Había pasado por el tramo muchas veces: la vía que me lleva a Ponce. Cada vez que miro el paisaje por la ventana y avisto la salida hacia Adjuntas siempre pienso en mi Abuela; cuanto llega a bajar la temperatura en el municipio es uno de sus temas preferidos, de esas cartas que uno saca cuando no tiene qué decir. “Oye, mija, ¿sabías que bajó a 50 en Adjuntas?”. Parecí oírla, narrando el frío. Por aquello de constatar lo que la memoria me dicta pongo la mano en el cristal del carro, quizás esperando que estuviera frío.
Nunca había ido a Adjuntas. Jamás había venturado más allá de la salida. Mi imaginación rellena el vacío con imágenes de otros espacios rurales de la Isla. Nada me prepararía para la vista. Hasta un punto, parecía que no había carretera, aquel tramo delineado por el asfalto se perdía con el verde, con el cielo, con las montañas, era otra cosa y punto. Era el delirio de lo paradisiaco. Allí me adentré en un mundo que se bifurca de la realidad que siempre he vivido. Nada de los nudos y enredos del área metropolitana, era perfecto. Rápido pensé que irrumpir en este espacio, demoliendo, aplanando y podando para meter un gasoducto sería la manifestación de lo perverso: ¿A quién se le ocurriría y por qué?
No tardó mucho en lo que bajé la guardia pronto después de que llegamos al punto de encuentro. El pueblo te acoge hasta el punto de convertirte en local: nada de impaciencias o malacrianzas de la ciudad. Anticipé que serían reservados y que mirarían como hacen aquellos que distinguen cuando uno no es del área; me pasmé con la familiaridad infecciosa del sitio. Previo a la marcha, caminé por las calles. Me distraje pensando cómo sería despertar y beberme un café con tal paisaje desde mi marquesina. No habría nada de malo en eso. Recordé otra vez por qué estaba allí, dirigiéndome a Casa Pueblo por primera vez: el pedido de mi madre. Mientras nunca había tenido la oportunidad de visitar Adjuntas, si he disfrutado del Café Madre Isla que preparan aquí, un alivio y descanso del Yaucono de supermercado.
El llegar temprano proporcionó varias ventajas: pude ver el pueblo en anticipación y en pleno apogeo de manifestación multitudinaria. Apenas habían cien personas cuando llegué. Como aquel que se pierde o previene para no hacerlo, pedí direcciones para Casa Pueblo. “Mira, vas a seguir caminando por esta misma calle, pasarás la Plaza y allí quedará al final de la calle”. Subí y bajé las cuestas del pueblo, echándole uno que otro vistazo a los negocios y locales circundantes. Casa Pueblo estaba lista para mí: sus puertas abiertas, tanto así que cuando trato de evocar el recuerdo de ellas juraría pensar que ni puertas tiene. Anticipaba algo grande, algo fragmentado – una sala de espera y demás. No obstante, era tal como se llama: una casa del pueblo. Asimismo entré como si fuera de allí. Pasé a la tienda que vendía desde el preciado café hasta libros sobre Puerto Rico, la caja registradora un aparato del siglo anterior, perfecto para hoy.
Una vez cumplí con el pedido de mi madre, volvimos otra vez para el punto de encuentro. Ya comenzaba a nublarse. Qué mal, se aguaría la marcha. Las personas se habían multiplicado exponencialmente, lejos de ser pocos, ya eran unos cuantos. Con la gente también llegaron las altoparlantes. La música interrumpía. El doctor Arturo Massol, portavoz de Casa Pueblo y activista ambiental, no fue muy difícil de encontrar – estaba allí, desde temprano, entre la gente. Asimismo me saludó con la familiaridad de gente que se conoce de antes, accedió a hablar un poco conmigo y dejarse entrevistar. Nada de tarimas ni llegadas por helicóptero – aún así era el superstar de Adjuntas, todos, aunque no seamos de allí, sabemos quién es. Se ha dedicado a la causa de promover el movimiento en contra del Gasoducto, entrevista tras entrevista exhaustiva ha explicado una y otra vez por qué la llamada “Vía Verde” no es viable. Bloquea el revoluz alrededor de nosotros y se concentra en mi. Antes de que me sintiera muy culpable por acaparar la atención de una de las figuras más importantes de la actividad, ya me había contestado todas las preguntas. Massol habló sobre la insistencia temeraria del Gobierno y la reacción del pueblo que no tiene miedo de oponérsele; mientras tanto, el cielo se nublaba aún más.
