La década de los años noventa recién aprendía a dar sus primeros pasos. Y yo la imitaba. En una de las tantas casas en las que he ocupado, un día descubrí a mi vieja entonando una canción, no como todas las canciones que entonaba, aquella canción, todas las canciones que había dentro de aquella canción las comprendo ahora a través de ese tamiz que es la lenta acumulación de los años. Hacía calor y estaba próximo el verano. En el tocadiscos -que le costó tres meses de ahorros al bolsillo de mi viejo-, giraba un disco de ese señor barbudo y ojos casi siempre ocultos.
En días como hoy uno se da cuenta de lo jodida que es la vida. “Nacer es un dolor que la vida compensa” llegó a decir Cabral, aquel hombre tan extrañamente fecundo y cuyo nombre de origen latín significa elocuente. De cuna y gestos humildes, sin ambages, con el humor que le caracterizó a modo de estandarte, ese humor que en él siempre lindó entre la risa y la milonga, hizo de la podredumbre un mejor lugar.
Es irónico –por no decir encojonante– ese dolor que la vida está supuesta, pero que no siempre compensa. Sobrevivió el exilio como tantos otros, un cáncer voraz, la trágica muerte de su esposa e hija en un accidente aéreo, pero no las balas de los canallas que le cegaron cuando él también, de camino al aeropuerto, estaba a punto de volar.
El hombre que apostó la vida y el canto a un mundo mejor, fue expulsado de la peor manera posible, de la manera más burda, más injusta. Lo cruento, lo triste es que su muerte es acaso una forma de confirmar que en nuestro continente la justicia continúa estando lejos del lado de los justos. Con seguridad los sicarios jamás le escucharon porque, de haberlo hecho, se hubiesen apuntado primero a ellos.
Hoy también hace calor, un calor húmedo, y es verano. Y vuelve aquella escena de mi madre en los años noventa. Ella sentada, mirando desde la terraza, desde su exilio voluntario la calle de enfrente, mirando lejos, pensando quizá en las líneas de aquella canción, que es también la última que en Guatemala, el señor Facundo llegó a entonar. “El día que yo me muera no habrá que usar la balanza, pues pa’ velar a un cantor con una milonga alcanza’’. Estas líneas se desprendieron de aquella tarde.
El autor es escritor. El texto fue publicado en ConBoca