Nuestra sociedad, con todas sus virtudes y belleza, está fuertemente marcada por un fundamentalismo secular. Este se caracteriza por el pensamiento “racionalista” como dogma, la prioridad desmedida en la felicidad del hombre y una postura abiertamente intransigente a toda expresión de la fe cristiana. Es una sociedad politeísta, cuyas religiones -dependiendo del contexto y la experiencia de vida de cada individuo- son para la mayoría el espectáculo, para unos pocos la cultura y para otros pocos la ciencia.
Su interés por la felicidad del ser humano es honesto en el plano individual, pero es una hipocresía en el plano colectivo porque es contrario a su egocentrismo y hedonismo. En realidad se procura el bien individual de manera irreflexiva. Los valores que nos crean conciencia y nos llevan al bien común, mayormente asociados a una fe judeocristiana, hace tiempo se abandonaron. El premio Nobel de Literatura de origen soviético, Aleksandr Solzhenitsyn, desilusionado con el sistema ateo comunista, e igualmente con el capitalista, afirmó: «Sin el toque del aliento de Dios, sin restricciones en la conciencia humana, tanto el capitalismo como el socialismo son repulsivos».
A veces podemos pensar que al sacar la fe de las escuelas, de los medios y de la vida común hacemos un bien porque nos sumergimos en una total libertad ausente de referentes valorativos y no perdemos nada importante, pero la realidad histórica es otra. Estamos, al mismo tiempo, desarraigando los valores sobre los cuales se construyó la civilización occidental como es el significado del trabajo dedicado, la integridad de la familia y el servicio social como legado honesto. No se trata de que el estado promueva el discurso de la fe cristiana, pero tampoco de que con la apariencia de objetividad y de bien común imponga el fundamentalismo secular materialista como dogma.
Es importante establecer que la iglesia, como organización humana milenaria compuesta por personas de bien y otras que no lo son, no es necesariamente sinónimo de cristianismo esencial. El filósofo alemán Jurgen Habermas lo expresa de la siguiente manera: “El cristianismo, y no otra cosa, es el fundamento último de la libertad, la conciencia, los derechos humanos y la democracia, los puntos de referencia de la civilización occidental. Al día de hoy, no tenemos otras opciones”. La fe hoy sigue dando respuesta a las grandes preguntas relacionadas al propósito de la vida más allá de la biología, según afirmaron en un momento significativo de sus vidas los muy conocidos escritores e intelectuales: Leo Tolstoy, J.R. Tolkien y C.S. Lewis. Nos reafirmamos entonces en el valor y la necesidad de la fe cristina para una verdadera sociedad democrática de bien, constructiva y post secular.
El autor es Catedrático de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.