Entró en la casa como si alguien lo persiguiera. Cerró la puerta y se pegó a ella tras el golpazo. No se dio cuenta de que yo lo estaba observando. Me gustaba jugar a que era dos equipos al mismo tiempo. Hacía de Argentinos y de Platense, la pelotita era de papel y jugaba con los dedos de las manos sobre alguna cama. El partido se detuvo ante la llegada de Gustavo, que jadeaba y no se daba cuenta de que yo lo veía. Tiró la mochila y en la cocina la vieja le preguntó: “¿Qué te hiciste en el pelo?”. El pelo de Gustavo estaba cortado al ras y creo que lloraba. Balbuceaba sobre la blusa de seda de mamá. Venía el verano.
Se hizo de noche y nos sentamos todos a comer: Estofado. Papá le pidió a mamá un trapo para limpiar el vino que derramó sobre la mesa, la cabecera de la mesa. Mi hermano Gustavo comía con la cabeza casi tocando el plato. Antonio y Eusebio comentaban sobre las ropas cortas de las chicas en la universidad. Me quedé dormido temprano.
Al día siguiente di vueltas con la bicicleta alrededor del árbol de jazmines en el jardín de adelante, mientras mi vieja baldeaba el patio. Llegó Gustavo de la calle, empujó la reja y mamá soltó la manguera. Fuimos los tres al vestíbulo a escuchar la radio. Siempre escuchábamos tango pero esta vez estábamos atentos al relator. Yo hacía que me interesaba porque me gustaba que me tomaran como adulto. Esperábamos algo. Yo no sabía qué pero esperaba con ellos. De pronto: “documentos terminados en 846, número 120” gritó el relator. “¡Qué suertudos, número bajo!” repetía Gustavo “¡Qué suertudos, qué suertudos!”. Creo que yo también estaba histérico. La vieja hacía gestos de despreocupada mientras se frotaba las manos sobre la falda. “¡Número medio, adentro nomás, mierda, mierda!” decía Gustavo y le sangraban los labios. ¿A dónde lo llevaban? No lo sé, siempre se llevaban a alguien a algún lado. Alguien se los llevaba.
Ahora sólo quedaba esperar a que creciera algún bulto, un quiste, una molestia, algo que irritara o picara para dar un paso al costado de esa hilera de jóvenes sanitos que marchaban con las vibraciones de la saturación megafónica en los pasillos de la revisación médica.
Mamá me mandó hacer mandados. Di una vuelta con la bici alrededor de la plaza. Gustavo se tenía que ir de casa, eso dijeron después de la radio. A mi no me hablaban mucho. Yo jugaba con los números que repetía el relator, sumaba las tres cifras y armaba nuevos números. Al menos mis números eran todos bajos. Yo sentía una fuerza extraña que ingresaba en las casas del barrio, penetrando la rutina de la siesta, almidonando nuestro caminar holgado.
Cuando volví a casa, la Nena estaba consolando a Gustavo. Nunca supe si ella era hombre o mujer, creo que en ese momento simplemente no me lo preguntaba. La Nena llevaba un loro en el hombro y siempre tenía olor a alcohol, una vez me dio de probar licor de huevo.
Llegaron Antonio y Eusebio y se enteraron de que a Gustavo le había tocado número mediano. “Y esto no es nada vieja, el problema es que se vienen los ingleses ahora” dijo Antonio. “Andá a juntar uvas de la parra de al lado, que estas no están maduras” me dijo mamá. A la semana siguiente, Gustavo tenía las valijas hechas, nos dio un abrazo a cada uno y lo pasó a buscar un micro.
Pasaron varios meses porque vino el verano y después otra vez la escuela. A mí me raparon también para evitar los piojos. Sentí que se metían con mi cuerpo, el contagio estaba en los lugares públicos, decían. Cualquier lugar de reunión era peligroso porque ayudaba a la propagación. Me pelaron pero volví rascándome más que nunca, tomé la leche y me fui a jugar al patio, no había nadie en casa. El sol no tenía la misma fuerza que unas semanas atrás. Mientras pateaba la pelota, sentí el ruido de las rejas, llegaba mamá con Pilar, “pasarse por tonto no sirvió, problemas en las piernas no sirvió, pie plano no sirvió, lo tomaron igual” dijo mamá. “Carmen, calmáte” le dijo la gallega. Yo siempre le pegaba pelotazos en la medianera a la hora de la siesta.
Gustavo pasaba algunos fines de semana por casa, lo vi varias veces arrodillado, rezando. El repetía todo el tiempo que la mayoría de sus compañeros viajaban al sur, que a todos los llevaban al sur, y a mí nunca me dejaban escuchar las conversaciones. A mí me separaban con mandados: manteca de la china, fiambre de lo de don Lilo, el quiosco de Margarita.
Un día Gustavo contó en la cena que se le disparó una ametralladora accidentalmente en el cuartel, y le sellaron un papel que decía ITS, algo así como inútil para el servicio militar. Lo mandaron unos días para casa pero no pudo zafar, cuando necesitan más pibes en el sur, cualquiera es buen partido, lo importante era el número, siempre los números. Se fue. A partir de ese momento la vieja ponía la radio, ya no se escuchaba tango. Papá llegaba de la fábrica y preguntaba si había alguna novedad. Antonio y Eusebio quemaban folletos, “se está poniendo cada vez más fea la cosa” decían. La Nena estaba más borracha que de costumbre y la vecina insistía en que había que irse a España. Yo siempre soñé con irme a las costas del Uruguay. A Gustavo no lo vi nunca más. Yo le seguí dando vueltas a la plaza y sentí placer porque todavía me puedo acurrucar en los rincones de mi casa y nadie me hace problema. Pero comprobé que hay un techo, que está ahí, inmóvil. Yo me voy a topar con eso también, y al asomar el cogote me la van a dar. Pronto voy a tener que escuchar la radio con la vieja al lado amasándose la falda con las manos, pronto van a preguntar por mí y yo no sé donde voy a estar, no sé si voy a estar.
El autor es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la U.B.A. Paralelamente, escribe relatos breves y es canta-autor. En estos momentos, se encuentra escribiendo una antología de cuentos.
Al Ras fue el cuento ganador del Concurso de Literatura de agosto 2011 de la Revista Alrededores.