De anhelos dorados, un año notable y márgenes
Abordar el tema del cine de Puerto Rico evoca rápidamente una serie de lugares comunes que, unos más que otros, connotan cierto pesimismo: la poca distribución tanto dentro del País como fuera de él, la ineficacia de un plan de fomento cinematográfico nacional, la falta de buenos guiones, el poco apoyo del espectador local en las salas de cine, entre otros.
Dentro de ese tono conversacional, el 2012 supuso un giro positivo por varias razones. Por un lado, se exhibieron varias películas boricuas en las salas de cine. Notable también fue el apoyo del público a algunas de ellas (en especial, Broche de oro) y la complejidad narrativa de otras, como La espera desespera, de la directora Coraly Santaliz, en cuyo guion vimos matices contestatarios algo inusitados para el cine comercial local.
Sin embargo, el cine de Puerto Rico históricamente ha mostrado mayor solidez en formatos distintos del largometraje de ficción, ese que llena nuestro imaginado futuro cinematográfico con sueños de un Hollywood pasado y dorado. A la par que muchos países latinoamericanos, la identidad del cine boricua se ha definido más en función de esos hijos bastardos que son el cine documental y el cortometraje. De hecho, los largometrajes puertorriqueños más notables de los últimos años han sido documentales (Ejkei, Las carpetas, Una identidad en absurdo vol. I, entre otras).
Empezando por las películas de la Divedco en los años 50 —mayormente, cortos o mediometrajes— y siguiendo con los documentales de directores como Diego de la Texera, Sonia Fritz, Ana María García, Juan Carlos García y Karen Rossi, entre muchos otros, Puerto Rico ha producido abundante cine y televisión en este formato, y en ellos se han pulido muchos de sus más consistentes talentos.
Una aventura llamada “La aguja”
Así, pues, para quien escribe, el 2012 presentó otro punto de clímax en lo que a cine boricua se refiere cuando estrenó el mediometraje La aguja (The Needle) durante el Puerto Rico Queer FilmFest. Este es un documental de cuarenta minutos, dirigido por José Correa Vigier y Carmen Oquendo-Villar, y producido por Felipe Tewes, Miguel Villafañe (asociado) y Dana King (ejecutiva). Este año, la película se presenta el 20 de junio en el Festival de Cine L.E.S., en Nueva York, que se concentra en trabajos de cineastas emergentes e innovadores.
La aguja es un trabajo que se inserta en un singular espacio dentro de la modesta, pero continua, historia del cine puertorriqueño. Es también una película sumamente lograda; como documental, nace de una fascinación anecdótica con su sujeto principal, José Quiñones, un artista del travestismo que operaba en Santurce una clínica casera a la que acudían muchas y diversas personas para recibir tratamientos de belleza y restauración corporal. Pero la anécdota encontró en la cámara de los directores un testigo dispuesto a hacer algo que muchas veces no vemos en el cine local: dejar que las imágenes hablen solas de su propia realidad y contando su propia historia, a su propio ritmo.
La historia del cine mundial tiene referentes de esta vertiente, que prefiere apostar al poder intrínseco de una imagen sostenida (y del hecho mismo de capturarla) sobre los artificios más manipuladores que el proceso de ensamblaje cinematográfico brinda, como la musicalización, el montaje y su simbolismo inherente, los efectos de iluminación, los ángulos de cámara sensacionales, entre otros. Es también una vertiente que reconoce tanta magia, o más, en las inocentes imágenes de los hermanos Lumière como en la artificiosa teatralidad de Méliès o el ágil montaje de los ladrones de tren de Porter; que reconoce en el momento grabado mismo y en su temporalidad tanta intensidad dramática como puede tener el ‘mensaje’ o los antagonismos que caracterizan a una trama elaborada. La aguja, así, encuentra mayor eco en el Cine Directo de los canadienses de mitad del siglo pasado, o en la ‘verdad extática’ del Herzog de Land of Silence and Darkness o La Soufrière, por ejemplo, que en la denuncia politizada del cine latinoamericano a partir de los años 60.
