Por: Magali García Ramis
Ya Antonio no sube las escalinatas de la Perla con su mochila llena de herramientas. Carpintero por decenios, ahora no puede encaramarse en escaleras ni mover maderas pesadas. En vez, sube cargando un pequeño acordeón y una sillita plegable, porque son variados los oficios artesanales que él domina. Cada vez que puede, se sienta a la salida de alguna cafetería o junto a la escultura de Tite Curet en la Plaza de Armas del Viejo San Juan e interpreta boleros, danzas y tangos de acordes dolientes, como solo saben ser los de acordeones. Si alguien pasa y quiere darle una propina, bien; si no, también. Como este músico autóctono, decenas de personas van a los centros urbanos a compartir con la ciudadanía diversas vivencias artísticas y a veces ponen en el suelo un sombrerito para recoger alguna dádiva que les permita seguir viviendo o estudiando.
Cerca de la Plaza Dársena un joven estudiante de música toca su saxofón y llena de sentimiento las calles que son de bancos y negocios. Otro día aparece un juglar y recita a Palés Matos, para que no lo olvidemos; o una poeta con un par de cuates recita en la noche un monólogo a las estrellas y la gente le hace coro.
Todos los eneros, al abrir con el corte de cinta las fiestas de San Sebastián aparecen ciudadanos –que no son cabezudos– vestidos de la puerquita de Juan Bobo, de un súper héroe, de jíbaros o de taínos, escenificando –sin papel o permiso alguno– su imaginario de lo borinqueño para el entretenimiento del público. Lo mismo sucede en muchas fiestas patronales a lo largo y ancho de Puerto Rico. Y ni hablar de los grupos de teatreros callejeros que con su disciplina y corazón nos devuelven a Brecht; o de cuando una clase de escuela superior viene a dar abrazos a los transeúntes frente a una iglesia, montando, para todos los efectos, una obra de caridad para recoger dinero y comprarle una silla de ruedas a un compañero estudiante.
El arte público es el más antiguo de la humanidad, el que aprendieron nuestros ancestros junto a la hoguera cuando ni escribir ni dibujar sabían. Intentar que las personas que lo viven hoy día –sea regularmente, sea una sola vez– tengan que estar certificadas, diplomadas, identificadas y registradas en diversos departamentos del aparato gubernamental para que le impongan cuotas, horarios y escenarios es tan absurdo como exigir a los robles sembrados en las ciudades que florezcan estrictamente entre mediados de marzo y fines de abril, u ordenar a las palomas a que solo se posen en los cables eléctricos de 4 a 6 de la tarde, porque sí.
La vida de las ciudades es la vida de la gente en las calles. Las ordenanzas que rigen a quienes transitan han de ser para tener seguridad y limpieza; nunca para encasillar las artes públicas ni a los ciudadanos que las practiquen. Todo lo maravilloso, todo lo novedoso, todo lo inusual y recordable que los residentes o los turistas encuentran en las ciudades, usualmente se debe a algún artista público, espontáneo, que llegó de pronto, sin papeles y, como los trovadores medievales, nos entretuvo y dio vida a nuestras calles y callejones, plazas y puertos.
Si algunos teatreros o músicos o cantantes o imitadores o poetas o juglares que escenifican su arte en las calles y barrios de Puerto Rico desean colegiarse por alguna razón, que lo hagan. Pero nunca, nunca, debe una sociedad, por medio de sus legisladores, forzar a la colegiación obligatoria a lo que no cabe en un papel: el alma festiva de la ciudad que cuidan para todos nosotros el hombre que sube las escaleras para tocar su acordeón, la joven que recita monólogos frente al mar y todos los artistas espontáneos con que cuenta este país.