Solo llevo puesto un culero, el birrete y los espejuelos de mi padre. Estoy sentada en un sofá mientras trato de sostener un libro abierto en mi mano. Debo tener poco más de un año en esa peculiar foto. En ella sonrío divertida, enseñando mis encías aún medio desdentadas, ajena al significado de todos los objetos que componían aquel montaje.
En otro retrato, tomado en esa misma ocasión, mi padre me sostiene feliz en sus brazos y esta vez es él quien lleva los lentes, el birrete y su correspondiente toga. Tras mucho esfuerzo, y siendo ya un adulto con familia, ese día obtenía su diploma de maestro. Esa graduación representó un triunfo personal, pero también, sin duda, una enorme victoria colectiva, pues era el primero de su familia en salir de su caserío en Ponce para irse a Río Piedras a estudiar en la Universidad de Puerto Rico.
Me gusta pensar que aquellos lentes, aquel birrete y aquel libro de alguna manera signaron mi futuro. Del modelaje familiar me vino el aprecio por el conocimiento que se adquiere a través de la página impresa, ese placer por pasar las horas hojeando libros y leyendo en silencio, sentada en el suelo de mi cuarto, en lugar de irme a correr velocípedo por la acera de mi calle, con las niñas del vecindario. No los necesitaba, pero desde pequeña quería usar espejuelos para parecerme a mi padre, por supuesto. Me los ponía para jugar a las maestras –aunque me los quitara para jugar a las Barbies. Cargaban un peso, un simbolismo. Inconscientemente, rezumaban, para mí, conocimiento, sabiduría. Tal vez, hasta algo de caché. No en valde mi abuelo materno, que solo llegó a completar un tercer grado de escuela elemental, cuando se refería a personas importantes, les llamaba “gente de espejuelos”.
Para ese entonces no sabía cuál iba a ser mi profesión, pero antes siquiera poder pronunciar su nombre correctamente –para mí era la “nubersidá”- yo había decidido que estudiaría en ella y que sería obligatoriamente en el campus riopedrense, porque para mí no existía más universidad que esa. Luego descubrí que uno no solo se podía graduar una vez y ya; sino que podía seguir estudiando hasta alcanzar un doctorado. La revelación llegó como una epifanía. Enseguida supe que yo iba a completar uno pues no soportaba la idea de que hubiera un grado académico más alto y que yo no lo tuviera. ¡Qué nerda!
Lo de dedicarme a la enseñanza en mi adultez vino como consecuencia lógica y más que nada por el ejemplo de mi padre quien ya andaba terminando sus estudios graduados y luego llegó a ser profesor de la Facultad de Educación.
“Como si me hubiera puesto lentes nuevos”
Entrar en la Facultad de Estudios Generales, con mi nerditud y mi timidez en la mochila de prepa, fue como si me hubiera puesto lentes nuevos que me permitieran cambiar mi perspectiva del mundo y de la vida. Exponerme a tantas ideas diferentes, y conocer tantas mentes brillantes me tenían instalada en un perpetuo estado de asombro y maravilla. Tuve la dicha de tomar clases con algunos de los sociólogos, los filósofos, los historiadores, los escritores, los dramaturgos, y los músicos más relevantes del País en aquel momento. Era un privilegio, pertenecer al centro donde se generaban los debates teóricos y se gestaban movimientos políticos, sociales, artísticos de avanzada; y más importante aún, donde se enseñaba a adoptar una actitud crítica y a cuestionarlo todo. Después aprendí que no solo era el mayor motor de la movilidad social en la Isla, de lo cual mi familia es un claro ejemplo; sino que constituía uno de los garantes de la cohesión social y la democracia en el País, pues no puede elegir nada libremente una población sumida en la ignorancia.
Al terminar mi bachillerato en el Departamento de Estudios Hispánicos, decidí que quería seguir perteneciendo a esa institución tan significativa, no ya como estudiante, sino como profesora. Me fui a Estados Unidos a hacer mi doctorado y cuando lo terminé tuve la suerte de conseguir una plaza docente en el Departamento de Español de lo que era entonces el Colegio Universitario Tecnológico de Arecibo. ¡Por fin formaba parte del claustro de la Universidad de Puerto Rico! ¡Qué orgullo!
No obstante, debo admitir con cierto grado de vergüenza, que cuando llegué a trabajar allí, hace ya veinte años, lo que yo conocía de ese pueblo era que en la zona había un restaurante famoso en la carretera número dos, que constituía una parada obligatoria para ir al baño y tomarse un pocillo antes de seguir camino hacia Aguadilla o Mayagüez.
Me costó adaptarme. Yo había estudiado los últimos seis años en la Universidad de Wisconsin, en Madison, una institución enorme, con recursos económicos que a mí me parecían, en comparación, abundantísimos; con autoridades mundiales en el campo de las letras hispánicas; con unas bibliotecas de ensueño donde cualquier estofón querría vivir; con una actividad académica y cultural vivrante. Así es que ese primer semestre en Arecibo fue retante. Se dañaban los acondicionadores de aire, la fotocopiadora y el cuadro telefónico. Se iban la luz y el agua constantemente. Para colmo teníamos una sola computadora en un pasillo que debíamos compartir los once profesores del departamento. La súbita confirmación de que estaba trabajando en el subdesarrollo vino acompañada de frustración y desconcierto.
Pero de eso hace ya dos décadas. ¡Casi nada! En ese período las cosas han cambiado enormemente en Arecibo. La infraestructura y la tecnología han mejorado inmensamente. Adquirimos autonomía al convertirnos en una unidad de la UPR. La oferta académica ha crecido y ha evolucionado. El profesorado, cada vez mejor preparado, aporta, mediante la enseñanza y la investigación, a la creación de conocimiento. Los egresados son muy valorados en el mercado laboral y son aceptados en las escuelas graduadas más importantes aquí y en el extranjero. En fin, que la UPR en Arecibo, que se fundó hace medio siglo para acercar la universidad a una población que en aquella época era mayormente rural y socialmente desaventajada, ha trascendido esa función inicial para convertirse, desde hace tiempo, en un ente importante en el quehacer cultural, y en un motor de las fuerzas productivas de la Isla.
Estas transformaciones, sin embargo, no son las que han hecho que aprenda a querer y valorar mi campus. Más bien ha sido la constatación de que la Universidad de Puerto Rico, incluso en sus así llamadas “unidades más pequeñas”, esas que hoy ven su existencia misma amenazada, mantiene su relevancia para nuestra sociedad. Esa vigencia la demuestran los estudiantes que año tras año siguen llegando a la insitución con su actitud inquisitiva, su deseo de aprender, de entender y transformar el mundo que los rodea.
Las ideologías están muertas; pero los estudiantes desmintieron la apatía y la indiferencia que se les atribuye a su generación y salieron este semestre a defender valientemente su educación, su universidad y su futuro. Lo hicieron como pudieron, como supieron, como estimaron conveniente. Terminaron una huelga de dos meses y aún no se rinden. Seguirán su lucha por otras vías porque saben que los recortes presupuestarios draconianos que impone este gobierno irresponsable e inconsciente, llevarán a la destrucción paulatina de la universidad. Y un país sin una universidad pública saludable, que ofrezca una educación acequible y de calidad, está abocado al estancamiento en todos los ámbitos.
Hace una década que llevo espejuelos. Los míos propios; la edad no perdona. Los necesito para leer y ver de cerca. Además me sirven para vislumbrar, con perplejidad y desasosiego, que el futuro para Puerto Rico es más incierto que nunca. De aquí a siete años, cuando mi hijo tenga la edad para estudiar en la Universidad, tal vez esta ya ni exista.