Un cielo azul, una bandera con una estrella, un fortín que protege la bahía, edificios agrietados, llenos de una capa gruesa de polvo que los tiñe de gris, autos mecanizados por el ingenio y por la necesidad y el sudor de un trabajador que intenta levantar la patria es la fotografía de una ciudad que detuvo el reloj para poder llegar a tiempo.
“La revolución dignificó al hombre”, dijo Pedro, un señor mayor. Él es habanero y un trabajador abnegado. Con voz firme, pero dulce, proclamó ante mí el triunfo de José Martí. Luego de 56 años del triunfo de la revolución, Cuba es un país pobre. Él, es libre. Él, es feliz.
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A plena luz del día, el sudor baja por sus cuerpos. Los trabajadores restauran el pasado y con sus manos forjan el presente. (Deborah Rodríguez / Diálogo)
Después de una armoniosa plática, nos despedimos. Avancé por las calles del Vedado con unas amigas. Íbamos por “entre la calle M y la O”, muy cerca del Hotel Nacional. De pronto, una señora se nos acercó.
-“¿Ustedes no son cubanas?”, nos preguntó la mujer trigueña, con una estrecha cintura y el rostro un poco maltratado.
-“No, somos de Puerto Rico”, contesté.
-“¿De Puerto Rico? Dicen que Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”, replicó la mujer, quien prefirió ser llamada Xiomara.
Inmediatamente sonreí al recordar los versos de la insigne poeta puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió: “Cuba y Puerto Rico son, de un pájaro las dos alas, reciben flores o balas, sobre el mismo corazón”.
Xiomara se gana la vida como doctora en el Hospital General. “En un mes siendo yo profesional gano 20 CUC.” comentó. En dólares gana $17.40. Ella es santera. Tiene un hijo y dos nietos. Vive ahorrando para comprar un celular. Según dijo, el 14 de abril llegaría a Puerto Rico para dar unas conferencias sobre la diabetes. Preguntó si en la Isla podía conseguir uno baratísimo.
Ella nos dio un recorrido por el área y nos recomendó varios lugares para comer “ropa vieja”, una carne deshilachada y guisada con pimientos y cebollas. También nos recomendó que fuéramos a “las cooperativas” donde el día 28 de cada mes podíamos conseguir habanos y café. “En la unión está la fuerza. Pagan entre todas y les sale baratísimo”, nos aconsejó.
Luego, nos acompañó a un lugar donde podríamos conectarnos a Internet y hacer llamadas a Puerto Rico. Por más de una hora esperamos en las afueras de la compañía y solo dos de mis compañeras pudieron entrar.
Los cubanos que iban después de mí estaban impacientados. La gerente de la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba anunció que no atendería a nadie más. Su empresa, mejor conocida como la ETECSA, es la única compañía que presta ese servicio. Tendrían que esperar hasta el día siguiente. “Por eso es que este país no progresa”, dijo una mujer muy alterada. Xiomara desapareció.
La conexión a la red en Cuba es una prueba para desarrollar paciencia y perseverancia. La velocidad es lenta y el acceso es limitado. Cerca de dos millones de habitantes que en su mayoría son de La Habana, la capital de Cuba, pueden conectarse a la red.
Muchas personas, que están “conectadas en todo momento”, argumentan que las limitaciones en el acceso a la Internet en Cuba son producto de la censura gubernamental, que durante muchos años ha impedido a la isla comunicarse cibernéticamente con el exterior. Otros hablan sobre la existencia de tres de las líneas de Internet que pasan por Cuba con las cuales la isla no ha podido enlazarse por diferencias con los Estados Unidos. Ambas razones afectan su progreso económico.

No hacen falta grandes artefactos. Solo hay que dejar volar la imaginación. (Deborah Rodríguez / Diálogo)
A pesar de que en Cuba la Internet es muy limitada hay una infinita conexión humana. La gente se reúne en la Plaza Vieja, en el Malecón, en el teatro Yara, en la Fábrica de Arte Cubano, o en cualquier callejón donde puedan hacer un poco de ruido y encender la rumba. Se miran a los ojos, se saludan, comparten lo poco que tienen, dejan volar las ideas, crean historias, ríen, lloran, trabajan y luchan.
