Como empiezan esos cuentos que ya no se escriben: Eran cuatro en una caseta de campaña, inmersos en lo más espeso de la oscuridad. Cuando la oscuridad espesó, yo no quería, que prendieran la luz de la caseta. «Así nos pueden ver de afuera», recomendé. Para cooperar, Julio añadía, con una cierta sonrisita del que se regodea sobre el acuclillado ánimo del otro: «Es verdad. La luz nos hace un blanco fácil…»
Duele quedar delante de todos como el más pendejo; pero cuando de pendejitud se adolece, uno actúa primero como la intuición primigenia lo aconseja.
Ortiz, Catalina y Julio estuvieron de acuerdo en no prender la luz, quizá para que no siguiera subiendo la temperatura de mi ansiedad. Si la luz nos hacía un blanco fácil, el terror era contestar a la pregunta: ¿para quién? ¿quién nos estará buscando en este baldío confín donde el diablo dejó la chancleta y no la procuró más nunca? Las autoridades forestales nos dieron un permiso para acampar en un área específica, pero nuestra joven ansia de aventura nos llevó a buscar otro sitio, no identificado en el mapa, y allí estábamos, entre la legalidad y la ilegalidad, saboreando el peligro en lo más inhóspito del bosque pluvial. A diferencia de Christopher McCandless, éramos cuatro en un bosque en donde lo más peligroso sería la lluvia. Catalina preguntó que, si “algo” pasaba, qué haría uno en un lugar al que no llegaba la cobertura de las antenas. Su abuelita, el día antes, se le había echado a llorar, ya dándola por perdida en los riñones del bosque en donde aparecen los Ovnis.
Eran aproximadamente las siete de la noche del martes, y teníamos que esperar en aquella caseta hasta que el sol del miércoles saliera. Cuando Ortiz propuso jugar briscas y cuando las tripas se inflaron de empellones, prendimos las luces. Nos jartamos de chicharrones, pan con pasas, galletitas de avena y guineos que luego pusieron a cantar los instrumentos de viento.
Con resignación acepté que mi destino – es decir: el sobrevivir a esa noche – estaba fatalmente amarrado a las decisiones colectivas del grupo. Si nos encuentran o somos blanco fácil por la luz, qué remedio, a todos nos chupará la bruja… o el Chupacabras.
Fue mejor que la prendieran; a las tres horas con luz ya se me había pasado la ansiedad. Mientras hablábamos, cuando todavía no la habían prendido, Catalina y Julionel estaban pendientes a una inquietante luz en la espesura de la oscuridad. De tanto seguirle el rastro a aquello que nos iluminaba– que para Ortiz era simplemente la luz lunar – acabé por ver, la terrible figura del Slenderman, enorme y con alas, casi tocando el techo del bosque, con la cabeza erguida hasta el cielo y los brazos, como alas chamuscadas extendidas en el resto de la negrura. Cerré la ventana de la caseta con la excusa de que necesitaba un poco de calor.
Cuando nos cansamos de hablar sobre las aventuras, locuras y maromas que cada quien, según su signo zodiacal, había sobrevivido hasta la hora en la que Yuquiyú nos reunió en una caseta de campaña, apagamos la luz para ver las circunvalaciones de los cucubanos. Las lucecitas verdes se pegaban a la tela de la caseta alumbrándonos. Esas lucecitas, y el asonante de los coquíes, eran una visión de ensueño. La vida de los cucubanos – dicen – solo dura una noche. Ortiz tocó su flauta, yo tarareé una parte del “Hobbit theme” y caímos todos en diferentes silencios.Recordé entonces una arrolladora verdad de un cuento de Jack London: “Pero la naturaleza le imponía una tarea al individuo. Si no la llevaba a cabo, moría. Si la llevaba a cabo, daba igual: moría. Nada de eso le importaba a la naturaleza; había muchos obedientes, y sólo la obediencia perduraba y perduraba siempre, no así los obedientes”.
