Para Jaime y Lizeth
I
–Un café. Negro, por favor.
–¿Un tinto?
–Será.
No es que acostumbre a desayunar con vino. No es, ni siquiera, que acostumbre a desayunar. Es que estoy en Bogotá. Y a mi derecha un hombre se acerca con un café, negrísimo, que promete revivir al tipo dormido que cargo dentro. Afuera alumbra un sol tibio; de un amarillo blando. Casi gris. Respiro con celeridad de fumador a tiempo parcial. Caminar las callecitas empinadas de La Candelaria –lugar hermoso de casas bajas, antiquísimas, y balcones diminutos– asfixia de golpe.
Bogotá es la tercera capital más alta de esta parte del continente. A la tarde una amiga me corregirá y abrirá una sonrisa: “No es que estemos a dos mil y tantos metros sobre el nivel del mar. Es que estamos dos mil y tantos metros más cerca de las estrellas”.
II
“Prepárate para la lluvia”, me advirtieron. Camino con las manos en los bolsillos. Llueve y el viento sopla en El 7 de Agosto. Ningún taxi se detiene. Tampoco hay cornisas, algún techo donde guarecerse. Cerca, hileras de negocios dedicados a la venta de artículos en cuero. Un rato antes, el hombre que nos atendió en una fonda bromeó mientras extendía el brazo: “Adelante. Siéntese ahí: ventana con vista al mar”.
El mar, al otro lado, era la lluvia.
Ha dejado de llover y algo, que aún no es el sol, se asoma por entre la masa de nubes.
El 7 de agosto de 1819 se libró La Batalla de Boyacá. Desde Venezuela, Simón Bolívar tuvo mucho que ver en la Campaña Libertadora de Nueva Granada. Hoy es una tarde a fines de febrero. Han transcurrido 196 años desde aquella fecha y lo importante ahora es esquivar los charcos que nacen como hongos en el camino. En Bogotá hay que estar preparado para saltar baches: un ejercicio digno de cualquier animal anfibio. Aunque era obvio, eso no me lo advirtieron.
Paso cerca del diario “El Espectador”. También Gabriel García Márquez transitó estas calles hace ya mucho tiempo en su oficio de periodista. Ciertos rincones en la ciudad poseen una densidad extrañísima, indecible. Y este es uno. Muy cerca, entro a El Viejo Almacén, un lugar de tangos. Discos apilados detrás de la barra. Sillas pequeñitas. Poca luz. En la penumbra, pareciera que todo es de color ámbar. Un borracho manotea el aire mientras destroza un tango en un idioma raro, demasiado íntimo o etílico. “Bogotá está enferma”, dijo mi amiga más temprano. Salgo a fumar. Escucho un reguetón y un merengue que llegan desde negocios vecinos. Una mezcla que me hace sentir en casa. Alguien me pide fuego. Bogotá es menos mágica que real, quisiera decirle a mi amiga. Tanta realidad, añadiría, es siempre un regalo.
III
Rumbo a Soacha a las afueras de la capital, departamento de Cundinamarca. Busco, acompañado, garullas y masato. Tomamos varios buses. También el TransMilenio. Las garullas tienen historia, como Soacha. En su mayoría, este municipio lo habita la clase trabajadora. Llama la atención, al llegar, cómo cientos de casas le han ganado un lugar a la montaña en plan Mahoma. Soacha es víctima del rezago y la marginalidad a la que ha estado sometida por un sector amplio de Bogotá.
Las garullas se ofrecen a través de la vitrina con su color dorado pálido. Tienen el mismo aspecto del sol que dejé días atrás. Un puñado de puestos a un costado de una plaza conforma –según cuenta la dueña de La Negra Inés– el único lugar donde se consiguen. Ahora mira hacia el otro lado de la vereda con sus ojos clarísimos y explica con cierta satisfacción que las garullas fueron declaradas patrimonio de Soacha.
La mujer, pelo corto y piel arrugada salpicada de pecas, ofrece la receta como un tesoro que elige compartir. Ya no recuerda cuándo empezó a hacer esta especie de pan de maíz, seco, aunque suave al paladar, no así al gaznate. Hay que empujarlo con masato: un fermento blanco y espeso hecho de arroz. La mujer recuerda, en cambio, que fue su madre quien le enseñó. Recuerda, por ejemplo, cómo la paseaba de niña junto a sus cuatro hermanos vendiendo aquello que representa, en el fondo, la síntesis más cabal de sus días.
En esta misma plaza, el 18 de agosto de 1989, asesinaron en un mitin político al líder liberal Luis Carlos Galán Sarmiento por orden del narco Pablo Escobar. Galán, quien se perfilaba como presidente, murió a las pocas horas en un hospital ubicado al sur de Bogotá. Fueron años difíciles, durísimos. Y quedan a la intemperie, urdidos apenas, los hilos sueltos de un costurón que busca su condición de cicatriz. Ahora la mujer nos despide. A la distancia sus ojos clarísimos se cierran y forman dos rayitas que ya no logro distinguir más.
IV
3,152 metros más cerca de las estrellas. La ciudad no es la ciudad y sí un paisaje incontenible. Bogotá es inmensa desde acá. Subí al cerro Monserrate en un teleférico lleno de turistas que insisten en mirar el mundo a través de la cámara de sus celulares. Guarda cierta ternura la escena porque acaso es el modo que tienen para hacerse creer que de aquí se llevarán algo. Vaya uno a saber. Cerca, el sol refulge y eso, me advirtieron, es buena señal. Desde semejante altura hay que inventarse una visera con la mano para poder observar con detenimiento el hormiguero que parece ser este trozo de Colombia.
