El título de este magnífico libro, que tanto me alegra presentar, evoca el que usó Alejo Carpentier para caracterizar La Habana, su caricioso ensayo La ciudad de las columnas, uno de los primeros textos que me plantearon la posibilidad de caracterizar la ciudad mediante la descripción de sus motivos arquitectónicos, fácilmente reconocibles cual emblemas urbanos. El libro del arquitecto y estudioso de la ciudad, Edwin Quiles Rodríguez, titulado La ciudad de los balcones, evidencia, además, otra posibilidad, es decir, la de usar el especializado conocimiento arquitectónico y urbanístico para llegar a ese lugar lo mismo ocupado por la imaginación literaria que por un entusiasmo, casi lírico, hacia su barrio y su ciudad, y también el diálogo bien fundamentado de Santurce, nuestra ciudad vernácula, con el San Juan antiguo, la ciudad española, y también criolla. Sobre este diálogo volveremos más adelante. Ahora me complace señalar que pocas veces he presentado un libro que me hubiese gustado escribir o, mejor, que era necesario escribir. Según esto, la belleza de este libro para mí es doble: no solamente halaga, por su bien cuidada edición, mi entusiasmo por el libro hermoso, sino que se adentra en uno de los temas que pienso más urgentes para la sociología, la planificación y la arquitectura puertorriqueñas. Y me refiero con ello a la llamada barriada, su nacimiento y vicisitudes. Desde que leí en La Gleba, novela de mi tío abuelo Ramón Juliá Marín, la narración del surgimiento de una barriada a la sombra de aquella central que se alzaría cual coloso en las vegas de Utuado, ello a principios del Siglo XX, pienso que el estudio de la barriada, como encuentro de lo rural con lo citadino, es clave necesaria para entender la historia de los asentamientos en Puerto Rico. Los asentamientos tienen que ver, qué duda cabe, con la riqueza producida y los movimientos de la mano de obra, con la materialidad manifiesta de cualquier sociedad. Ahora bien, para nosotros particularmente debe resultar fascinante una dialéctica evidente, el diálogo entre el asentamiento en cuadrícula concebido desde la Plaza, el Municipio y la Iglesia, la presencia institucional y del estado, con su consecuente voluntarismo planificador, y la espontaneidad en el surgimiento de comunidades como la barriada, más bien lineales y cuyas características surgen más de una raíz convivencial que de usos y costumbres en el trazado urbano y la planificación. Los primeros capítulos de este libro son verdaderamente magistrales en lo que toca a estos asuntos, tan impostergables para la caracterización de nuestro urbanismo; nuestra ciudad vernácula, la evolución del barrio, tiende a ser lineal, como señala Quiles, y su germen comunitario está en esos términos que debemos imaginar cual hipótesis necesarias para entender nuestra convivencia antillana, es decir, denominaciones como batey, el solar y el callejón. Edwin Quiles Rodríguez ha escogido la historia de Villa Palmeras, desde sus orígenes como comunidad barrial espontánea, aunque también con sus urbanizaciones planificadas, como Barrio Obrero y San Juan Moderno, para narrarnos y caracterizar, ni más ni menos, nuestra convivialidad comunal y popular. Como foco de esa convivialidad y sociabilidad, de ese rumoroso vivir hacia la calle y en ánimo de responder a ésta, ahí están los balcones bajo la radiante luz de Villa Palmeras, las atalayas —esta vez perfectamente democráticas y horizontales — de lo que llamó Tite Curet Alonso su “gente linda”. Aunque en los comienzos hubo ese solar y ese batey que dejó trazos irregulares en la organización de la vivienda, como el reducto del callejón, la calle cangrejera vino a cumplir el grado necesario de organización para facilitar la vía peatonal y vehicular; así mismo se focalizó la convivencia en el balcón; y esa sociabilidad se acentuaría con el espontáneo toque musical de bomba, completándose así ese tejido, volviéndose manifiestamente urbano. Los capítulos en que Quiles caracteriza la ciudad lineal de Santurce cumplen la profecía de libros como The Urban Ambience de Caplow, Stryker y Wallace, el más reciente Completar Santurce de Leon Krier y, sobre todo , el magnífico Cangrejos-Santurce, escrito por Aníbal Sepúlveda y Jorge Carbonell, publicado en 1988. Es como si esta vez la