Al Pacino no salía de las colonias alemanas. Menos quería moverse de Malloco. Yo le había propuesto ir a algún bar santiaguino, pero él me decía educadamente que no quería ventilar su estadía. Según me había comentado, en el ambiente se sabía de muchos de sus colegas que venían a Chile, a pasar un par de semanas, pero eran extremadamente cuidadosos para que sus visitas pasaran desapercibidas. Así fue como supe que Gary Oldman había estado en Valparaíso en 1999 y que Robert Downey Jr. era un habitué del litoral central, en los veranos de los últimos años.
Al escuchar esto, se me vino a la cabeza el borrachito de boina jamaicana de El Quisco, conocido como el «Fumarola». Era famoso en esta playa por pelarle el cable [estar loco] a todos los que pasaban por su lado, a las afueras del Mampato, diciéndoles que Chaplin le había comprado un par de cordones rojos para las zapatillas. Según contaba, mientras el supuesto Chaplin pagaba los cordones -con dólares- le había preguntado dónde vendían marihuana. Yo no sabía qué era más raro. Si Chaplin con zapatillas con cordones rojos o Chaplin comprando pitos. Me gustaba pensar que el borrachito no estaba demente, ni era tampoco un maldito mentiroso.
Por su parte, Pacino me contaba que el mito popular hollywoodense, decía que cuando Robert Downey Jr. personificó a Chaplin, en 1992, solía salir a la calle vestido de su personaje, para ensayar en la realidad misma. El pibe se lo tomaba en serio, me dijo con los ojos brillosos. El vino Undurraga, del que tenía botellas por montones en la parcela, le estaba haciendo efecto. Y a mí también.
Puede ser que el «Fumarola» lo haya confundido, le dije yo. He visto fotos y tengo que decirle que la caracterización es realmente impactante, continué. Pacino me miró reflexivo. Pero ya ves güey, también está el rumor de que Downey tiene problemas con drogas, así que este borracho furamola pudo haber dicho verdad, sostuvo Pacino y se largo a reír. No es «furamola» Al, es fu-ma-ro-la, corregí. Bueno, esa cosa, señaló y se rió. Eres divertido muchacho, concluyó.
Pese a la poca lucidez de nuestra conversa, noté que Al Pacino tenía una buena percepción de Downey. Digamos que de los actores noventeros, era de uno de los que mejor me habló, junto con Johnny Depp. De hecho, hasta lo sentí incómodo cuando le recordé que su Oscar obtenido por «Perfume de Mujer», había dejado con las manos vacías a Downey, por su papel de Chaplin. Dicho comentario sirvió para que Al me sorprendiera con una petición. Víctor, ya que como doy cuenta de que eres un amante de cine, quiero que me lleves a un club de videos, me propuso decidido. Me quedé en blanco unos segundos antes de responder. ¿Está seguro que quiere salir?, pregunté. Porque le digo al tiro que no es cerca de acá y hay que caminar harto, argumenté. Estoy seguro muchacho, me dijo.
No quiso micro, no quiso taxi, no quiso bicicleta. No quiso el Blockbuster de Peñaflor, no quiso el 25.4 frente a la panadería, no quiso el videoclub del supermercado. Se había puesto raro. No me dirigió la palabra por algunos minutos. Me perseguí y pensé que había dicho algo que no le había gustado.
Nos fuimos por el camino que yo recorría todos los días hasta el cruce de Malloco, en donde tomaba la micro a Santiago. Pacino andaba pausado, cantando algo que yo no podía identificar. Quería creer que uno de los temas de Spinetta.
Después de caminar aproximadamente media hora, llegamos al videoclub clandestino que está a un costado de la plaza. Un póster de «Amores Perros» nos dio la bienvenida. Al Pacino andaba con mi parca [abrigo] montaña verde, que le había prestado para que pasara inadvertido y así evitáramos cualquier tipo de revuelo que se pudiese ocasionar. Durante los días anteriores, mi paranoia ya había hecho que fantaseara con la escena del alcalde y los concejales, persiguiendo a Pacino por todo el pueblo para una foto. Afortunadamente no sucedió.
Yo vestía el polerón del Inter De Milán, el del 1+8 en la espalda. No lo usaba hace meses, pero creo que el hecho de que Al Pacino me haya hablado maravillas de Zamorano y su paso por Italia, me había motivado a volver a usarlo como una manda, tal como antes. Los sobrinos italianos de Pacino eran unos fans de Iván Zamorano.
Entramos al videoclub y el guatón [barrigón] Marcos me miró punzante. Sin saludarme, ni preguntarme cómo estaba, lo primero que hizo fue echarme en cara que no había pagado la multa de la última entrega atrasada. Me hice el desentendido y le presenté a mi acompañante. Él es mi tío Antonio, guatón. Mucho gusto compadre, le dijo, dándole un apretón de manos. Al Pacino lo saludó sin hablarle.
