Nota de los editores: compartimos este artículo que nos remitieron sus autores, Félix Jiménez y Miguel Rodríguez-Casellas, ante el furor causado por la "crisis del corned beef".
Ellos viven aquí, pero ya se mudaron. Así es la erótica del desapego: ambigua, todo futuro. La fuga de los que se van es precedida por un trance de partida: la carne se resiste pero el cerebro ya decidió. Y con los que marchan hacia donde otros han marchado – con la agonía de pagar por sus maletas a las aerolíneas que también se fugan – vuelve la discusión sobre las penas del país dividido, esas que son a convenient untruth.
La velocidad de la fuga contrasta con la lentitud que recibe al que regresa. Para irse todo es rapidez, espacio, acera ancha y fila ágil. Llegar es esperar, recordar que pocas cosas funcionan, odiar el calor por el efecto que ejerce sobre los que procrastinan la llegada, cargando un cuerpo que les pesa. Las bienvenidas son parcas, si es que llegan a salir de los labios de la infeliz sentada que arranca tickets de maleta justo antes de que el calor preludie el infierno breado. Ni ella ni el retornado se miran, pero si lo hicieran compartirían el hastío.
En su libro sobre el dolor, Elaine Scarry descifra el momento en que la ficcionalización de un territorio hace del amor violencia. "It is when a country has become to its population a fiction that wars begin, however intensely beloved by its people that fiction is". La máxima benjaminiana ("History decomposes into images, not stories") hace eco. Sí, aquí hay guerra, pero la ficción no admite sangre, y en vez de épica es dramita con loop de efectos especiales. La ametralladora es percusión en el soundtrack reguetonero del multiplex nacional.
El director canadiense Atom Egoyan diría que Puerto Rico se cuenta como una película extranjera, subtitulada, doblada en intensidades de incredulidad. Puerto Ricans Unplugged: se-van-se-quedan-vuelven-viran-giran-en-espiral-se-marean. El destete conceptual toma formas de desprecio: Puerto Prickans in Tampa: The New Conquerors es un blockbuster de ciencia ficción y los subtítulos pasan muy rápido.
La prisa es un gesto inconsistente en Puerto Rico. La velocidad de las llaves que salen de la cartera cuando el encore apenas comienza no explica la lentitud gorda del que se aferra a la puerta del elevador a compartir un chisme que cada vez se cuenta con menos habilidad. Cuando el relato nacional pierde interés el chisme cotidiano sufre. Se cuenta sin ganas porque ya no hay nada interesante que contar. Material sobreexpuesto es la vida. La culpa no es del calor.
Se van los que se resienten, los que paradójicamente sienten pánico al cambio. Es que el maíz, el trigo, el pan suben, aunque gratis sean las guaguas. El arco narrativo del país se reduce a jamonilla y corned beef de Argentina o Brasil, y el especial de 3 latas de salchichas x .99 en Grande o Amigo muere. Hasta Grande muere. Del security gate del aeropuerto a la línea divisoria entre bolsillo y corazón: sólo pasos para el escape furioso. Irse conviene. Irse es llover sobre el desierto demográfico de partos innecesarios e insustentables que secan la posibilidad de comer de la tierra que no vio nacer a nadie, porque andaba ocupada haciendo de terruño amado para el porciento que disfrutaba verla desde la comodidad de su burbuja móvil de aire invernalizado. Antes se come frío que vivir caliente.
Hay más carne allá que acá (3,987,497 allá; menos de 3.8 millones acá), pero las carnes que se quedan delimitan el territorio, la manera en que el país habla de sí mismo. El 3 latas x .99 se nostalgiza. En la lengua de todos está el paladar de otros. La lata de comida militar fue la hostia santurrona de la eucaristía pre-nacional que juntó el cuerpo desnutrido del boricua con el dios rubio y destemplado. Comerle su comida es tragarle sus fluidos. Puerto Rico traga. Su victoria sobre la pobreza aciaga consiste en poder/saber tragar lo que le sirven. Dejar de comer es dejar de ser.