mirada fuera menos panorámica, más precisa y estuviese centrada en los detalles de la convivencia: el balcón, sobre todo; pero también la disposición interna, el interior de la casa a una o dos crujías, la importancia escenográfica del dintel y los pretiles, las columnas y el barandal. Libros como estos son imprescindibles en la enseñanza de nuestra arquitectura y planificación. Nos hablan, sobre todo, de un tejido, de la ciudad como texto, como vocabulario —esos detalles arquitectónicos— y también sintaxis, la planificada y espontánea creación de sus espacios. Esta noche, desde esta Escuela de Arquitectura, hacemos la promesa de una arquitectura más reflexiva respecto de nuestra tradición como maestros de obra, arquitectos y planificadores. Quiles nos habla aquí de una tradición que por ser anónima —aunque no del todo, porque también rescata los nombres de muchos maestros de obra— testimonió mejor nuestras maneras profundas de trazar comunidades y edificar viviendas. Nuestra arquitectura, de este modo, sería más sobre nuestros tejidos urbanos y menos sobre las obras maestras, muchas veces ejemplarmente egocéntricas, de arquitectos, qué duda cabe, extraordinarios. El énfasis iría del edificio, o la casa, al asentamiento en que están construidos, de la edificación nos movemos al entorno. Si el San Juan antiguo parece construido todo de una vez —ello a causa de la suprema definición que cobró como ciudad en el Siglo XVIII— Santurce fue un tejido que creció siguiendo de cerca una espontánea vigilancia de su propia tradición, de sus propios rasgos vernáculos. Este libro de Edwin Quiles Rodríguez nos prueba justamente eso. Cuando en Puerto Rico empezaron a construirse asilos y égidas para ancianos, algún arquitecto siniestro dejó fuera del diseño los balcones. El prototipo de estos asilos se ha hecho tan vernáculo como el diseño de los caseríos dibujado por Henry Klumb. Y ello resulta terrible, pues en la vejez se le prohíbe al anciano justo lo que ha sido definición de su vida pueblerina o barrial, el balcón abierto al vecindario. Quiles, que no le teme al lirismo como evidencia de su cariño, de su entusiasmo por Villa Palmeras, así nos describe esos balcones; notemos la prosa poética en esta amplificación barroca anclada en el verbo infinitivo: “El balcón, frontera de la intimidad, era un lugar de estar donde la actividad cotidiana fluía continuamente. Se entraba y se salía para relajarse de los espacios interiores sobrecargados de memoria, vigilar a los niños mientras jugaban en la calle, tomar café, terminar la digestión plácidamente, compartir con los convivientes, recibir visitas, descansar, espantar el aburrimiento, tomar fresco, esperar a los vendedores, trabajar o simplemente sentarse, entretener los sentidos y mirar la vida pasar allá afuera. El balcón es una manera de posicionarse ante los demás.” La vista desde los balcones del viejo San Juan, en la característica segunda planta, es cualitativamente distinta. La calle se aleja y se insinúa cierto señorío sobre el espacio, justo lo contrario de la horizontalidad popular de Villa Palmeras. Podemos imaginarnos, desde esos balcones de las segundas plantas, las carreras de caballo que narró Ledrú lo mismo que procesiones religiosas del Viernes Santo; o paradas cívicas o militares promovidas por el nuevo régimen; la calle vista desde esas segundas plantas revela un tránsito más institucional que popular. Ese civismo observado desde arriba se interrumpía con las canastas bajadas con sogas para comprarle al revendón, o quizás en los recibimientos de los héroes deportivos, como los Cangrejeros de Santurce a su regreso triunfante de la Serie del Caribe de 1951, o el entierro de Luis Muñoz Marín. Las marchas y protestas, los piquetes fotografiados desde arriba también tienen una justificación institucional, o sea, la cómoda cercanía de la Fortaleza; cuando ésta fue atacada por los derrotados nacionalistas en 1950 la fotografía más publicada de los cuerpos acribillados fue tomada desde un segundo piso. Entonces, para escuchar un rumbón habría que bajar a la barriada La Perla, y también para esa siniestra manera de congregación: aquel pasar el macho en la esquina del viejo barrio es ahora la ansiosa vigilancia del punto. Cuando el fotógrafo norteamericano Walker Evans visitó La