En el sueño era inmensa, mucho más que las anteriores, y no era de mar. Crecía en cámara lenta y estaba hecha con la tinta acuosa de esos dibujos japoneses de trazos leves. Se elevaba, se elevaba, seguía elevándose, y a su alrededor se formaban pequeñas islas de aguatinta que se desprendían de la ola mayor.
De golpe empezó la huida, la estampida de carne, el colapso de músculos y rodillas, el ladrido de alarmas ensordecedoras. Todos huimos esperando lo peor. Y lo peor era no saber que es inútil la huida.
Más tarde algo como la foto de una playa desierta. Sobre la arena, apenas un par de toallas, sombrillas abandonadas, radios y neveras rojas y azules. También tus ojos, el olor a tierra húmeda de tu mirada, tus ojos diminutos, impasibles. Nuestras bocas abiertas de cara a aquello que fue el mar.
Entonces, retrocedimos.
Y al frente la ola. Un gigante de tinta gris que se alzaba más allá de nuestras medidas y que ya casi era el cielo. Luego fue el abrazo. Y un silencio liso, seco, mientras al frente la ola avanzaba, seguía avanzando, recogía más tinta, venía hacia nosotros como una ballena gris que volara para tragarnos hasta el naufragio. Y nos gritaban.
–Vengan, están locos, regresen.
Pero nosotros no escuchábamos o preferíamos no hacerlo. Aquello era un murmullo, el escalofrío previo al desastre. Y al frente la ola: su respiración muda como de animal dormido.
–Vengan –seguían diciéndonos–. Cada vez más lejos; yéndose.
Ya no escuchábamos. La ola nunca nos alcanzó. Y nosotros nos quedamos.