Unos días después de conocer a Xiomara transitaba por las calles de Centro Habana. Iba acompañada por una amiga. De pronto sentí que un hombre alto, delgado, de ojos saltones y una sonrisa ancha junto a una mujer de estatura promedio, pelo grifo y labios carnosos, nos hablaba.
Ambos eran de piel oscura. Entre ellos se turnaban para cargar a un niño de aproximadamente un año y medio que sin duda era el resultado de su unión. La mujer dijo ser bibliotecaria, pero primero que todo madre. El hombre es maestro de salsa y el principal proveedor de la familia.
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Orgullosos de su herencia africana esta familia compartió la historia del Callejón de Hamel. (Deborah Rodríguez / Diálogo)
Luego de presentarnos, la pareja de cubanos se ofreció a llevarnos a un lugar “que no nos podíamos perder”. Mi amiga y yo nos miramos. El instinto periodístico estaba en todo su apogeo y decidimos darle espacio para que se manifestara.
Orgullosos de su herencia africana nos llevaron al Callejón de Hamel. Allí, el escultor y muralista cubano Salvador González Escalona transformó el espacio entre dos bloques de edificios en un tributo a los orígenes africanos de la identidad cubana.
El tour por el callejón nos costó un trago, pero la historia era mucho más valiosa. Mientras tomábamos la bebida conversamos sobre sus vidas y sobre el país.
-Acá no se puede hablar mal de Raúl, ni de Fidel, ni del gobierno, dijo la mujer.
-Yo digo la verdad porque es lo que está sufriendo el pueblo, dijo el hombre.
-Yo no me quejo porque el gobierno nos da muchas cosas. Pero es verdad que se pasa trabajo porque acá los salarios son muy bajos. A mí me pagaban 10 CUC, o sea $8.70 al mes, cuando trabajaba. Si ustedes no me invitan, yo no me puedo tomar ese trago, añadió la mujer.
Les dimos las gracias y nos despedimos. Luego caminamos hacia el Malecón. Allí el sol se escondía por el horizonte. El cielo se pintó de rosado y violeta intenso. Los pescadores echaron sus cañas al mar en busca de alimento para el próximo día, o quizás para vender las provisiones. Los jóvenes se reunieron para compartir con sus amigos. Los enamorados se abrazaron con ternura.
Cayó la noche y nos paramos en la orilla de la carretera para pedir un taxi. Nadie nos hizo caso. Una mujer, Ivonne, detuvo su “Coco Taxi” y se ofreció a llevarnos hasta el hospedaje. Su triciclo parecía un casco gigante y amarillo sobre ruedas.
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A las afueras de “La Floridita”, donde Ernest Hemingway se tomaba su “daiquirí”, un trago cubano parecido a la margarita, un Coco Taxi espera a los turistas. (Deborah Rodríguez / Diálogo)
Llevaba el cabello alborotado, el rostro duro y su piel estaba rígida, ajada por tantos días de viento. Cargaba más de doce horas de trabajo en las costillas para sustentar a su familia. Tenía frío.
De camino a nuestra posada compartió con nosotras sobre su vida como taxista. Al llegar a nuestro destino, Ivonne se despidió con las siguientes palabras: “nosotros vivimos de la propina, de los regalos, de conocer a los turistas y hacer amistad con ellos. Y cuando hacen más viajes acá a Cuba nos traen muchas cosas. Ropa, zapatos, jabón, shampoo… todo lo que ellos pueden. Eso es lo más provechoso que tenemos nosotros después de tantas horas de trabajo”.
“Y te digo más, no nos podemos quejar porque por tener vínculo directo con los turistas tenemos acceso a muchas cosas. Hay muchos trabajadores del pueblo que trabajan en oficinas, que trabajan de maestros, de médicos y ellos no tienen nada más que su salario”, agregó.
¡Cuántas luchas! ¡Cuántas historias! ¡Cuánto hay por aprender!, pensé.