A la catedral, inmensa en lo alto, se acercan curiosos o feligreses con gesto hermético. Después de un par de horas decido bajar. En la calle Egipto una legión de niños en uniforme escolar juguetea mientras espera la guagua. Es la hora de mirar librerías. En la del Fondo de Cultura Económica aparece García Márquez. Su figura, inconmensurable, se ha tragado injustamente, para muchos en el exterior, el trabajo prolífico de otros pesos pesados. Algo habrá en el agua, el ajiaco, la bandeja paisa, las brevas, los tamales o las arepas para que la literatura colombiana sea tan rica y vasta. La lista–arbitraria, como todas las listas– pudiera ser eterna:
José Asunción Silva; Rafael Pombo; Héctor Rojas Herazo; Álvaro Mutis; Fernando Vallejo; Darío Jaramillo Agudelo. Están los que resuenan porque gravitan los grandes conglomerados editoriales. Es el caso de Santiago Gamboa; Laura Restrepo; Jorge Franco; Héctor Abad Faciolince; Piedad Bonett; Mario Mendoza; William Ospina; Juan Gabriel Vázquez, entre otros. Existen, sin embargo, varios autores que vale la pena destacar, más allá de Andrés Caicedo: Rafael Chaparro Madiedo; José Antonio Osorio Lizarazo; José Félix Fuenmayor; Luis Fayad; Antonio Caballero; Evelio Rosero y Raúl Gómez Jattin. Recientemente, sobresale el trabajo de Margarita García Robayo; Alberto Salcedo Ramos; Carlos Franco; Antonio Ungar; Carolina Sanín y Andrés Felipe Solano. Llama especialmente la atención un autor: Tomás González. De a poco este antioqueño va ganando los lectores que merece. La belleza de los títulos que elige da pistas sobre lo que habría que esperar de su obra: “Primero estaba el mar”; “Manglares”; “La luz difícil” o “El lejano amor de los extraños”.
Lo más sano es huir de la librería para evitar salir quebrado. Bogotá roza los ocho millones de habitantes. Y sin embargo a ciertas horas de la tarde, en algunos recovecos, semeja un desierto. Ahora desde un auto, a lo lejos, suena una salsa caleña. Un par de obreros de la construcción, ataviados con trajes anaranjados, se camuflan y toman siesta en una callecita color terracota de La Candelaria. Un grafiti anuncia: “El sur es harcoar”. Es raro. Son distintos estos balcones. No hay plantas. Algún celaje. Llevo días andando estas calles, y al momento, nadie se ha asomado al balcón.
V
Ahí están las palomas. Son muchísimas y rodean, como en todas las plazas del mundo, a todo el que les lance de comer. Qué insistencia extraña esa de las palomas. Pudiendo surcar el aire, eligen caminar. En la Plaza de Bolívar, inmensa y gris, rebota el sol del mediodía. Su importancia y dimensiones le hacen honor a quien la nombra. A un lado de la plaza pasa la Carrera Séptima. Es larguísima, como la historia a sus espaldas.
“Esa calle es un continente”, me adelantó Ana Teresa, una amiga. Y quizá tenga razón. La diversidad de rostros, fisonomías, clases sociales, relatos, procedencias, los carritos de frutas y artesanías mezclados, los militares en cualquier esquina, los ciclistas, las corbatas, el carro fúnebre que pasa allá a lo lejos, la indigencia y la opulencia encontradas, en fin; la vida que pasa, apuntan a esa línea.
¿Qué cosa es una semana? Muy poco. O muchísimo. El inventario de barrios, y sectores vistos, descubiertos con la luz del primer asombro, pica y se extiende. Sin embargo, la memoria es débil. Y apenas queda un puñado de nombres en pie que es preciso transcribir: La Perseverancia, Chapinero, La Soledad, Usaquén, Ave. Jiménez, Quinta de Bolívar, Palermo, El 7 de Agosto, Santa Fe, La Macarena. Poco dicen estos nombres si uno no regresa a ciertos afectos para imprimirles algo. La ciudad que insiste en el recuerdo, al final, es de carne y hueso.
Jaime usa gorra y mide lo que un niño. Nació, creció en Medellín, pero hace poco decidió venir a Bogotá. Empezó muy chico, desde siempre, a mirar con fruición el paso de los transeúntes. Le faltan un par de dientes. Le bastan un taburete en el suelo, varios trapos y una chapa de betún negro, como el hueco amable de su sonrisa.
“A mí que me dejen en la calle, señor. Lustrando mis zapaticos”. A la escuela nunca le cogió el gusto. Prefiere lo errante, dice. Y la sorpresa cotidiana. “A veces me pesa la soledad, cómo no”. Sobre todo al ver parejas, familias enteras, padres con sus hijos: el amor al otro lado. Jaime habla y mira hacia el asfalto de la Carrera Séptima. No mira nada, realmente. Y vuelve al zapato que calza en su mano diestra como a una marioneta. Le gustan los tangos. Y canta hacia el asfalto:
“Tu destino de tangos
Tu final de gorrión.
Soportando la dura
Realidad del cemento.
Que no llora, no ríe
Que no pide perdón”.
“Me gusta, me gusta lo que hago”. Jaime vuelve en sí y habla sobre los vallenatos de Diomedes Díaz, sobre su familia y clientes. Le da forma a la alegría que le produce el canto. Ahora frunce el ceño. Raspa un fósforo contra el cemento y acerca la llama al zapato, a un hilo minúsculo, casi invisible, que acaso sólo él es capaz de adivinar. “¿Vio?”, pregunta. Jaime sonríe por penúltima vez: “La vida es tan bella, que es una sola”.