Debo seguir en la distancia los últimos pasos –que muchos consideran definitivos, tanto para el éxito como para el fracaso– del proceso de independencia de Catalunya. Me alegro de que, por el caos administrativo, me libré de participar en la votación proyectada para el 1 de octubre, de cuya ejecución he estado dudando.
Mientras nos preparábamos para resistir la furia del huracán Irma en Miami, observé con estupefacción las actividades del Govern catalán, de su Parlament, de la oposición… y la reacción de las instituciones en Madrid.
Cuando todo regrese a la normalidad, deberé cumplir con mis obligaciones lectivas (en Estados Unidos se comienzan las clases semanas antes que en Europa).
También deberé contestar la consuetudinaria petición de opiniones y análisis sobre el referéndum (o su ausencia) de Catalunya para los medios de comunicación. Reconozco que esta última labor es más ardua que cobijarse bajo protección ante la furia de la naturaleza. Más difícil es intentarlo para audiencias americanas (norte y sur) cuya ignorancia de ciertos hechos y detalles de la problemática europea es inmensa. Pero no sintamos satisfacción: las lagunas del conocimiento de Estados Unidos en España y Catalunya son comparativamente similares.
En fin, tanto para los que me pagan para la labor (los estudiantes) como para el público en general, la misión para explicar lo que está pasando en España no es fácil. Pero hay que intentarlo.
En primer lugar, el norteamericano promedio no entiende por qué no se les deja a los catalanes votar en un referéndum de autodeterminación. Es un simple derecho democrático, piensan. Olvidan que ese privilegio se intentó una sola vez en Estados Unidos y recordemos lo que Abraham Lincoln hizo con “celeridad, proporcionalidad y contundencia”, prediciendo lo que el presidente del gobierno español Mariano Rajoy promete.
Ese derecho tampoco existe en ninguno de los entes estatales del hemisferio occidental, con la excepción muy precisa en cuanto a procedimiento de Canadá.
Deberé también explicar para los inspirados en el centralismo muy del estilo del presidente Donald Trump y decenas de autoritarios en América Latina, que la peculiaridad de Catalunya no se debe a un capricho de los seguidores del evangelio del presidente Carles Puigdemont.
Es decir, los catalanes no hablamos catalán para irritar al resto de los españoles: es una de las señas de identidad innatas, a la que los independentistas se agarran para justificar todas las reivindicaciones.
Me costará bastante explicar el remedio que el opositor Partido Socialista Obrero Español (PSOE) pretende aplicar –el federalismo– sin decir cómo sería el invento para modificar el “café para todos”.
Deberé explicar que en el resto de España hay muy pocos ciudadanos capaces de aprender catalán y de admitir que ese federalismo, forzosamente de “geometría variable”, representaría una ventaja fiscal, social… y política para Catalunya. “Esos catalanes…”, será la apertura de protestas.
Deberé explicar que el diferendo entre Catalunya y España (o sus gobiernos actuales) no se reduce a una evolución histórica compleja desde la Edad Media, sino precisamente a la lamentable decisión del Tribunal Constitucional que en 2015 rechazó el nuevo Estatut de Autonomía que había sido aprobado por el gobierno y el Congreso de España, por el Parlament catalán y por los ciudadanos en un referéndum.
Todo porque el preámbulo mencionaba a Catalunya como “nación”. Horror. Me será imposible aclarar a mis alumnos y a la prensa el vergonzoso tratamiento de esa palabra por políticos, comentaristas, e incluso por académicos en España. La confusión –interesada o simple fruto de la ignorancia– con el concepto de “estado” es omnipresente.
Nada es fácil en un continente, y en el resto del mundo, cuando “estado” y “nación” –en compañía con “país”– son etiquetas que alegremente se intercambian en los nombres de numerosas organizaciones internacionales y entes de integración regional: Organización de Estados Americanos y Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe. Resuenan repetidamente expresiones en Madrid: el Estado de la Nación española. Presidentes dan discursos bautizados como “estado de la nación”.
No es fácil lidiar con el complejo concepto de “nación” mientras se reduce su nacimiento y evolución a una sola acepción que se centra en la identidad cultural –lingüística– inmanente, como es el caso catalán. Esta interpretación soslaya (¿partidariamente?) la original “nación” surgida de las revoluciones francesa y norteamericana.
[Por ejemplo, a la idea de la independencia estadounidense] centrada en la opción personal de adherirse a un proyecto esencialmente político (rechazar la soberanía imperial) o económico (no pagar impuestos por la importación de té), se contrapone la pretendida existencia eterna de una nación de tintes culturales.
Esta acepción no tendría mayores problemas de aceptación y respeto (aunque fuera tan “inventada” como la cívica), pero el problema es cuando la “nación cultural” se recubre de caparazón compuesto por hechos diferenciales étnicos, religiosos, raciales, ideológicos. Y en un escalón superior, reclamando una superioridad ante sus vecinos (la Alemania de Adolf Hitler).
Aunque no sea así en realidad, la percepción exterior produce su rechazo. Un denso análisis del caso catalán revelaría que se traspasó un límite, por lo menos de detección en las instituciones del Estado y los partidos que disfrutan de la mayoría en el Congreso.
Para usar expresiones digeribles para los norteamericanos: “Houston, tenemos un problema”. Se dice que en realidad el astronauta del Apolo 13, Jack Swigert, dijo “we had” (teníamos), pero la situación actual es un diagnóstico de un problema serio, grave y actual. Tenemos, ahora, un problema.
El autor es catedrático y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.