Nuestro encuentro comenzó con un apretón de manos en el revuelo de una plaza a media tarde. Viste una camisa azul, sombrero panamá y pantalón a cuadros. Es bajito, le rehúye al protocolo, le habla a uno como a un viejo conocido, o no tanto, pero casi. Del mismo modo se mueve en sus libros, sin ambages, al amparo de una demoledora sencillez. Con motivo de la primera Feria del Libro y las Artes de San Juan, el colombiano Héctor Abad Faciolince estuvo en el País. Su encomienda, aparte de perderse por ciertas calles, probar nuestra comida y responder a entrevistas, fue cerrar este evento que mantuvo a la Ciudad Vieja ocupada la segunda semana de febrero.
Nos apartamos del fuerte sol a un lugar más calmado, deja a un lado su sombrero. Fulminante, la entrevista arranca con la confesión de un suicidio. A los dieciséis años su amigo de adolescencia, Daniel Echevarría, “decidió intempestivamente pegarse un tiro en una oreja” cuando Héctor apenas tenía quince. Precisamente “a él, no a su memoria”, está dedicado Testamento involuntario, su último libro, curiosamente el primer poemario que publica.
Héctor habla sin mirar, o mirando con detenimiento los dibujos que hace en una libreta mientras responde. Son pequeños círculos y rayas. “Daniel era mi compañero en ese pecado de cometer poemas. Yo asocié ese suicidio, y lo sigo asociando, al hecho de escribir poemas. Alguien decía que el único riesgo profesional de los poetas es el suicidio, yo sigo pensando que eso es verdad”. Un poco abstraído, extiende una rayita más de la cuenta. “La poesía es un salto al vacío, pensé que al publicarlo, o me mataba, o me iba a morir. Puede pasar que me muera después de publicar este libro, tengo que tratar de correr a publicar otro para no irme a morir”, bromea y levanta la vista y una sonrisa.
Desde aquel golpe, la prosa fue una especie de guarida y es también el género, junto al periodismo, que le ha valido resonancia internacional. “Sin embargo, seguí escribiendo poemas más o menos al escondido, cuando nadie me veía, en este tipo de libretas, y ahora, ya con el pelo blanco, me sugirieron rescatar los poemas que tenía en mis libreticas y me puse a hacerlo”, dice en referencia a la estética del libro que asemeja una libreta Moleskine.
¿Por qué demoró tanto?, pregunto. “Uno cuando escribe prosa puede sentarse con mucha voluntad, sin ganas, pero con mucha voluntad y escribir una novela y poco a poco sacarla adelante, pero escribir poemas con voluntad no va, los poemas llegan sin que uno quiera”, responde y da un trago a un té frío que antes había comprado en un puesto. “Así como florece un naranjo y le sale una naranja, florece y nace un poema de vez en cuando. Por eso los poetas tienen fama de vagos, la voluntad no sirve para escribir poesía, la voluntad sí sirve para ir a la oficina”, añade.
Esa otra voluntad, no la de la poesía, al menos, la ha tenido por momentos prolongados. A pesar de ser “muy desordenado”, de haber estudiado las carreras de periodismo, medicina y filosofía –sin haberlas concluido–, este antioqueño ha publicado una docena de libros que van desde la novela hasta el cuento, desde el ensayo breve hasta la crónica de viaje, además de haber laborado como traductor, editor y columnista. El libro que le ha ganado lectores en todo el mundo, sin embargo, es El olvido que seremos. “Es un libro que fue muy duro para mí escribirlo y que me llena de regalos todos los días”, cuenta con voz calmada.
El poeta traza algunos dibujos durante la entrevista con Diálogo. Ricardo Alcaraz
El libro, situado entre la frontera del testimonio y la novela, traducido a infinidad de idiomas, reconstruye el vil asesinato de su padre a manos de sicarios: el médico y defensor de los derechos humanos Héctor Abad Gómez, así como la estrecha relación que ambos tuvieron. Desde el primer párrafo, el texto anuncia lo que vendrá después: Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. “Yo, que soy un ateo manso, pienso como si mi papá, de alguna manera, después de la muerte, yo que no creo en la vida del más allá, me mandara regalos uno tras otro, gracias a haber escrito este libro sobre él”, declara.
¿Eras consciente de que tus hijos tendrían noticias de su abuelo con este libro?, pregunto, mientras él aprieta la pluma, retoca un círculo diminuto. “Claro. Esa era mi primera intención, que mis hijos conocieran al abuelo que no habían conocido. A mi papá lo mataron cuando mi hija tenía un año y pocos meses. Uno de los últimos recuerdos que tengo de mi papá era enseñándole a caminar entre los dos. Ella iba con ese paso incierto que tienen los bebés hasta donde él estaba, y él me la devolvía con los bracitos al aire. Mi hija aprendió a caminar yendo y viniendo entre las manos de mi papá y las mías. Quería que ellos, sin haberlo tenido, pudieran recuperar a un abuelo que los hubiera querido muchísimo y que les hizo falta”, afirma.
El té se le acaba, de un bolso saca una botella con agua. Sobre la mesa está quieto el poemario. A tono con una pregunta, lo hojea y lee el epígrafe: “No tengo ambición ni deseos. Ser poeta no es una ambición mía. Es mi manera de estar solo”. Los versos le pertenecen a Alberto Caeiro, acaso el más solitario de los heterónimos de Pessoa. Los versos son muy contrarios a las multitudes de Whitman, ¿no?, pregunto. “Pessoa era una multitud de hombres. Alberto Caeiro es el que más me gusta de sus heterónimos, con el que más me identifico. No le interesa mucho la reflexión, sino lo espontáneo, lo que casi uno no sabe de dónde sale. Ese es el poeta que a mí más me interesa. No, yo no podría ser como Whitman o como Pessoa, ojalá uno pudiera ser todos los hombres, tengo una vidita mía y ya, y es de ella de la que logro sacar algo”, se ríe y encoge de hombros.
Lo cuestiono acerca de dos versos que cierran un poema, agarra el libro y vuelve a leer en voz alta: “Con ganas de una tumba o al menos una casa”. Tiene cincuenta y tres años, ¿no se cree demasiado viejo? “Uno a cualquier edad a veces puede tener ganas de estar muerto. A veces hay momentos de cansancio tan grandes, o incluso de gran belleza, en la tumba de Tolstoi, por ejemplo, a cuatrocientos kilómetros de Moscú, es de las más bonitas que conozco, tan bonita, que ahí mismo me dieron ganas de estar muerto”.
El dibujo parece estar completado y lo deja a un lado. Círculos y rayas, un pequeño laberinto. “Cuando escribí esos versos en que te fijas, tenía ganas de una tumba o al menos una casa, al menos mi propia casa. Volver a la casa es un poquito como morirse, ojalá me toque morirme en mi casa”, dice y aparta las manos de la mesa.
Al rato hace una comparación entre la luz de San Juan y la de Cartagena. Pregunta si hay librerías de viejo. “En Medellín tengo una con unos amigos”. ¿Paliduro? “No. Palinuro”, corrige. “Paliduro le decía mi primera esposa”, ríe y se despide con otro apretón de manos. Se va en busca de un regalo para su esposa, la de ahora, mientras se ajusta el sombrero y camina hasta perderse por una calle.
El autor es periodista y escritor.