I
Llovía con sol. Y era el día del velorio. Y un hombre sacudía un par de maracas de color negro contra el cielo gris. Y recién nos bajábamos del carro. Y otro hombre repicaba las campanas de su carrito de helados. Acerola, parcha y piña. Y la fila en el estadio Roberto Clemente en San Juan ya era inmensa. Y de fondo la voz de Rubén Blades en la tumbacoco de la Utier, el murmullo interminable de ocasiones como esta. Y hubo pancartas, paraguas, amigos, lisiados, familias enteras, carritos de bebé. Y un sudor húmedo y anfibio en casi todas las frentes. El reflejo del alumbrado en el cemento barrido por la lluvia. Y adentro un frío gélido y acondicionado. Y altos funcionarios. Y la bandera inmensa arriba. Y seres anónimos. Si, como se dice, a la familia se le conoce en la desgracia, éramos muchos y parió la mula.
II
¿Qué se hace con la foto de un hombre sin vida? ¿Qué se lleva esa mujer sentada en silla de ruedas que respira con dificultad ayudada por un tanque de oxígeno y apunta con su celular adonde reposa –inerte en el centro del estadio– quien fuera el dueño de la voz que supo hacernos familia? ¿Habrá dado con el gesto solemne, irrepetible, de Luis “Perico” Ortiz? ¿Con sus manos que sostienen su instrumento como lo haría un náufrago en su lugar?
También la alcaldesa de la capital saca fotos a todo el que se lo pide. Ahora un hombre camina con dificultad, pasa vestido con una camisa de Jimi Hendrix, barba blanca, tupida, rodillera y pantalones cortos. Alza varios discos de Cheo. Apenas eso. Cerca, Domingo Quiñones y Andy Montañez se hacen uno en el abrazo, y Andy acaricia el rostro amigo de Louis García.
Más tarde llegará el silencio. Más tarde Cocó lo llenará, como cántaro, y tomará fuerte el micrófono, como si de ello dependieran las palabras quebradizas que salen de su boca. Y algo en los rostros de su familia se hará eco de esas palabras. Los deudos seguirán. La familia extendida. Habrá más fotos. ¿A dónde pararán esas fotos? ¿Qué hacer, habría que preguntar, con la foto borroneada, fuera de foco, del ídolo sin vida que ha sazonado la banda sonora de nuestros mejores años?
III
Es temprano y los carros llegan de todas partes. Ya han pasado dos días del velorio. Y hay decenas de guaguas amarillas de los Hogares Crea. Y el sol brilla con violencia y ahora es en Ponce, en el sur, donde tendrá lugar el entierro de Cheo. Y ya no hay filas, sino un tumulto, inmensa multitud que abarrota un centro de convenciones digno de cualquier actividad pequeño burguesa. ¿Habrá querido Cheo esto y no otra cosa? Él, que hizo de los entierros de su gente pobre un himno indecible de la belleza.
Contra todo pronóstico regulador se alzan los panderos. En silencio. Y siguen las fotos. Y hay menos lágrimas hasta el momento. Y vuelve la mujer en silla de ruedas y tanque de oxígeno. Y otro hombre pasa frente al féretro con un perro en brazos, que aprieta contra su pecho, antes de detenerse para continuar su camino. Más tarde llegará el Cano Estremera. Y todas las miradas se detendrán en él, que cierra los ojos y musita en voz baja una oración que parecerá larguísima, casi eterna. Llegará el momento último y será Cocó junto a su hijo la encargada de depositar un beso tembloroso en la frente de Cheo antes de sellar el resquicio final de una vida juntos. Y lloverán, en vuelo breve, un par de flores amarillas. Y con ellas se elevará el primer repique de pandero. Y los pleneros desgarrarán sus gargantas. Y de esas gargantas nacerá una plena:
No llores/no llores,
Que se ha ido para el cielo/
No lo llores.
Y seguirán las fotos. El canto y las lágrimas. Y se encenderán los motores del cortejo fúnebre. Y todos los vecinos saldrán de sus casas. Y habrá gente asomada a los balcones. Y el sol quemará hasta el atardecer. Y quizá eso, y no otra cosa, significará ser familia.
Tanto la crónica como las fotos fueron publicadas originalmente en el libro “Cocinando suave: ensayos de salsa en Puerto Rico”, a cargo del periodista César Colón Montijo, en la editorial venezolana El perro y la rana.