Mientras Al examinaba los estantes, buscando películas, el guatón Marcos me dijo al oído, entre carcajadas amplificadas: oye hueón, tu tío es igualito a Al Pacino. Yo traté de hacerme el loco, pero él no paraba de reírse. Claro que Al Pacino nunca andaría vestido con esa cagá de parca que le prestaste, lanzó entre risas y manotazos en mi hombro. Mi supuesto tío no se dio por enterado de la broma que nos tenía tan inquietos. Yo reí falsamente, poniendo esa cara de buen amigo, ante la antipática risa del guatón Marcos. Pero debo confesar que no me gustó para nada que el imbécil haya subestimado mi parca favorita.
Finalmente, Al Pacino quiso que arrendáramos la película «Donnie Brasco», de 1997. En ella, actúa con Johnny Depp y, según él, nunca la había visto completa.
La vimos sin decirnos una sola palabra. Yo la había visto en el cine, y hasta ese momento era una de mis películas favoritas, aunque no se lo quise mencionar y menos decirle que yo la tenía en una versión de mejor imagen y sonido que la copia del guatón Marcos.
La trama de «Donnie Brasco» cuenta cómo el personaje de Johnny Depp es un agente del FBI, que se sumerge en la mafia para desenmascararla. Al Pacino representa a un mafioso de poca monta, que resulta ser el mayor afectado por la acción de Depp. Ambos forman una amistad llena de códigos y detalles fraternales, como regalarse plata para los cumpleaños, que era una de mis escenas favoritas.
Cuando terminó la película, nos sentamos a conversar sobre su visión del cine y también sobre el mundillo del espectáculo en Estados Unidos. Me comentó que su pareja también era actriz. Beverly D’ Angelo era su nombre. Me mostró unas fotografías que traía en su maleta. Era guapa. Tiempo después supe que era la mamá del nazi personificado por Edward Norton, en «America X».
El tercer día de convivencia con Al Pacino llegaba a su fin. Pasé al baño antes de irme y me percaté de mi celular, que había abandonado completamente por ese par de días, dejándolo en silencio. 97 llamadas perdidas y 12 mensajes de texto, fue todo lo que alcancé a ver. La batería se acabó.
Me despedí de Al y partí rumbo a casa, pensando en lo que haríamos al día siguiente. También me fui pensando en las llamadas perdidas y en los mensajes de texto. Llegué y mi madre repitió con lujo de detalles el sermón que me venía dando desde el miércoles. Que no me preocupaba de los estudios, que pasaba todo el día en la calle, que a lo mejor andaba en malos pasos, que andaba con la del bandido, que nunca quería decir de dónde venía, y un larguísimo etcétera del mismo estilo.
En cuanto a los mensajes de texto, eran de mi novia. El mensaje número 1 decía: ¿dónde estás? El mensaje número 11 decía: ándate a la mierda. Y el 12: maricón de mierda.
Era un hecho. Mi romance con Paola de Bisiola había llegado a su fin. Una curiosidad cinematográfica, pensé. Sobre todo si me acordaba de aquellas tardes de cine en su casa, en que con su abuelo italiano veíamos «El Padrino», tomando vino tinto y analizando el concepto de familia que tanto le gustaba al viejo. Quise llamarla, pero ya era tarde.
Al otro día, llegué a la parcela y toqué el timbre. No salió nadie. Qué lástima, pensé. Le llevaba una copia de «Taxi para Tres» de regalo. Me parecía muy raro que hubiese salido a dar una vuelta, no era lo que él había dicho. Volví todos los días de esa semana y no pasó nada. Al parecer, Al Pacino se había marchado. Pensaba en que lo habían llamado para que retomara todas las filmaciones, pilotos y proyectos de los que siempre me habló durante esos días. Yo, por mi parte, me había quedado con una sensación de amargura de no haberle pedido algún medio de contacto. Correo electrónico, fax, teléfono, nada. Supuestamente le quedaban cuatro días más en Malloco. Algo debió haber cambiado sus planes.
Los días siguientes fueron de reflexión, de ponerme al día con mis obligaciones. Sin pareja, sin la parca verde, sin el unplugged de Spinetta y sin una prueba contundente que respaldara la historia del paso de Al Pacino por Malloco, me dediqué a revisar sus películas y a esperar el momento adecuado para contarle el suceso a mi madre.
A las semanas después, me encontré con Paola. Actuó natural, más amorosa que de costumbre. Extrañamente, no hablamos nada de lo nuestro. Fue raro. Sin siquiera preguntarle, me contó que tenía nuevo novio. Era actor, había estudiado en la Academia de Fernando González y se preparaba para debutar como secundario en «Los Venegas».
El autor es un escritor y periodista chileno. Este cuento pertenece al libro Al Pacino estuvo en Malloco, publicado en 2012. Otros títulos del autor son: Elogio del Maracanazo (2013), Relatos Huachos (2015) y Las canciones que mi madre me enseñó (2016). Este último se presentó en agosto pasado en el Museo Histórico Nacional de Santiago de Chile.
Nota: Las palabras que aparecen entre corchetes y en itálico fueron añadidas por Diálogo para aclarar algunos regionalismos.