De hecho, La aguja no cuenta con música, y la mayor parte de sus planos son estáticos, según explicó su codirector Correa Vigier. Tampoco contó con iluminación artificial sino que se limitó a registrar con la cámara y un equipo de sonido básico la realidad que encontró.
“El plan se hacía antes de entrar en la zona. Una vez en la zona, no se hablaba nada, y eso permitía conseguir un nivel de intimidad mayor, pues siempre éramos solamente dos personas en la zona, en el set. No había más gente que causara distracciones o inquietud con los sujetos; era Carmen Oquendo y José Correa [Vigier] y no había más nadie. Eran limitaciones, pero nosotros supimos convertirlas en algo que beneficiara al proyecto”, indicó el codirector.
Sin embargo, la película no se limita a formar un collage de imágenes en busca de una interpretación; La aguja tiene un arco narrativo que, aunque buscado, fue más bien encontrado durante el trayecto. “El proceso de hacer La aguja fue principalmente lograr el acceso a la casa de José Quiñones. Cuando se le planteó que queríamos hacer un documental, él se ofreció a que se hiciera sobre su persona. Se filmó en quince días. El tratamiento de la película es más bien sobre el sujeto: es un retrato documental, por lo que siempre tiene que ser el sujeto principal de la película el que sobresalga; siempre es a través de su prisma y debe prevalecer su imagen, su forma de ver las cosas. Eso nos ayudó mucho a enfocar la película, a que el arco narrativo fuera concreto. Tomar la película diría que me salió muy instintivamente. El momento en que yo tenía la cámara era la única oportunidad de atrapar esa verdad en ese momento. Fue una relación muy natural; eran decisiones que se tomaban en el momento muy orgánicamente. Una vez me acoplé y me puse más en contacto con el sitio donde se desarrollaba la acción, sí pude tomar unas decisiones artísticas que eran muy importantes para mí. Pero de ninguna manera la cámara intimidó mi relación con los sujetos; en vez, la maximizó”, expresó Correa Vigier.
Pero eso fue durante la grabación. Como dice el cliché, en la edición—acreditada a la cineasta Carla Cavina—es cuando una película se reescribe por última vez. “No fue difícil tomar la película; lo difícil fue editarla. Por lo menos yo aprendí mucho del proceso de edición, de cómo cada segundo cuenta y de por qué hay que tener a la mano todos los elementos que necesitas para transmitir al público lo que tú quieres. Trabajé con cuatro editores y cada cual tenía una visión diferente, por lo que es importante mantener tu visión del trabajo y a la vez intercambiar con personas que tienen otra. En ese arco dramático buscamos un denominador común que fuera universal: la soledad y la búsqueda de la felicidad a través de la belleza. Siempre tenían que estar presentes esas dos cosas. Ahí intervienen otros factores que le dan vida y carácter a la película, pero esos dos tenían que estar constantes”, dijo el codirector.
En efecto, La aguja es un documento en el que una multitud de temas y espacios dialogan entre sí e impactan a quienes tengan ojos y oídos para entender su lenguaje. Es una historia que imita a la vida misma en su devenir de altos y bajos emocionales, de verdades y desengaños, de anonimato e identidad. Su propuesta se centra en un sujeto que busca la belleza en el artificio de sustancias químicas y de las prendas, pero no puede menos que develar su contraparte: la desnudez que supone el proceso de desvestirse, de envejecer, de encarar los silencios de la soledad. Es también una propuesta cinematográfica que entiende a sus sujetos como parte de su entorno, Santurce, y descubre a ese entorno dentro de sus sujetos. Y es una historia de vínculos afectivos que surgen desde el rechazo familiar y que devienen en familias adoptadas, principalmente reflejados en la relación de Quiñones con Kelly y Maybelline, dos jóvenes que se prostituyen en las calles y que encuentran refugio físico en la casa del artista.
Más acá de las explicaciones, es un notable debut para Correa Vigier y otro eslabón valioso en la trayectoria de Oquendo-Villar, que dará mucho de qué hablar en su presentación del 20 de junio, en el teatro Sunshine, del Lower East Side de Nueva York.