El cabello color hueso, sonrisa igual. Estela de Carlotto (Buenos Aires, 1930) inventa con ambas manos una reverencia al público que la recibe de pie. Es un gesto breve y poderoso. En la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana el silencio es rotundo. Hasta que Estela, el hilo de su voz, llena el cántaro. La presidenta de Las Abuelas de Plaza de Mayo tiene ochenta y cinco años y la capacidad de asombro de una niña de seis. A Puerto Rico llegó invitada para, entre otras cosas, darle continuidad a cuatro décadas en defensa de los derechos humanos.“Soy una mujer común’’, se presenta. Una mujer común que transformó la historia mayúscula en tono minúsculo, habría que añadir.
Un día las cosas cambiaron. “Entonces vinieron los miedos”, dice con serenidad. Y agrega: “Recuerdo la sonrisa de mis hijas, me decían: ‘Mamá, no hay que remendar la historia, hay que cambiarla de raíz’”. Estela –madre, directora de escuela, aferrada a la tranquilidad de los domingos en familia– simuló una vida corriente mientras su esposo, Guido Carlotto, permanecía secuestrado y era torturado por la dictadura argentina. Corría el 1 de agosto de 1977 cuando dejó de verlo. “Ahí aprendí a buscar a un desaparecido”. Durante el día, en el trabajo, fingía una naturalidad forzada. El silencio como salvamento. En las tardes y noches le tocaba buscar. Sin saber dónde, sin saber cómo, buscaba. Tocó puertas en la Iglesia. “El arzobispo entregaba gentes’’, recuerda.
Hasta que al final lo encontró, veinticinco días después: un guiñapo. Guido contó el horror al que fue sometido y Estela creyó que se trataba de una ficción demasiado real. “Habló ocho horas sin parar y pensábamos que se había vuelto loco. No se había vuelto loco. Estaba contando una verdad”, narra De Carlotto, con la misma parsimonia de un principio. Las cosas empeoraron. En un café, Estela le advirtió a Laura, una de sus hijas, lo que llevaba en la garganta hace mucho. “Laurita, te tenés que ir del país”. Laura, firme, clara, respondió: “Miles vamos a morir, mamá. Y nuestra muerte no va a ser en vano”.
A finales de noviembre de 1977, Laura, estudiante de Historia en la Universidad de La Plata, fue secuestrada mientras esperaba un hijo. Pasaron meses para que a Estela le entregaran el cuerpo sin vida de su hija. “¿Y el bebito?”, preguntó Estela a los militares aquella vez, hecha trizas, con una fuerza venida de otra parte. “Su muerte nos comprometió más. Para seguir luchando […] Nos habían hecho lo peor, lo contrario a la naturaleza: enterrar una hija”.
Desde entonces, Estela de Carlotto, la mujer común que transformó la historia mayúscula en tono minúsculo, emprendió otra búsqueda que duró treinta y seis años. Y que continúa como desde el primer día. En agosto de 2014 –siempre agosto–, Estela se anudó en un abrazo con Guido, su nieto robado. Un milagro que le dio la vuelta al mundo, como antes el poeta Juan Gelman halló a su nieta Macarena. Guido hoy es un músico, amante de la pasta frolla (tarta dulce de membrillo). Un hombre, común, no “un bebé algo envejecido”, como advierte con razón la periodista argentina Leila Guerriero en relación a la liviandad con que ciertos medios retrataron el encuentro.
Habría que imaginar a Estela. Imaginar su desgarro transformado por el recuerdo plural de la sonrisa de sus hijos: cambiar la historia de raíz. “Militaban con alegría”, rememora Estela. De aquella esperanza obstinada nació, en parte, la Asociación Civil de Abuelas Plaza de Mayo, cuyo objetivo es restituir a sus familias los bebés secuestrados durante la dictadura. Al momento han recuperado 116. Y faltan muchísimos más, alrededor de 400. “Encontrar 116 nietos es encontrar la vida’’, suelta Estela. Su nieto fue el 114. “Nos estamos conociendo […] Le tengo guardados abrazos de todos los años buscados’’, ríe.
Si algún adjetivo pudiera contener a Estela –lo cual es iluso, imposible–, ese sería bonhomía, cuyo origen francés refiere a la afabilidad, bondad, sencillez y honradez que es capaz de irradiar esta mujer que se aferra, con fuerza, a un bastón. “Esta vida que ustedes jerarquizan tanto, es la vida de las mujeres del mundo’’, remata. Y continúa hablando del empeño con que sigue compartiendo su historia amparada del lado de la justicia y la libertad. “Por eso cómo no voy a acompañar y estar con ustedes para que (Oscar) López vuelva. Con el regreso de él, se van a multiplicar los López en este país’’.
Volvamos a la Estela, ahí, en medio de la Plaza de Mayo. Día tras día. Año tras año. Sol tras sol. “Nos llamaron locas: ‘dejenlás’, decían. Pobres, son mujeres. Yo digo: ‘¿Habrán tenido madre?’. Cómo se equivocaron. Cómo seguimos todavía gastando las baldosas. Por eso andamos con bastón; de tanto gastar baldosas. Nunca nos arrodillamos”, dice Estela. Y el hilo de su voz arrecia y se hace más fuerte. “Ojalá puedan visitarnos a la Argentina”, añade Estela con optimismo. “Siempre estamos para festejar. Porque estamos vivas. Porque pudimos hacer cosas. Porque nos vamos a ir de este mundo dejando algo”.