Las supersticiones puertorriqueñas sostienen que mojarse en la primera lluvia de mayo rejuvenece y trae buena suerte. De ser así, los cerca de 30,000 puertorriqueños que se dieron cita en Adjuntas para manifestarse tendrán suerte en su encomienda. Venían de cerca, y de muy lejos también, para marchar por las calles. Vecinos solidarios decían presente con pancarta en mano, hasta de Vieques llegaron para respaldar la convocatoria de Casa Pueblo. “El Tubo de la muerte”, “Vía Verde de millones” y muchos más epítetos alusivos al Gasoducto resaltaban entre la multitud. Me pusieron un ejemplar del Abayarde Rojo en las manos y después me dijeron que costaba una peseta – está bien. “Mira, tómale una foto al Abayarde Rojo”, me dijo el manifestante y así lo hice. Guardé la propaganda socialista en mi bulto y continué desentrañando los personajes de la manifestación. Reconocí estudiantes, profesores, líderes sindicales y compañeros de los medios. Hay veces que no puedo distinguir su función cuando marchan mientras cubren el evento. Así como lo hacía yo.
Tronaban los altavoces. Cada cuál hacía sus denuncias y reclamos entre música y cánticos. Me cansé de esperar por las guaguas que venían de camino con más personas de otros municipios que también participarían de la actividad. Subimos y bajamos hasta llegar a Casa Pueblo otra vez, pero en esta ocasión nos agarró la lluvia. Vale la pena recalcar que, a diferencia del área metropolitana, la lluvia aquí no implica caos. Adjuntas también acoge con cariño la lluvia. La naturaleza misma se había manifestado para abrazar los manifestantes que marchaban para defenderla – o así me lo quise imaginar mientras el diluvio encharcaba mis nikes. Al parecer, a otros se les había ocurrido la misma idea que a mí, se refugiaban del aguacero bajo el techo de Casa Pueblo. La tiendita ahora estaba llena de gente. El Coro de la Universidad de Puerto Rico en Cayey entonaba antes de su presentación. Allí me encontré con el artista invitado Silverio Pérez, quien argumentó, entre otras cosas, sobre cómo prevalecerá la voluntad del pueblo.
“Por más que lo empuje el Gobierno, si el pueblo no está de acuerdo, ese proyecto no va”, advirtió.
Ya se acercaba la marcha, “El pueblo decidió: NO al Gasoducto” leía el cartel que la encabezaba. El ruido me alcanzó hasta Casa Pueblo. Ya no llovía, diluviaba. Las calles del municipio se desbordaban de gente y agua. Un mar de sombrillas se extendía a lo largo de mi vista, sobre la colina, no cabía un alma por la calle principal del pueblo. Los manifestantes, mojados y apretados, se acomodaban en la calle. Anticipaban el comienzo de la Asamblea Pública que se dio para sellar el acuerdo colectivo que recoge el sentir de los que se oponen al proyecto. Me fui cuando Luis Gutiérrez, puertorriqueño parte del Congreso estadounidense y solidario con la causa, tomó el podio para darle apoyo a la potestad del pueblo. Café y sombrilla en mano tomé la calle de atrás para poder moverme. Ya cuando iba en retirada, aún llovía, pero la gente seguía llegando.