A eso de las 12 de la noche, después de hablar aleatoriamente de lo que se nos ocurría, decidimos acomodarnos para dormir, pero como habíamos montado la caseta bajo la lluvia, una parte estaba húmeda y la otra seca. Así, disimuladamente, estábamos disputándonos los lugares secos, tratando cada uno de conservarnos lo más seco posible hasta el despunte del sol.
A eso de las dos de la mañana, de pronto, Ortiz prendió la luz y me agarra en una posición de loto rezando el Padre Nuestro, el barujshéamar y otros salmos, tratando en vano de separar mi mente de mi cuerpo. Entonces le digo con dolor lo que me pasaba: trataba de dormir pero tenía la vejiga a punto de estallar, así que intenté ejercicios de relajación para sobrevivir sin orinar hasta la salida del sol. Eran las doce de la noche y yo esperaba aguantar hasta las seis.
Hacía dos horas había salido a la oscuridad sin poder orinar. Dos horas después, no quería salir de la caseta a enfrentar el frío para orinar, pero ya la necesidad biológica era un imperativo emergente. Ortiz me alumbró, salí a cagarme los pies en el frío lodazal, y me quedé un minuto de pie esperando que algo se me escurriera. Pensé en escolopendras, guabás, gusanos, cucarachas, saltamontes y caracoles… Nada. Silencio. Coquí,co-co… coquí. Gri-gri-gri. El mascullar del viento. El Slenderman por allí… Entonces me despojé de casi todo, me arrodillé y ahí entonces, milagro súbito, se soltó el nudo de la vejiga.
Seis horas después, Ortiz, que estaba despierto adentro de la caseta, me preguntaría – mientras nos tomábamos un café –qué me pasó cuando salí a orinar, porque él vio cómo la luz descendió casi hasta el piso.
«Me senté a mear co…, no podía más», le confesé.
Me devolví a la caseta agradecido y pude agarrar un sueñito que se rompió justo en el instante en el que yo, que todavía no acababa de hablar delante de una audiencia en un teatro de sillones rojos, rompió a aplaudirme con locura… ..«¡Recojan! ¡Recojan!» A las 4:30 a.m. se desplomó un atronador aguacero. El agua empezó a colarse dentro de la caseta. Toda la noche estuvo lloviendo esporádicamente, pero eran ralas lloviznas con viento que apenas nos tocaban por las altas palmas que nos resguardaban.
Esta vez Yuquiyú quería que nos despertáramos, muy a pesar de lo rica que son las erecciones a esas horas… Ya no quedaba nada seco dentro de la caseta. Esperamos ahí adentro hasta las cinco y algo. Ortiz y Julio salieron a explorar el área; ya había aclarado un poco. Yo me quedé allí con Catalina, ambos acurrucados en aquel calor que todavía sobrevivía en el lugar, con todos los huesos contorsionados y las ganas de que nuestras mamás aparecieran de la nada por allí con sombrillas y toallas secas.
Los libros de Neruda que me llevé acabaron entripados. A mí nada más se me ocurre llevarme libros a la selva. Pero mejor contar con ellos para lo que sirvan que no contar con ninguno. En el lado civilizado sirven para leer, pero en otra circunstancia pueden servir para limpiarse bien.
A las seis, Julio gritó: «¡Mira la luna!», y entonces se me fue el sueño, la poesía me llamaba. Ortiz se dio cuenta de mi movimiento inmediato y cuando me vio salir de la caseta dijo: «Dijimos Luna y salió Eliezer…» Le sonreí, porque sentí que le hacía un homenaje a Lorca.
Cuando la espesa nube pasó la vi, entre la fronda de los yagrumos y las palmas, brillando como un pedacito de uña cortada. Recogimos y nos marchamos. Yo empecé a cantar canciones de Juan Luis Guerra y Ortiz se me unió. En el camino vimos el amanecer que ven fotografiado desde el punto en el que escogimos acampar sin el permiso de las autoridades forestales. De pronto, todos supimos a la vez porqué la luz y la felicidad son, en esencia, lo mismo. Valió la pena pasar esa noche en el Yunque.
El autor es estudiante subgraduado de la Universidad de Puerto Rico y parte del grupo de colaboradores permanentes de Diálogo Digital.