En los centros urbanos se incrementa cada vez con más frecuencia la aparición sorpresiva de obras anónimas que consisten de una intervención mínima en el espacio público. Estas obras ni parecen codiciar beneficio económico alguno, tan siquiera dan publicidad al artista quien las crea, solamente transfiguran nuestra percepción lógica de la ciudad que sucede en la calle. Los autores, en muchos casos múltiples, de estas obras usualmente anónimas, recogen de la idiosincrasia pública que está en constante redefinición del entorno que intervienen. De tal manera materializan en el imaginario colectivo de la comunidad las circunstancias propias de la ciudad que exploran.
Nos asevera Francesca Gavin, autora del libro Creatividad en la calle: nuevo arte underground que en la ultima década precedente al nuevo milenio ya empezaba a ocurrir una explosión de arte callejero gráfico en dos dimensiones. Explica ella que todas las ciudades del mundo parecían abarrotarse del grafiti con la misma omnipresencia del comercialismo. Imágenes hechas con plantillas, pegatinas, pasquines y carteles, empezaban a acaparar casi todos los muros de las ciudades con un aliento voraz influido por el objetivo de reclamar el dominio de los territorios identitarios urbanos. El espíritu rebelde y sedicioso del arte callejero, sin duda alguna, comenzaba a responder en contrapunto a la agresividad con que la publicidad comercial atacaba a sus consumidores.
Sin embargo, esta corriente artística insubordinada se popularizó con la rápida circulación en el internet, resultando una instantánea moda urbana difícil de superar. Demasiado deprisa se convirtió toda esta manía de masas en una corriente convencional, banal y trivializada por su conflictiva disposición a querer institucionalizarse. Las obras empezaron a sentirse vacías de contenido y sus destrezas anticuadas. Ya cualquiera podía hacer un grafiti cool, regocijarse de fama y sin pena mañana caducar el ímpetu de su producción creativa en el olvido. Los métodos y las técnicas de estas obras callejeras fueron rápidamente reabsorbidas por las marcas que las explotaban con maestría.
Foto por: Ricardo Alcaraz
Entonces, muchos de estos artistas que creaban arte bidimensional en las calles, quisieron seguir la alternativa de explorar otras disciplinas, insatisfechos con la frivolidad que cultivaba la nueva escena del grafiti para las masas. Muchos artistas alrededor del mundo comprendían que estas obras en aerosol ya ni alcanzaban a perturbar la actual experiencia urbana fuera de lo acostumbrado, posiblemente porque la sociedad globalizada había logrado asimilar su canon dentro de las categorías que definen la normalidad. Estos “murales” ni siquiera conseguían derivar la atención de la gente hacia las situaciones y habilidades consideradas extraordinarias, de acuerdo a Gavin.
Hoy todo apunta a que en los grandes centros urbanos estamos viviendo una nueva oleada de artistas, muchas veces anónimos, que reinventan el status quo del arte callejero. Con alternativas técnicas de intervención pretenden revolucionar el panorama purista y conformista del grafiti que ya se comienza a entender como una expresión tradicional. Sin embargo, debemos reconocer que muchos de estos innovadores provienen de la propia escuela callejera del grafiti, mientras otros, incluso, tienen sus formaciones académicas en las Bellas Artes; no obstante, algo que sí comparten y es esa sed por experimentar con el espacio público más allá de las experiencias habituales. La mayoría de los artistas implicados en el ámbito de esta nueva expresión callejera también exponen sus obras en galerías y museos, aunque por otro lado estén creando piezas ilícitas en la calle. Muchas de estas obras subversivas se auto-gestionan, nunca se firman, ni tampoco reclaman su propiedad con autoría.
Lo que hace auténtico el nuevo género de estos trabajos callejeros es la capacidad de entrelazar conocimientos académicos derivados de la disciplina artística con la crudeza sincera que caracteriza el espíritu del aliento clandestino. Esta tendencia urbana se nutre del espacio compartido para definir las pautas de un territorio que proporciona estrategias guerrillas de ejecución, al mismo tiempo que se centra en la importancia de establecer una democracia del arte. Estos artistas no solo huyen del frustrante anhelo por la notoriedad y la mercantilización del producto artístico, sino también superan el canon rígido que caracteriza el purismo conservador del grafiti tradicional.
Foto por: Ricardo Alcaraz
Si la nueva vertiente del arte callejero se siente sumamente fresca, débase en parte a que ha necesitado nutrirse con la ingeniosidad de los remedios que responden ante los nuevos retos que enfrenta el mundo actual. Circunstancias de crisis económica, control civil y vigorosa vigilancia han logrado inspirar en los artistas de la actualidad la innovación de técnicas, tácticas, herramientas y recursos materiales con los cuales pueden ejecutar sus expresiones deliberadamente sin pedir permisos ni asumir las consecuencias legales que implicarían en el acto. La mayoría de estas nuevas obras son esculturales, efímeras, livianas, interactivas, colectivas, tridimensionales, anónimas, auto-gestionadas y libres de cualquier imperativo comercial.
