Esta crónica es parte de una serie producto del viaje a Cuba realizado por estudiantes del curso de Cine Latinoamericano de la Escuela de Comunicación del Recinto de Río Piedras, de la Universidad de Puerto Rico.
“Ladies and gentlemen, welcome to Cuba”.
Sentí mis vellos erizarse tan pronto escuché estas palabras escapar del intercom del avión. El sentimiento vino acompañado de una ola de aplausos que contagió a todos los pasajeros del vuelo Q7305, desde varios segundos antes que las ruedas tocaran la pista de aterrizaje.
Ancianos, adultos, jóvenes y niños acompañaron el coro de gritos de júbilo que significó tocar la tierra que muchos no visitaban hace años y otros se aventuraban por primera vez. Flores, paquetes y regalos formaron parte del comité de recibimiento de la masa de gente que esperaba al otro lado de la puerta y que atiborraba todo el perímetro de la entrada del terminal.
Al recoger el equipaje de mano sobre mi asiento, mi naturaleza escurridiza de periodista no pudo evitar agudizar mi oído cuando escuché a dos azafatas comentar, “si Cuba quiere abrir relaciones con Estados Unidos, tiene que mejorar su infraestructura”, a lo que la otra respondió “yo no sé cómo ellos piensan recibir tantas personas si aquí no caben”.
Decidí seguir caminando. Me invadió el presentimiento que iba a seguir escuchando comentarios de la misma índole en el transcurso de los diez días de mi estadía.
Ya montados en la guagua (se dice de la misma forma en Cuba), los cuarenta estudiantes que nos dimos en el viaje, con propósitos de pulir nuestros conocimientos en el cine latinoamericano y las comunicaciones en el país caribeño, alistamos las cámaras y comenzamos el trayecto rumbo a la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, entidad que vería mucho de nosotros en los cinco días subsiguientes.
Con solo tres horas de sueño, pero un corazón energizado, conocimos a nuestra nueva familia cubana, quien nos recibió con café, arroz moro (conocido comúnmente como congrí) y pollo asado. Sonrisas, abrazos y alguno que otro chiste simpático nacional no faltó en el recibimiento de “los Boris” como cariñosamente nos bautizaron.
El almuerzo revitalizó a la banda de zombis que llegaron a Cuba medios sonámbulos, y garantizó unas cuantas horas más de la picardía característica de quien vive en el trópico.
Nos despedimos de la familia y nos dirigimos al sector de La Habana Vieja, para recorrer un poco del casco antiguo de la ciudad antes de encuevarnos en nuestras respectivas habitaciones.
En Cuba anochece tarde. El sol comienza a esconderse a las siete de la noche, para que a las siete y media ya no quede rastro alguno de su presencia. Gracias a este fenómeno ajeno a nosotros, logramos recorrer gran parte del sector y su icónico Malecón, que protege la ciudad de las corrientes del Golfo de México y que a veces se desborda sobre el muro, inevitablemente inundando las calles.
Recorrimos la Plaza de la Catedral junto a su imponente Catedral de San Cristóbal; la Plaza Vieja; la Plaza San Francisco; la Plaza de Armas, fácilmente cinco veces el tamaño de la ubicada en el Viejo San Juan; el Templete, fortificación aneja a la última plaza mencionada.
Y por supuesto, echamos un vistazo en la Bodeguita del Medio, la cuna del mojito, barra internacionalmente reconocida por ser sede de las noches de embriaguez de Ernest Hemingway y quien la menciona en su literatura. Nos restringimos de probar la invención, más que por tiempo, por cansancio. Entendimos que habría más oportunidades para degustar el ron cubano, y efectivamente tuvimos razón.
Regresamos a las guaguas acompañados de los boleros y son que entonaban los tríos, anunciando el comienzo de la vida nocturna en la zona turística de La Habana. Con güiro, flauta y guitarra en manos, los integrantes nos saludaban coquetamente con una gesticulación de la cabeza, una sonrisa o una guiñada.
Los demás días de mi estadía transcurrieron lentos, divertidos y eternos. Le dedicábamos ocho horas diarias a los talleres, conferencias y discusiones sobre la cinematografía. En los últimos tres días, donde visitamos la Universidad de La Habana, hablamos sobre el periodismo y la publicidad en Cuba. Las horas restantes se las dedicábamos al ocio inherente de la ciudad y a los paseos citadinos con una cámara colgando del cuello.
El espíritu de exploración, cuando se comparte una experiencia de vida tan rica con tantas otras personas, resulta inevitable, por lo que observamos, escuchamos, degustamos e indagamos sobre la curiosa naturaleza de nuestro entorno.
Recorrimos la misma ciudad donde las consignas socialistas decoran las paredes, los niños juegan fútbol en la brea, los jóvenes siempre buscan una razón para festejar con Bucaneros (la cerveza local) y los ancianos conversan, ríen y fuman a granel; donde los carros carecen de retrovisores y cinturones de seguridad, y donde se evidencia el choque cronológico de un país que aún trata de armonizar el pasado, el presente y el porvenir.
La Habana es mucho más que “el Puerto Rico de los sesenta”, donde imperan los carros antiguos e irguen los edificios raídos por el tiempo. También es mucho más que las historias con las que crecieron nuestros padres, de la Guerra Fría y el embargo. Es el punto donde convergen las personas y su inagotable espíritu de lucha y esperanza. Es el cruce de la música y el candor de la gente que baila al compás de una historia que ha recibido una buena dosis de hostilidad internacional.
Es, para mí, el país donde los abrazos son más cálidos, las sonrisas son más grandes, los libros son más gruesos, los piropos son más pronunciados, y la vida es un poco más alegre.