José tiene 20 años. Estudia Historia y no tiene apellidos porque su nombre es ficticio, un seudónimo. Podría ser cualquiera, porque cualquiera puede ser abusado sexualmente.
Sonríe, trabaja y –de hecho- es el mejor en lo que hace. Es un líder estudiantil y no se detiene ante las preguntas sin respuestas. Los más altos rangos de la universidad tiemblan cuando saben que vendrá a la reunión, porque él es fuerte. Un poco ‘‘obsesivo’’, como él bien se describe.
Sin embargo, detrás de esa frase de él, ese ‘‘yara, yara’’, hay miedo: pavor a mostrar lo que hay detrás de esos cabellos rizos y morenos, del teclear constante en sus dedos. No se puede detener para buscar ayuda o –simplemente– hablar. No le sale.
A los 14 años trató de acercarse a su pastor, pero calló. ‘‘Cuando trataba de decirles lo que pasaba, solo me decían: tienes que orar’’, explicó mientras secaba el sudor de sus manos.
Mira hacia el suelo, como con vergüenza. Es difícil explicarle al pastor que tu padrastro te abusa sexualmente sin que piensen que tienes la culpa.
Antes de continuar con su relato, José tomó un sorbo de té. Lo meneó, bebió otro poco y prosiguió. Entre su excéntrico estilo y su camisa roja no hay espacio para la simplicidad. Reanudó su naración… Había llegado muy lejos con la confesión y había que terminarla.
Explicó que cuando incursionó al mundo religioso fue con una ilusión: ‘‘maybe they can change me’’, pensó.
Tenía que denunciar aquel padrastro abusador, porque él no fue la única víctima. Tenía que decirle a aquel líder religioso todo lo que realmente sucedía y que no quería volver a casa después de culto.
Pero José calló… Su hermana también cedió en un pacto de silencio, entre golpes y azotes contra el piso.
Pausa. ‘‘Necesito parar o voy a llorar’’, suplicó mientras alzaba la mirada para que las lágrimas no salieran.
“¿De qué me sirve si lo denuncio ahora? Yo ni me acuerdo de su nombre”, cuestionó un poco molesto. No dijo nada en la iglesia y tampoco lo ventilaría en la universidad.
Después de todo, ¿para qué remover la tierra cuando está media seca?
Han pasado catorce años. Ya va más de una década desde que no se tiene que acostar frente a su padrastro con las piernas y manos hacia arriba, sosteniendo montones de libros hasta el cansancio. Pero el pánico permanece.
Su padre es psicólogo y su madre es liberal ‘‘al extremo’’, pero aún no les cuenta la verdad. ‘‘Quizás es porque caí en el estigma de que como mi padrastro era grande y mi papá bajito’’, explicó.
Él no quería que aquel militar desenfrenado le destrozara la cara a su padre de un manoplazo.
Tanto él como su hermana prefirieron quedarse con su mamá. Incluso, su padre luchó por la patria potestad y cuando la trabajadora social los mandó a dibujar a su familia, ellos decidieron excluir a su padre del papel y sus vidas.
No querían vivir con su madrastra. La odiaban. Borraron a su padre del papel porque preferían cualquier cosa antes de convivir con la vanidad de la entonces esposa de su padre.
A fin de cuentas, se fueron a vivir a Estados Unidos con su madre. Allá, ella se enamoró de una mujer. Rehízo su vida y “éramos felices, en el guetto, pero felices”, relató mientras se enrolaba un rizo que funje como pollina.
Pero un día, uno de los maleantes de la cuadra entró a la casa rompiendo ventanas. Ya el lugar no era tan bonito. Tuvieron que regresar a Puerto Rico con su papá.
La historia de José no terminó en un abrazo de aeropuerto, siendo feliz para siempre. A penas comenzaba. Tenía ocho años y una ansiedad por el sexo que cubrir.
Empezó con la pornografía y luego con la masturbación grupal; competía junto a los niños del barrio por quién eyaculaba primero. “Todos tratamos de resolver nuestros problemas de la mejor forma que podemos”, agregó.
La gente no es lo que hace
Según la psiquiatra Marla Santos los límites de cada persona son diferentes. Tal parece que José decidió enfrentar su situación como pudo. A fin de cuentas, nadie puede estar bien cuando tu mamá te llama cada tres meses, te cambias de casa todos los años y tu entorno dice que te tienes que callar.
Además, cada vez que abordaba el tema de la guía profesional con su padre, este le decía que hablara con él, que para eso era psicólogo.
Entonces, tenía que buscar una salida y el padre de su mejor amigo había tenido un accidente recientemente. La familia estaba visitando una iglesia y José los acompañaba.
Así se adentró en el mundo religioso. Llegó a ser un líder reconocido en su denominación. Sentía que había llegado a lo más alto. No necesitaba nada más, pero al menor respiro, caía en su vicio: el sexo.
“La Iglesia no está para juzgar la acción”, puntualizó el teólogo Juan Ramón Agosto. “La gente no es lo que hace o lo que le pasa, la gente es lo que es”, sumó.
Pero han pasado los años y estos consejos son otra rutina para José, como lavarse la boca e ir al baño. Camina como flotando, como si no pasara nada. Él nunca habló, así que aquí no pasó nada o –al menos– eso piensa él.
Enterrando recuerdos
José ya no es aquel niño con miedo a decepcionar al pastor. Hoy estudia en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras (UPR-RP).
Llegó a Río Piedras hace tres años, con maleta en mano y muchas ganas de olvidar, porque “si yo lo digo es verdad, si lo ignoro no es verdad”, sentenció con la seriedad de un sabueso y la ligereza de una pluma.
Ya no hay por qué hablar de lo que ocurrió. Ya le dio la entrevista a su amiga, aunque no sea muy fanátino de contar que llegó a vivir en casas donde pudo pedirle comida a un chef en medio de la madrugada, pero también supo orinar afuera de la casa porque no había siquiera una letrina en el lugar.
Él sabe bien lo que es la miseria. Eso no es nuevo. Por eso, enterró. Lo novedoso son sus amigos y la insistencia que tienen en que busque la ayuda que necesita: le dejan notitas con el número del Centro Universitario de Servicios y Estudios Psicológicos (CUSEP).
Sin embargo, aún no se anima a llamar al lugar. Sabe que el lugar existe, que vive a minutos y que está a nada de enfrentar su vivencia, pero eso sí que da pavor: enfrentar la iglesia y el silencio para dejar de ser José y volver a ser quién una vez fue.
La autora es estudiante de periodismo en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico. Este texto se produjo para el curso Redacción Periodística II (INFP 4002), que dictó la profesora Odalys Rivera el pasado semestre.