios con los que se fundaron los cimientos de una parte sustancial de las carreras de comunicaciones profesionales en todo Puerto Rico. Sorprendentemente, luego, sin entrevistas ni exámenes, seguimos atrayendo a los mejores.
Y así comenzó la Escuela con una hermandad envidiable ente profesores, no docentes y estudiantes que trabajaban juntos y muchas veces, marchaban y hasta cantaban juntos y se fue configurando una unidad académica que era más compleja que la Escuela de Derecho o de Arquitectura de aquél entonces, pero que no fue decanato, y que en el vaivén administrativo estuvo autónoma bajo Rectoría y luego encajada bajo el Decanato de Asuntos Académicos. Ante rectores torpes nos rebelamos, y junto a rectores con conciencia colaboramos. Ya cuando fueron cientos los estudiantes y no cabíamos en el Recinto de Capetillo, dirigiendo la escuela Federico Iglesias, se le ocurrió pedir prestados unos salones en el viejo Anexo de Biología que daba a la Avenida Gándara. Primero dos y luego, por favor, tres y entonces el primer piso completo y aprovechando que a Naturales le construyeron un edificio, nos colamos en el segundo piso y rescatamos completo el Anejo. Así, circunvalando el Recinto, por fin estuvimos adentro.
Y no empece las amenazas que periódicamente surgen de desmembrarnos y meter nuestros pedazos en otras facultades, o las promesas fatulas de Presidencia de que nos van a construir un gran edificio junto a Radio Universidad, o el compromiso de rehacer nuestra escuela cuando el huracán Georges lo atacó por un flanco y lo dejó como maqueta experimental con todo un costado expuesto al sol y al agua, aquí seguimos. En lo que la arreglaban nos trajeron, para ofrecer clases, unos furgones y nos metieron ahí adentro un par de años, a la sombra del Teatro, como si fuésemos extras de anuncios del granito Sello Rojo y cruzando el campus y la Ponce de León nos proveyeron oficinas administrativas y de profesores una vez más detrás de lo que sería Plaza Universitaria, en otras casitas de revival español heredadas por el Recinto, pero estas, tan alucinantes como los tiempos en que vivíamos, tenían hasta chimeneas. Pero todo eso lo superamos y continuamos aquí.
Nuestra escuela refleja, quizás más que ninguna otra unidad académica, los cambios vertiginosos de las disciplinas que analiza y enseña, de los medios y las tecnologías de la comunicación, y eso la obliga a rehacerse constantemente. Que había letras de plomo para imprimir en caliente las noticias, o papel de fotografía para plasmar la magia de la imagen son ahora datos que se enseñan como historia o curiosidades y que se pueden encontrar en cualquier página de la Red sobre los orígenes de los medios, pero la disciplina de aprender a estudiar e investigar, a ser honestos, justos, excelentes, y entregados a su profesión no llega por la Red, sino que cala en la conciencia de los aprendices de comunicadores a través de esa relación que es la de docentes y estudiantes, juntos por un rato, en un mismo salón, adaptándose a las nuevas formas de aprender y enseñar. Sabemos, por ejemplo, que los bachilleratos de cuatro años presenciales ya poco a poco serán obsoletos y que las especialidades vinculadas al periodismo, a las relaciones públicas o a la publicidad ya no seguirán siendo redactor, publicista o creativo sino especificidades como “periodista hiperlocal”, “editor de contenido para móviles” o, mi favorita, “gerente de muerte digital”.
Tan asediada como los demás programas académicos por la exigencia absurda de hoy día de que los centros de enseñanza superior se conviertan en pequeñas fábricas de tecnócratas que solo aprendan oficios rentables para el capitalismo tardío, la Escuela busca su norte, o mejor aún el sur, creciendo y cambiando, adaptándose, como recomendaba su primer director que teníamos que hacer los vivos para no desaparecer.
Ahora utilizan el anglicismo “resilencia” para describir la habilidad de alguna gente – o algunas instituciones – de aguantar y sobrevivir grandes retos y seguir creciendo, pero realmente es insistencia, voluntad, sentido de misión y un gen aún no identificado que motiva a uno a querer prevalecer porque sí, porque es lo correcto, y que florece en los profesores y empleados de esta Escuela, y es el que ha propiciado nuestro crecimiento y desarrollo y que la defendamos como lobos cuando tratan de maltratarla.
La Facultad y los administrativos son los que le dan continuidad, los estudiantes que ingresan año tras año, le dan razón de ser y los exalumnos, los que dan testimonio de todo lo que esta unidad ha hecho. Por eso, pensándolo bien, creo pertinente que el homenaje de los 45 años no se centre en una persona, que vaya hacia los compañeros y compañeras de COPU, a los docentes y no docentes, a los estudiantes y sobre todo, a los egresados querendones, extraordinarios, a los que nos convirtieron, cada día en aprendices, porque uno nunca aprende tanto como cuando tiene que enseñar. El poeta Ralph Waldo Emerson dijo: “los años enseñan muchas cosas que los días jamás llegarán a conocer”, y es cierto. Porque gracias a los años en COPU, yo, que jamás quise ser maestra, pude, al fin, aprender a enseñar. Gracias, COPU y felicidades en tus 45.
Fotogalería
Otras imágenes suministradas por García Ramis.
A continuación algunos de los documentos sobre la Escuela de Comunicación que Magaly conserva con cariño y quiso compartir con los lectores de Diálogo. En primer lugar aparece la lista de los siete objetos de los que la escritora y periodista era responsable como profesora de COPU en el 1977. Le sigue, la hoja con el horario académico de la Escuela para el año académico 1972-1973 en la que también figuran los profesores Rafael Pont Flores, Ángel F. Flores, Luis Trelles y José A. “Pirulo” Hernández. Finalmente, se incluye un artículo de García Ramis sobre los profesores de la UPR, publicado en el periódico El Mundo en el 1988.
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