El concepto de la obediencia debida, según el sociólogo estadounidense Stanley Milgram, fue uno de los pilares fundamentales para la creación de la policía en 1824; una estructura en la que el mando jerárquico daba órdenes y sus subordinados la cumplían sin cuestionarse absolutamente nada. Pero había quienes lo hacían (cuestionaban), y cuando eso sucedía, el subordinado era reprimido, castigado y, en el peor de los casos, humillado como ser humano.
La obediencia debida, por ejemplo, facilitó que grandes dictadores pudieran llegar al poder y controlar el pueblo. De ese modo se cometieron espeluznantes calamidades humanas, como la de los campos de concentraciones y las persecuciones civiles por la libertad ideológica, con la colaboración de subordinados sometidos, quienes ostentaban funciones ligadas al poder dictatorial.
Milgram también quiso demostrar en un experimento de psicología social, la capacidad que tendrían sus participantes cuando obedecían órdenes de una autoridad, aunque éstos pudieran entrar en su propio conflicto de su conciencia personal. Esto es: “obedecer si lo manda un superior aunque esté fuera de las capacidades lógicas, legitimadas a las leyes, e incluso atentando contra la dignidad de la misma especie humana”. Los resultados fueron espantosos porque la mayoría de los participantes obedecieron las órdenes, y pocos se cuestionaron lo que estaban haciendo. Aunque por suerte, hubo participantes que desistieron a las obediencias e irrumpieron durante el experimento.
Aunque de este experimento y de esos crímenes contra la humanidad han pasado algunas décadas, la sociedad no ha avanzado tanto como parece. Un estudio sobre la conformidad del grupo realizado por el psicólogo polaco Solomon Asch, demostró la influencia de las mayorías sobre las minorías. Su investigación reveló cómo una mayoría con ideas equivocadas podía influir en una minoría que pensase lo contrario, y que actuara como la mayoría, aunque fuera equivocadamente.
En otras palabras, “coge un perro y llámalo gato”. Es como si un grupo de funcionarios presenciaran que un grupo de inmigrantes se estuvieran ahogando mientras intentan llegar a la orilla y recibieran órdenes de sus superiores de no socorrerlos. A sabiendas de que la obediencia debida es ilegal, ninguno del grupo desobedecería porque el grupo entraría en un estado de conformidad; es lo que se denomina: “el mal del silencio de los corderos”.
Analizando la Administración Pública en este siglo, de poco podría servir un sistema funcionarial y para cuya misión se crearon las figuras de funcionarios públicos o de carrera, si no es por el cumplimiento legítimo de su compromiso o toma de posesión, que entre otras, es el de cumplir y hacer cumplir la Ley (sólo lo que está escrito). De esta manera quizás, se evitarían hechos como los acaecidos cuando hacemos esa mirada histórica a los desastres cometidos por el hombre, debido a su obediencia debida frente a las autoridades que ostentan el poder.
Por un momento, pensemos en el caso de los funcionarios policiales (que por su condición de autoridad y por su organización jerárquica, son los más proclives a cometer la obediencia debida). Cuando un superior jerárquico da una orden “ilegal” a sus subordinados y éstos la obedecen, es porque existe una conformidad entre los que se convierten en esbirros. Convencidos o no, actúan porque el principio de autoridad y la obediencia debida, es una imposición que pocas veces es cuestionada -hechos a los que me remito-, y asumida por el hecho de existir una jerarquía interna que se adoctrina a cumplir, sin más.
Pero en esa obediencia debida, y en el caso de las autoridades, la obediencia puede suponer un peligro inminente en el caso de que las órdenes de superiores jerárquicos a sus subordinados sean contradictorias a las legisladas. Es sabido, que son cuantiosas las veces que los funcionarios con carácter de autoridad reciben órdenes “ilegitimadas” a las propias funciones dictadas por la Ley.
¿Qué ocurre entonces? ¿Qué sucede cuando un funcionario y/o autoridad competente no obedece una orden de un superior jerárquico? Pues no son pocas las veces que un funcionario público ha sido recriminado por no cumplir las órdenes encomendadas. Llega a ser reprimido, castigado y maltratado por una autoridad superior que tiene la especial obligación y el deber de velar por los derechos y las garantías dignas de los seres humanos. Pero quienes padecen las consecuencias de esa “desobediencia legítima”, sufren las represalias de la superioridad autoridad jerárquica, que en este caso se trataría del mando policial, cuyo resultado es una carencia de conocimientos, sentido común y principios. También demuestra la incapacidad de ejercer las funciones propias de la legitimidad a sus competencias para la cual se le faculta, y para cuya finalidad no es otra, que el bien común o bienestar general de toda la ciudadanía.
Por ello, el sociólogo alemán Max Weber, elaboró la “teoría de la dominación”, donde trató de establecer las condiciones en las que la persona que detenta el poder justifica su legitimidad y las formas en que los sujetos sobre los que se ejerce el poder se someten a él. Pero ni siquiera esto sería suficiente si no existe un cierto grado de organización administrativa que permita el ejercicio del poder; el control del poder debe ser objeto de cumplimiento.
Aunque Weber distingue tres tipos de legitimación sobre la dominación, considero que en el caso de la obediencia debida en el ejercicio de los funcionarios policiales, el sistema de control se asienta en las características de la autoridad legal. Por ello, es interesante resaltar uno de los factores que impera en la administración burocrática, como es el control basado en el conocimiento (competencia técnica), especialmente en la racionalidad y organización. Según esta concepción “la persona que desempeña la autoridad ocupa un cargo cuyas funciones, prerrogativas, derechos y obligaciones están delimitadas y por la razón de su cargo, detenta el poder”. Y no podría ser de otra forma, porque entonces estaría quebrantando una de las mayores facultades que supone la condición de ejercer como funcionario o cargo público, lo que conllevaría al abuso de la autoridad y a la corrupción. En cualquier caso, cuando una conducta no se adecua a la descripción de la ley, puede afirmarse que el acto, en su tipicidad sería considerado un delito penal dentro del ordenamiento jurídico.