Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
-Gabriel García Márquez
Al cabalgar por la finca de nuestro padre, lo más que le gustaba a mi hermana era sentir fuerte ráfaga del día revolcarle el pelo. Por eso nos pasábamos horas montando caballo, buscando ese momento en que el viento le gustara cambiar de dirección repentinamente, de izquierda a derecha, de este a oeste, y le latigara a Lucía su cabello largo.
—Vamos, que ya son más de las cuatro y hay que prepararnos.
—Dame una hora más que quiero ver la noche llegar.
La finca de nuestros padres es en Ciales, cerca del río Toro Negro y, aunque ya son pocos los caminos en los que podemos correr a caballo, todavía queda suficiente arboleda para perderse un buen rato. La casa queda entre la cima del monte y el lago artificial, que marca el límite de nuestro terreno cuesta abajo al final del valle, casi equidistante entre los dos. Somos una familia grande y ya son tantas las generaciones subdividiéndose lo que hace mucho tiempo sólo le pertenecía a mi tatarabuela, que es difícil aprenderse los nombres. Esa multitud de hermanos, primos y primos-hermanos y sus respectivos hogares decoran en la noche los cuatro lados de la montaña como luces de navidad. Después del viento, la vista nocturna era lo más que le encantaba a Lucía de la finca, así que atrasamos el regreso y nos alejamos de la casa más de lo acostumbrado. Dentro de un corto tramo cubierto de robles, perdimos la poca luz del sol que quedaba. El crujir de las hojas en la oscuridad tenía nerviosos a mí y a nuestras bestias, pero mi hermana continuaba bosque adentro, inmutable.
—Vamos, que del otro lado se debe ver mejor.
Estábamos a kilómetros de la casa y las manecillas de mi reloj marcaban casi las seis. Cuando salimos a un claro que no reconocía, las sombras en la grama persistían, aunque ya no nos cubría la copa de ningún árbol. Lucía se detuvo y desmontó para tirarse en el suelo y mirar las estrellas, pero no las podía ver porque estabamos cabalgando bajo el cuerpo de un gigante sin antes darnos cuenta. Una criatura más alta que los Picachos estaba de pie sobre nosotros, considerando el firmamento y refugiándonos entre sus cuatro patas de tierra, raíces y guijarros.
Lentamente, desmonté mi caballo y tomé las riendas de los dos para tranquilizarlos. Lucía, siempre la más valiente y perspicaz, se acercaba a la criatura gigante para pasarle una mano. Cuando me arrodillé para enterrar una estaca en el suelo con la palma de mi mano y amarrar los caballos, mi hermana aprovechó para escalar al animal desconocido. Seguí su camino hasta que minutos después estábamos los dos parados en la espalda de la altura imposible, apreciando nuestro alrededor. Desde allí se veían las luces de todo el pueblo y era fácil imaginar cómo cada luz albergaba una familia que se preparaba para la cama. Desde allí también era fácil entender cómo todas las demás montañas y valles de la Isla fueron gigantes que ya les tocó su descanso. A Lucía se le revolcaba el cabello y mientras el viento cambiaba de dirección, me hizo señas para que me le acercara. Ahora de pie, situados uno al lado del otro, mi hermana me agarró una mano para que juntos contempláramos el nudo de nuestra soledad.