A estos artistas los pudiéramos considerar escultores del mobiliario urbano, pues con gran maestría han perfeccionado las estrategias para apropiarse de los elementos utilitarios en la arquitectura pública, manipulando el entorno urbano con una mínima intervención que hacen de las ideas colectivas un fenómeno democrático y evidente para cualquier tipo de persona. A estos artistas los pudiéramos considerar escultores del mobiliario urbano, pues con gran maestría han perfeccionado las estrategias para apropiarse de los elementos utilitarios en la arquitectura pública, manipulando el entorno urbano con una mínima intervención que hace de las ideas colectivas un fenómeno democrático y evidente para cualquier tipo de persona.
A veces estos creadores callejeros se limitan a reordenar los recursos encontrados en el propio emplazamiento que intervienen, en otros casos le añaden al paisaje urbano elementos que se acomodan temporeramente sin desfigurar o destrozar la propiedad privada del estado. En algunos casos, sus intervenciones aportan gratuitamente con un servicio social que es de beneficio para la propia ciudad, de tal manera que la idea del vandalismo resulta una definición totalmente borrosa y difícil de imputar. El misterio de la operación se convierte en el propio capital simbólico del acto: consigo construye el relato y el mito de la obra alrededor de un enigma que protege al responsable del delito perpetrado.
Foto por: Ricardo Alcaraz
Además, el mundo, tal como lo conocemos hoy, ha quedado sobresaturado de imágenes desechables y acumulativas. Las ciudades se asemejan cada vez más a un gran vertedero de información visual que culminará eventualmente en su propio consumismo. El entorno urbano parece ahogarse con la acumulación de tantos artefactos eternos que se fabricaron sin las medidas de sus desapariciones, ni siquiera cuándo caducaría su vigencia. Muchos son los objetos artificiales que han sido sembrados en la ciudad con la garantía de lo permanente, aunque destinen a la basura de lo obsoleto y pasado de moda al día siguiente.
Sin embargo, esta tendencia de la producción callejera no da indicios de crear menos, sino de reciclar más. Es cada vez más recurrente que los artistas opten mejor por la apropiación de los objetos cotidianos, muchas veces prefabricados industrialmente, para desfigurar temporeramente el propósito que asumen con la utilidad. Esta contracultura callejera de la apropiación democrática ha conseguido en el entendimiento popular de las masas, la posibilidad de aprovechar los recursos desechables de la ciudad como palimpsestos de manifestación colectiva.
La práctica de la deriva que pregonaron los situacionistas precede a las técnicas de atravesamiento con que estos artistas urbanos traspasan por los diversos ámbitos de la ciudad. Como si pusieran en práctica el concepto del détournement. Las obras que se viven, son experiencias efímeras, reacias a cualquier fijación, incluso a veces inmateriales, e intentan construirse como situaciones de una experiencia que contempla la fugacidad del tiempo en nuestra relación con el mundo.
Foto por: Ricardo Alcaraz
La gran parte de estas obras parecen dar respuesta a la idea del espectáculo planteado por Guy Debord en el 1967 con su libro La sociedad del espectáculo: “El urbanismo es esta toma de posesión del medio ambiente natural y humano por el capitalismo que, desarrollándose lógicamente como dominación absoluta, puede y debe ahora rehacer la totalidad del espacio como su propio decorado”. Esta sociedad del espectáculo no le permite libertad a las masas, salvo en la actividad, puesto que todo está prohibido. Si el espectáculo reprime el ímpetu de la intervención con el comportamiento pasivo y subyugado del consumista, en cambio, la expresión creativa y activista pretende destruirla actuando de manera consciente.
Para todos nosotros la ciudad es un campo de batalla donde los destinatarios del espacio público luchan por seguridad, derecho, comodidad y libertad de expresión. La armonía de este caos se establece mediante la tolerancia y el respeto de compartir las necesidades comunes considerando los derechos y las libertades en su relación con el bien estar de otros. Las obras efímeras en el espacio público habitan este fenómeno sociocultural de interrelaciones cambiantes y negociables con el mundo para exaltar su naturaleza evolutiva.
Nuestra preocupación con el arte de la intervención en el espacio público nunca pretende despertar a las masas de la hipnosis publicitaria con que se han automatizado pasivamente, pues pecaríamos de un objetivo demasiado pretencioso. Mejor centramos nuestro interés en mantenernos alertas nosotros mismos como protagonistas de la creación, así obligándonos a estar pendientes al portento extraordinario que significa estar activo, dentro de la realidad urbana que diariamente provoca nuestras respuestas en la calle.
El autor es integrante del proyecto Vientre Compartido.