Habana en 1933 casi todas sus fotografías se centraron en los “tipos” callejeros. Pero también fotografió, desde segundas plantas, la celebración del Día de la Independencia, el 20 de mayo; también a unos vendedores que esperaban en la calles la salida del vespertino, ávidos de sustento y todos negros, saludando al fotógrafo y sonriéndole fresca y pícaramente. También fotografió, desde esa perspectiva, las columnas y pórticos, umbrosos zaguanes y claustros, tenderetes de ropa secándose, segundos y terceros pisos, azoteas, de la ya entonces derruida Plaza del Vapor. Culmina esas vistas con la fotografía de unos balcones donde gente blanca, algunos mulatos, curiosean lo que suponemos fue parada o procesión. De nuevo, en esta última foto, el balcón es lugar de señorío más que de gentío.
Desde el balcón de la casa de mi infancia en Aguas Buenas, segunda planta de una de esas casas antillanas cuyo primer piso estaba esporádicamente dedicado al comercio, o a la Unidad de Salud Pública, presencié muchas Fiestas Patronales y procesiones de Viernes Santo, alguna que otra caravana de la victoria del Partido Popular bajando de Cidra, ninguna parada del cuatro de julio, alguno que otro entierro de señor adinerado, pues la iglesia quedaba en diagonal a mi balcón. Lo que más recuerdo de ese balcón es haber presenciado una pelea de Fiestas Patronales, con gente clasemedianera de Caguas, que degeneró en una batalla campal, con guayaberas rotas y señoras que perdían sus tacones a la vez que gritaban su desesperación. A la manera de Lorca, también vi parihuelas ensangrentadas, bajando a las cinco de la tarde dominguera, desde las galleras de Jagüeyes después de las pendencias y los machetazos; el hospital del pueblo quedaba en la calle de atrás de mi casa, en la llamada “calle de abajo”. Este libro de Quiles Rodríguez coincide felizmente con el de Ángel ‘Chuco’ Quintero Rivera titulado Cuerpo y Cultura, las músicas “mulatas” y la subversión del baile. Ambos nos hablan sobre la horizontalidad de la calle y la cultura gregaria del cuerpo antillano, del baile y el toque de rumba en la esquina; del balcón visto por Quiles al “swing” de Maelo comentado por Chuco media esa cultura popular que tanto hemos escamoteado. Para ser certeros sobre una convivencia, como ocurre en La ciudad de los balcones y en el libro de Chuco, debemos tener la experiencia y también la imaginación, porque, en última instancia, el verdadero mundo popular siempre resulta un tanto anónimo, más allá de nuestras investigaciones y entendederas, se revela a la postre misterioso, algo extrapolado y, por qué no, arriesgado. Ejemplo de lo último, y a manera de bono que nos ofrece el extraordinario libro de Quiles, es la presentación de Ismael Rivera, el “sonero mayor”, como albañil ejemplar y, por qué no, humilde maestro de obras de la casa de su mamá, Doña Margot. Debo destacar, finalmente, la belleza de este libro diseñado por la buena amiga Consuelo Gotay. Nadie como ella para apreciar el diseño de un libro; siempre ha reflexionado sobre éste como hecho para la lectura, pero también para el tacto y la vista. La organización de fotos y dibujos arquitectónicos es justa, precisa, ya que une ambos textos: el texto gráfico y el literario se integran perfectamente, hay pocos disloques entre lo aludido y lo representado. La fotografía de Jochi Melero convence precisamente porque no rehúye ese feísmo latente en nuestro desarrollo urbano lineal, anónimo y ecléctico. No es uno de esos libros con destino turístico y engañosamente excluyentes en los encuadres, como el popular Caribbean Style. La ruina de los balcones con que termina el libro es como homenaje póstumo a modos de convivencia que han sido borrados —quizás de manera irrecuperable— por una arquitectura y un urbanismo que no le pusieron oído —de nuevo, las razones económicas— a los modos vernáculos de construcción. Felicitaciones, Edwin, enhorabuena por un libro ya clásico e invito al público a un placer y privilegio especial, el de testimoniar la coincidencia feliz de tres artistas reflexivos y maduros, quizás en el mejor momento de sus respectivos oficios. Felicidades también a los buenos amigos editores y demás empleados de La Editorial de nuestra universidad, por haber cuidado con tanto cariño este libro imprescindible.