–Párate ahí.
–No jodas, chico.
–Párate, párate. Que esto es pa’ la historia.
El hombre de la foto se detiene y ríe en silencio, o trata. El hombre que tomó la foto revisa su celular y lo guarda rápido; como si hubiera cometido una fechoría histórica. Detrás del hombre de la foto está todo lo demás.
Ha pasado el mediodía, pero afuera el sol abrasa hasta la asfixia. Es agosto, 11 de agosto, hay sequía, sudor, un cielo sin nubes, poca gente todavía. En el coliseo Roberto Clemente, en cambio, la temperatura es otra. Son otros los rostros; otros. A esta hora parece estar contenida la emoción. Detrás del hombre de la foto, el cuerpo sin vida de Raphy Leavitt permanece oculto. Lo envuelven la madera robusta y una bandera con triángulo del color del cielo que quedó atrás. Y hay flores: una primavera mustia.
Cerca del ataúd, un retrato de Leavitt lo resume y devuelve a la vida. En blanco y negro, su brazo izquierdo permanece en el aire: el gesto de un director. Queda imaginar la nota musical que amagó en aquel momento, ese gramo de magia que en su conjunto nos invitó –y lo hará hasta que nos alcance el cuero– a guiñarle un ojo al desasosiego, y a tantas cosas más, a fuerza de trazar geografías invisibles al abrigo de una vellonera.
Ahora los hombres invierten papeles.
–Dale, que me toca.
–Ok, pero rápido.
Al hombre que antes tomó la foto le cuesta sonreír. Queda en su celular una mueca difusa. Detrás de él, sigue estando todo lo demás.
El hombre flaco y calvo que anda en silla de ruedas eligió colocar su banderita en el bolsillo derecho. Viste camisa gris, gorro de lana negro. Detrás de él una mujer eligió, en cambio, enganchársela en un moño improvisado cerca de la nuca. Su maranta tiene el color del vino Capriccio. La mujer se detiene frente al féretro y continúa su paso. A la entrada del coliseo repartieron banderitas de Puerto Rico y a ratos flotan sobre las gradas, casi desiertas todavía.
El hombre flaco empuja las ruedas de su silla y sobre su falda reposan varios discos: Jíbaro soy, Payaso, todos en vinilo. Algo ha de tener la música que puede tocarse, algo, que no tendrán nunca los soportes digitales. Acaso un ligero crepitar, una suciedad que la hace más humana, menos etérea, por imperfecta, por cercana, por esa capacidad que tienen los objetos de envejecer junto a su dueño.
Un viejo camina con la mitad del cuerpo dormido, ayudado por otro hombre, y mira largamente la primavera mustia, el ataúd, la foto de Leavitt, más tarde la pantalla gigante que pasa videos de La Selecta y su director, Raphy, que remata un piano con sabor inusitado, mientras la voz irrepetible y acongojada de Sammy Marrero canta por encima de la orquesta.
El tiempo avanza. La gente pasa. Por ahí camina una señora con tanque de oxígeno. También un par de trabajadores. Otra mujer pasa por tercera vez. Desfilan familias. Una niña camina y baila. Cerca camina Rafael Ithier, miembros de La Sonora Ponceña.
–Maestro, cuídese. Se le quiere de cachete.
Ithier sonríe al saludo. Y se acomoda esas gafas inmensas, negrísimas. Como si ante tanta luz artificial, quisiera no ver.
La gente, al centro del coliseo, cerca de la familia, ahí donde permanecen unidos María Milagros Barreto, la viuda, sus hijos Sheila y Rafael, le piden fotos a Marerro, que accede sereno con su impecable traje color crema y sombrero negro.
De a poco la gente ocupa las gradas. Y conversan, y ríen, sonoramente. Ahora llega Francisco Rivera, un hombre que se vistió de jíbaro, con pava, canasta y machete. Le toca la guardia de honor. Y suena Soldado, esa canción que en su momento fue una rebelión contra la guerra de Vietnam. Francisco musita algo en voz baja, quizá una oración. Al final, en un giro de su muñeca derecha, empuñará su machete como un fusil.
Son doce. Doce potencias. Un breve ejército que camina en perfecta línea recta y saludan al ataúd en reverencia al maestro que los guió. Se voltean al público, visten de traje crema, camisa blanca, corbata clara a rayas. Ahora sus rostros, sus manos, permanecen a la intemperie y a la vista de los fanáticos que saludan y sacan fotos o caminan cabizbajos.
Carlitos Ramírez, cantante de la orquesta, espejuelos y calva brillosa, junta los labios, frunce la boca. Un ligero temblor le desbarata el gesto impávido del principio. A su lado, Víctor Ramírez, el integrante más joven de La Selecta, lo observa con el rabillo del ojo. Carlitos lucha con el tornado que lleva dentro. Ha pasado más de tres décadas viajando, cantando, urdiendo memorias junto a Leavitt. El tornado arrecia, crece, derrumba todo a su paso. Y Carlitos llora. Sin más, llora. Cae blandamente en esa región salada y transparente. Sus hombros lo acompañan. Y Víctor le ofrece la mitad de su abrazo. Ahora Carlitos no es Carlitos y sí un hombre que lamenta la muerte de su amigo.
El público aplaude. Un aplauso largo, espontáneo, el primero de tantos. A la derecha, Sammy Marrero permanece imperturbable. Apenas mueve los dedos de ambas manos, atados en un puño. Más tarde la guardia de honor terminará, y todos caminarán hacia la tarima, que antes permaneció a la espera de Danny Rivera, quien compuso una canción para la ocasión.
Néstor Galán, mejor conocido como “El búho loco”, le ofrece el micrófono a la viuda de Leavitt, que agradece como puede el afecto del público y de la alcaldesa de San Juan, que merodea el área designada para la familia. Entonces La Selecta subirá, se acomodará, varios se persignarán. Sammy Marrero tomó el micrófono. Le pidió a Dios que le diera fuerzas para cantar en esta tarde de agosto, contó. Y arranca la clave, los vientos. Y ahora es Roberto Archilla, el bongosero, quien llora antes de agarrar el cencerro. Batalla con el tiempo; para no perderlo, para no perderse.
Abajo llegan Bobby Valentín y Papo Lucca. Las gradas se llenan. La gente se agolpa en las vallas. Y ondean las banderas, pequeñas, al ritmo de La cuna blanca. Y hay gritos. Sammy Marrero agarra fuerte el micrófono, la voz temblorosa. Nadie se atreva a llorar, cantan. Y les regresa el llanto a Carlitos y a Víctor. Dejen que ría en silencio, cantan.
Mientras tanto, lloran.
Mientras tanto, se ha escapado un angelito.