Imagine una selección atípica del Río de la Plata: uruguayos y argentinos. Ocho en total. Sin rencillas inútiles. Hermanados por la música, por las cosas que ella hace posible entre ellos. Por eso y más allá. Imagine, en este caso, que el terreno de juego es un museo, no hay tiros libres ni tiempos extras, sólo el área del parking de un museo atestado de gente hasta el ñu.
Y fango, cómo no.
Imagine que va bien, que es Bajofondo que se presenta por primera vez en el País. Que es un sábado en la noche, también atípico y que, detrás de la tarima instalada dentro del Museo de Arte Contemporáneo, en la Avenida Roberto H. Todd, el tráfico no es el de una noche santurcina cualquiera. Hay personas rodeando el recinto, asomadas tras los barrotes, trepadas –contra todo pronóstico– en el techo de una parada de guaguas.
Son las 11:00 p.m. en punto. Siete hombres y una mujer suben al escenario. Hubo un intermedio de veinte minutos, pero imagine que de ahí no se bajaron hasta el final, cuando abrazados en fila, hicieron la reverencia al público, como actores antes de la caída del telón.
La música de Bajofondo no tiene etiquetas, casi no tiene letras, y a eso es lo que aspiran. Atrás quedó el estigma del tango electrónico, porque más bien parten de él para hacer otras cosas.
Las influencias son claras: el tango clásico de los cafichos, pasando por Astor Piazzola, el Cuarteto Cedrón o Alfredo Zitarrosa, pero hay electrónica, hip-hop, narraciones de fútbol, rock, candombe: hay Bajofondo.
Ve la fotogalería del concierto de Bajofondo en el MAC
Acá han colaborado, Gustavo Santaolalla, uno de sus fundadores y casi capitán de la selección, con Puya y Calle 13, pero eso es materia de Wikipedia. En el cielo negro, atrás, la luna alumbra con su mitad. Y al frente están Gustavo, con su guitarra eléctrica sin clavijas, brincando a sus sesenta y un años, lejos de Verónica Loza, que baila de lado a lado con lo que mezcla detrás de una computadora a la extrema derecha.
También, y más visibles, Javier Casalla con su violín, al que mima o golpea, no demasiado, lo tamborilea con el arco apenas, y Martín Ferres: el bandoneón apoyado en su pierna izquierda, haciéndolo chico o grande, según sea el caso. Juntándolo, de a poco, o haciéndolo vibrar arriba, jadeante, alto en el aire.
“Buenas noches, San Juan, estamos tan, pero tan felices de estar acá”, dice Santaolalla antes de tocar dos canciones de su último disco: Pide piso y Pena en mi corazón. Sus palabras son sinceras. La música, el juego entre todos mientras tocan y la respuesta del público son prueba de ello.
Suena El mareo y muchos extrañan a Gustavo Cerati, cantante original de la canción. Gabriel Casacuberta abandonó por un momento el contrabajo para cantar la famosa Miles de pasajeros. Son músicos versátiles y cambian de instrumentos a voluntad. Antes sonó una variación de Centrojá, con la narración de fondo del gol uruguayo que en el Mundialito del 80-81 Victorino le anotara a Brasil.
Suena Pa’ bailar. Es la 1:00 a.m. y la gente baila. Varias personas suben a la tarima. Imagine que ésta es una gran pista de baile y que varias mujeres rodean, coquetas, a Ferres, que intenta a como dé lugar continuar tocando el bandoneón.
Imagine, como antes, que van dos horas de lo mejor de Bajofondo y que Juan Campodónico deja a un lado la guitarra y hace como que les dispara uno por uno a los músicos con un revólver imaginario y que éstos caen al piso como chiquilines. Que se levantan, se recomponen como si tal cosa y continúan tocando. Que dejan de tocar y suena un tango de fondo y todos juegan con las manos a que son directores de orquesta. Que se van, pero regresan. Imagine eso y un poco más.
El autor es periodista y escritor.