Es la carne lo que amenaza el destino manifiesto del estómago mantenido: es el corned beef el plato principal de la isla en gastrofuga. En Blubberland: The Dangers of Happiness, Elizabeth Farrelly calibra la obesidad, la arquitectura, los cuerpos que no caben, y dice: "I, like you… cannot abandon comfort, convenience and pleasure for the sake of abstract knowledge. Can't stop doing it".
Acumular es un lujo, y para eso abundan nalgas, muslos y barrigas. Exhibirlas en cinemascope de licra y bulto es andar con el buffet a cuestas. El sudor es aderezo de masas blandas, penetrables por el tacto que comienza en los ojos. A más de uno ese menú lo aviagra. El niño ya no es tan pequeño, ya no cabe en el corazón de nadie, más bien en el pantalón agrandado para el itinerario de combos que podrán a su portador en desforma. La grandeza de América es lo que tiene a los boricuas locos. Abundan las voces bugarronas que regresan contando lo grande que era todo. Les gusta lo grande. Como la Dayanara que celebró las grandezas imaginarias de Puerto Rico al encasquetarse la corona. Pronto se pondría a dieta y hablaría de las alcapurrias en ademán de nostalgia obligada, cuando – en el fondo, bien jalda adentro – la nostalgia estaba dentro de una lata, la nostalgia es piltrafa.
También en Guaynabo City el corned beef se prepara con hambre, aderezado con Gruyere en vez de Kraft Singles, pero aborincanado nonetheless. ¿Será verdad que la ceguera del desprecio se puede servir rebanada al abrir una lata de Armour? En algún momento se comienza a despreciar. A separar las misses de las pajas.
Las misses se van y los boxeadores se quedan. En el país-isla, las nenas se casan bien remuneradas, los boxeadores se retiran primero y pierden la casa luego. La piscina en forma de guante de alguno es la arquitectura parlante del tipo que ha perdido la habilidad para agarrarse a la vida. La mano de la miss no deja de saludar, como diciendo que ésta no me la agarra nadie, esta mano es mía, con ésta les dejo saber que no soy de ustedes, que mírame ahora porque eso es todo lo que vas a tener, yo me pongo la cinta y la corona para librarme de ti, Puerto Rico. Para el que se queda Maripily es consuelo, la razón para decir que la cosa está bien buena, a pesar de que los bolsillos andan apretados, en pares, como testículos prostéticos. Los huevos de los portorriqueños hace tiempo que contienen monedas. Es así como se reproduce el cuento nacional, a través del metal espermatozoidal que mueve hoy las montañas que antes movía la fe. Imaginar qué se siente en la entrepierna cuando el bolsillo no eyacula como antes: nada.
Ahora el beloved country es el despised territory. ¿Por qué llorar por el corned beef con maíz si es de esa receta de criollismo impostado de la que se pretende escapar? Verse no es quererse. Quererse ver no es verse. Entre lo uno y lo otro se escurre el afecto del sujeto afectado. Puerto Rico es ceguera visionaria. Tiene nombre su síndrome, Puerto Rico, que es parecido a los desfases del bulímico, las compulsiones del obsesivo y la frialdad del flemático. Entre la imagen imaginada y el adjetivo que enuncia calidades atesoradas alguien miente sin saberlo y actúa sin quererlo.
A los que se quedan, pues, que se los coma la ansiedad. Irse es una erección de posibilidades materiales. Fantásticas.
De las incapacidades gubernamentales que en Puerto Rico alimentan las letanías de fracaso nacional, la más extrañable es la producción fantástica, el control sobre el aparato comunicador que administra la realidad. Sin sueño no hay despertar abrupto, más bien insomnio crónico y, con él, violencia, crankiness irracional. Nunca el que se iba marchaba tan contento, tan liberado de las advertencias instrumentadas en La carreta del universo marquesiano que epicentraba al mal en el allá. El acá, avejentado, sin lustre mítico, no puede competir con la libre empresa de imágenes y relatos que pornografían la vida en territorio extranjero.
