La última vez que participé de una ceremonia religiosa de la Iglesia Católica, al final del sermón, el sacerdote mandó a repartir unas hojas de papel en las que se explicaban los cambios que proponía realizar la Legislatura al Artículo 138 del Código Civil de Puerto Rico. La enmienda propuesta entonces permitiría la adopción de menores entre parejas del mismo sexo. Al final de la hoja había un espacio para que cada persona firmara en contra de la legislación.
Los cambios al Artículo 138 del Código Civil continúa en el limbo y de aprobarse (probablemente y ojalá me equivoque) sufrirá varias enmiendas, como sucedió con los cambios a la Ley 54, antes de ser finalmente aprobada. Ciertamente, la presión que ejerció y continúa ejerciendo la comunidad cristiana a la Legislatura fue y es un elemento clave en la toma de decisiones del Estado respecto a leyes que no van acorde con las ideologías cristianas.
En definitiva, la Iglesia Católica tiene el poder político para influir en la toma de decisiones de gobiernos conservadores a nivel mundial. Cierto es que la Santa Sede ha existido desde la fundación de la Iglesia Católica. La Santa Sede constituye el gobierno central del Vaticano, es presidida por el Papa y a la vez, es la sede episcopal de la Iglesia Católica. Desde 1929, este organismo político tiene representación en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y aunque no ejerce el poder a través de su voto, sí lo hace a través de influencias políticas.
El poder político de la Santa Sede se disparó durante los siglos XV, XVI, XVII y parte del siglo XVIII. No obstante, no fue hasta el siglo XX que este poder se constitucionalizó y es reconocido políticamente a nivel mundial.
El 11 de febrero de 1929 fueron firmados los Pactos de Letrán por el cardenal Pietro Gasparri, Secretario de Estado de la Santa Sede, en representación del Papa Pío XI, y por el primer ministro de Italia, Benito Mussolini. Este documento proporcionó el reconocimiento de la Santa Sede como Estado soberano y sujeto de Derecho Internacional.
Convertida la ciudad del Vaticano en el país más pequeño del mundo, la figura del Papa, máxima autoridad en la escala de la Iglesia Católica, absorbió más poder político que jamás en la historia.
Autorizado por su propia constitución, el Papa ejerce en sí el poder ejecutivo, legislativo y judicial del Estado que preside, lo que, en términos políticos, es conocido como una monarquía absoluta. El líder, además, posee inmunidad diplomática, es decir, que no puede ser acusado en ningún tribunal.
Es decir que, la Iglesia Católica a través de la Santa Sede y su representación política como Estado, tiene el poder de influenciar muchas de las decisiones políticas dentro de la ONU, no a nombre de la Iglesia exactamente, pero bajo influencias ideológicas y subjetivas, es decir, bajo la influencia de las leyes que pregona la Iglesia a sus feligreses.
El Papa, como Jefe de Estado, es el mayor representante de la Santa Sede a nivel internacional y, como tal, recibe los tratos honoríficos y protocolarios que cualquier otro presidente. Es por esa razón que la máxima autoridad de la Iglesia Católica es recibida en todas sus visitas a otros países por un jefe de Estado.
Como diplomático, Su Santidad, reconocido así por la comunidad católica y por sus pares jefes de Estado, tiene la potestad de recibir en su oficina en el Vaticano cualquier visita de otro jefe de Estado para discutir asuntos o temas políticos. Del mismo modo, el Papa posee el poder de realizar cualquier visita como representante de Estado a cualquier país.
La realidad es que es imposible separar la figura del Papa como líder máximo de una iglesia de su puesto como jefe de Estado. Hace unos meses, el actual Papa Francisco envió una carta a la Cumbre del G20, llevada a cabo en San Petersburgo en Rusia el 5 y 6 de septiembre de 2013, con la intención de detener el posible ataque de los Estados Unidos a Siria por el uso de armas químicas y conflictos civiles en ese país.
Ciertamente, el llamado a la “no violencia” es algo que muchos defendemos. No obstante, la injerencia del Papa en los asuntos políticos puede caminar en contra de muchos de los derechos que le pertenecen a las personas como ciudadanos de un Estado.
El Vaticano sirve como Estado al servicio de la Iglesia Católica, así como en la República Islámica de Irán la religión oficial del Estado es el Islam y en Islandia el Luteranismo. Lo que hace diferente a Puerto Rico, a los Estados Unidos de América y otros países es su sistema de gobierno “democrático” que, por tal razón, el Estado tiene que garantizar los mismos derechos a todos los ciudadanos. En los países como los antes mencionados, entre ellos el Vaticano, esto no sucede así necesariamente, porque sus leyes y mandatos están basados en normas y preceptos religiosos.
Importantes luchas por los derechos de la mujer, de los niños y de la comunidad Lésbica, Gay, Bisexual, Transexual y Transgénero (LGBTT) van en contra de la doctrina católica. Asuntos como la no discriminación por género (sexo o identidad sexual) en todos los ámbitos, la posibilidad de adopción de menores de edad por parte de una segunda madre o un segundo padre y el avance a una educación basada en la igualdad y el respeto, lamentablemente, pueden estar en juego cuando son influenciados por doctrinas religiosas. No hay por qué no respetar la posición de la Iglesia Católica, del Papa y de sus feligreses. Pero la diversidad es parte del ser humano como identidad y, como tal, hay que respetarla y convivir con ella.