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Todos los días le apestaban a Juanluís Ramos. Algunos le apestaban a miseria, otros a impotencia, algunos brotaban una leve fragancia insoportable de felicidad, y otros, los más, apestaban a tristeza. Sin embargo, la peste de ese día era más fuerte y más desconsoladora que las demás pestes que ya había experimentado. Apestaba a mierda. Apestaba a la mierda más mierdosa y más asquerosa que nariz alguna jamás hubiera olido. La peste era desesperante, era asquerosa, era vulgar, era insoportable y era suya. Muy suya. Las pestes de Juanluís eran pestes de él. Solo él las experimentaba. En más de una ocasión preguntó a sus amigos que a qué les olía el día: a flores, a limón, a viento en la cara a bebé llorando huele como si yo ya no estuviera aquí y al escuchar ésto, las pestes de Juanluís se intensificaban. Eran sus pestes y tenía que bregar con ellas. Pero a veces las pestes eran tan fuertes que no podía ni moverse. No quiero decir que las pestes fueran más que él, porque nunca lo fueron, al menos nunca lo fueron hasta la mierda, sino, lo que quiero decir es que a veces le era muy difícil taparse la nariz. Y cuando lo lograba, la peste le entraba por los ojos, por las orejas o por la boca. Era imposible escapar de la peste, mas no lo era luchar contra ella. Juanluís muy bien podía dormirse, podía drogarse o simplemente, aunque se le hacía bien difícil, no pensar en ella. Pero claro, llegó la mierda y ahí sí que no podía dejar de pensarla. Comenzó a caminar más lento de lo que ya caminaba, se volvió aún más callado de lo que ya era, su barba creció más rápido de lo que ya crecía y las moscas comenzaron a perseguirlo. Como todas las cosas, con el tiempo, uno se olvida de que están ahí, y así le pasó a Juanluís y a su mierda. La peste se hizo tan de él que se le tapó la nariz. El autor es escritor. Para acceder este texto visite: http://juanluisramos.blogspot.com/