A los que se van les persigue una fantasmática responsabilidad en constante circulación engañosa. Las crónicas de la salida pintan cerebros traidores liberándose de una sutil prisión – la de quedarse-, salvándose de la verguenza de haber sido, pero sintiendo el dolor de ya no ser. La aspiración es desaparecer del aquí oscuro. Iluminarse.
La oscuridad del panorama vial urbano – producto de una política estatal de ahorro energético, no del robo de cobre como se alega – destaca en clave futurista al iluminadísimo legado del rosellato construido en tiempos de Sila. El distrito del Centro de Convenciones es en realidad el Warner Brothers de la producción de fantasía local. Hasta el aeropuerto parece conjugar fantasía de futuro con cada nueva adición. Paseo Caribe no logró insertarse en la lógica ficcionalizada del rosellato – aún con una audiencia incondicional – porque su fealdad impide la escapada simbólica. Pronto algún artífice luminotécnico descontexualizará al infame complejo para hacerlo parte del repertorio de ciencia ficción que incluye a las propiedades varadas de la Baldorioty, los condominios que buscan desesperadamente compradores. La improvisada navidad nocturna casi cuesta tanto como el préstamo que se queda con la ganancia calculada. Perecerá todo proyecto que no logre borrar al lugar con su presencia. Así se visten de escapada los vestíbulos de La Concha, el Condado Plaza y el San Juan Hotel: sci-fi para el ojo del refugiado boricua.
La imagen del consumidorriqueño empacando maletas para refugiarse es insidiosamente reconfortante, aunque irse no inmuniza a nadie contra un buen corned beef. Pero en la tele que se despacha con la cuchara grande, el corned beef pertenece al rango de los faux pas de clase, como el dubi o los Spandex. El corned beef es el marco conceptual de una pregunta: Have we fared well as a welfare (non)state?
Humans are not site-specific. Pero aquí se presume un castigo para los Natural Born Ricans. Si dicen adiós, se les pide que exudan patriotismo, su trauma portátil. Se presume que les va a ir bien porque ya nada puede ir peor. Se les pide que no cambien. De pronto todo boricua es arqueólogo de su alegada identidad, responsable por su patriótica conservación. El desprecio sentido in situ se traduce afuera en apego por lo que sea. La tiquismiquería con la que se delinea lo puertorriqueño en el esto sí/esto no rutinario de aquí, allá cede a un agarra lo que te quede pues es mejor a que te falte.
La ira es el acto cotidiano de los que se quedan y ya no pueden diluir su desprecio. No es acto defensivo; es asco ofensivo. Es que no han dado el salto. Viven aquí, pero ya se mudaron. Se creyeron los viejos anuncios de Eastern Airlines: Hablar de los que se van es su único acto puro de cosmopolitanismo. No se van, pero ya en sueños se han ido de la ínsula a urbes extrañas. Y ya se van acostumbrando los refugiados a una vida anticlimática que no pudo ser anticipada en los 30 segundos de teletransmisión del Toñito Cabanillas que les vendió el viaje sin retorno. Queda en el desterrado un recurso de negación simétrico al del quedao: a todo el mundo todo le va bien todo el tiempo. La gordura testimonia el éxito. Cómo negar la carne inmensa que viene a ratificar su compromiso con la vida en la isla. ¡Familia!
Sobre los autores:
-Félix Jiménez es profesor de estudios culturales en la Universidad del Sagrado Corazón y visiting scholar de la Universidad de Columbia.
-Miguel Rodríguez Casellas es profesor y fue decano de ArqPoli: La Nueva Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Puerto Rico. Este ensayo fue publicado originalmente en la Revista Domingo de El Nuevo Día.