Emprender un viaje desde San Juan a Barranquitas es un suplicio para cualquiera. Mas cuando se viaja sabiendo que te espera un festín de cultura, guarnecido por el verdor y la pasmosa tranquilidad de las montañas barranquiteñas, el recorrido es placentero y sabes, desde luego, que te augura un día mágico. ¿Cómo me hago entender? Que desde chico, la Feria Nacional de Artesanías de Barranquitas, más que una tradición, es un centro de gravedad para todos los barranquiteños y barranquiteñas. Y yo, como uno de ellos, me jacto -y de la mejor manera- en decir que he crecido con la feria más antigua de Puerto Rico y el Caribe.
El aire es distinto en esos días de julio. La gente se ve regocijada. Y el pueblo, con sus coloridos edificios que albergan pocos -o ningunos- comercios ya, abrazan al público que, Isla adentro, cada año visita la cuna de próceres. De la feria tengo memorias palpables. Las veces que probé gofio. Ese polvillo dulzón que se me pegaba al paladar, y yo creyendo disimular lo escupía con disgusto. De aquel año en que salí montado en un caballito de palo. Que era blanco, como el Pegaso de Zeus, pero sin las alas. Del trompo que olvidé cómo hacer girar. De las pulseras en cuero que llevaban mi nombre. De las piraguas que amilanaban el calor. De los dulces de jengibre, de coco y piña, de almendras y guayaba. El ajonjolí, el preferido de mi abuelo Félix. También de la lámpara de cristal de playa que dibuja al Viejo San Juan. La hizo mi buen amigo artesano Bryan Paslay. Me la regaló. Y cómo olvidar el güiro que talló Osiris de alguna higüera, y que conservo para cada fiesta navideña.
Así que, no es broma cuando digo que hay magia. Salí muy entusiasmado de Río Piedras, y llegué en poco más de una hora. A medida que me acercaba más al pueblo, iba pensando a quién me encontraría este año o a quiénes conocería. Llegué y me encontré con mi amigo Bryan. Nos confundimos en un abrazo, y me echa la bendición como uno más de sus hijos. “Todo va bien”, me dijo el hombre que ha perdido hijos en esta vida, y que ha sufrido el embate de infartos y otros males. Pero allí estaba, con sus lámparas y sus plaquitas jocosas y pícaras. Le pregunté cómo iba la venta y me dijo: “para nada, poco es mucho”. El año pasado, recuerdo, le fue mejor.

Junto al artesano y amigo Bryan Paslay. Al fondo, sus lámparas de cristal de playa y las placas jocosas.
Como mi estancia en la feria este año fue más periodística -o sea, más mágica- que otra cosa, me agucé. Le dije a Bryan que me recomendara gente como él, bonachona, para hablar un rato, para conocer. Escuchar a la gente suele ser la destreza emérita de todo periodista. Aunque pasa que muchos solo oyen. Y como Bryan sabe que me gusta siempre escuchar, allí me dio unos nombres para ir a visitar.
Me asomé por la mesa de Edwin Martínez, un artesano, o debo decir, maestro del repujado en metal. Me senté a hablar con él. Hombre muy elocuente, de fe bien arraigada. Me explicó su arte. Un proceso medio complicado, que por mi mente olvidadiza no sabría explicar bien. Siempre me pasa que quedo prendado de algo en la feria. Esta vez quedé prendado del repujado en metal que ponía a relieve al loco, mas nunca zafio, don Quijote de la Mancha. No se lo dije. Me limité a decirle que me gustaba mucho su trabajo y que estaba impresionado que alguien con dos maestrías viviera ahora, en esta lánguida economía, de la artesanía. “A mí me honra mucho poder decir que vivo de esto”, me dijo subiéndose sus lentes mientras trabajaba otra pieza más pequeña en su mesita inclinada. Terminé comprándole la pieza a la noche siguiente, en el final de la feria.
Seguí caminando, y el sol estaba vigoroso y picante por ser el mediodía. La gente seguía llegando en esa tarde de sábado. Mientras caminaba bajo las carpas blancas, vi aceites y jabones, cuyas fragancias de eucalipto se mezclaban con el incienso de la esquina. Más abajo, al lado de la Plaza de Barranquitas, que lleva el nombre de un fallecido sacerdote a quien estimé mucho en mi niñez, estaba un tabaquero, y ahí me llevé otra fragancia. En la tarima podía sonar un seis mapeyé, como una salsa del Gran Combo. Honestamente, no estuve pendiente a la música. Caminé como si hubiese estado peregrinando y me encontré a muchos amigos.
Pasé por la mesa de don Pablo Latimer Maysonet, tiene 73 años. Eso no se lo pregunté. Me lo dijo sonriente mientras mostraba una serigrafía que le hicieron por ser el artesano más viejo. Lleva ya 65 años tallando trompos y yoyos. Me contó que es un santurcino de buena honra, que trabajó como policía en los años 60, y que está cansado de estar en el vaivén de las ferias. Le dije que lo entiendo, los artesanos tienen de sedentarismo lo que tengo yo de tailandés. Son, para hacerme entender, unos gitanos. Gitanos del arte. Y mientras hablábamos, un hombre de unos 40 años se paró a explicarle a sus dos hijos -presumo- cómo jugaba él con los trompos cuando niño. Ellos miraban con extrañeza. No le compró los trompos. Esos se quedarán sin saber jugarlo.
Volví a la mesa de Bryan. Me dijo que me diera la vuelta por la iglesia de San Antonio de Padua. La que cuando era niño me asombraba por sus vitrales y su techo en madera. También me daba miedo, confieso. Pasé por el lado de la iglesia, y atrás, en una galería, pintores y otros artistas plásticos presentaban sus obras. Me paseé por allí y mi carnet de prensa me delató. Un señor simpático, exponía sus pinturas. Observaba su trabajo que incluía a don Pedro Albizu Campos caminando por alguna calle adoquinada del Viejo San Juan. Se me acercó y me dijo: “Tú y yo somos casi colegas”. Yo le dije que no pintaba, que me limito a escribir. Pero me contestó: “No, es que yo fui periodista, trabajé en la mesa de noticias de WKAQ Radio hace algunos añitos”. Su nombre, Hiram Collazo. Nos enfuscamos en la conversación. Me contó que escribía poesía, y luego resultó conocer a una profesora de mi último semestre en la universidad. “Puerto Rico es un gandul incestuoso”, le comenté y nos despedimos con un abrazo como si fuéramos amigos de mucho tiempo.
Cuando salí llovía a cántaros. El día se tornó plomizo, pero el espíritu de la gente no. Continué mi caminar y me encontré con más amigos de la infancia. Y nos dedicábamos a recordar. Porque a fin de cuentas, la magia de la feria es esa, evocar el recuerdo y hacerlo tangible en medio de una fiesta de pueblo.

La gente apostada en la Plaza del Bicentenario Monseñor Miguel Mendoza, escuchando la música, reencontrándose y disfrutando. (Cristian Arroyo/Diálogo)
Escampó y la plaza Monseñor Miguel Mendoza -el cura a quien estimé mucho- estaba inundada de gente. Yo miraba y seguía viendo a muchos amigos. Por eso es un centro de gravedad, un campo magnético. Las carpas blancas circundaban la plaza. Los quioscos de fritanga y bebida hacían su agosto, y los niños iban con juguetes que probablemente sus abuelos ingeniaron en su infancia. Me quedé hasta la noche. Comencé a despedirme a las 9:00. Terminé yéndome a las 12:00. Todos estaban allí. Todo estaba pasando en la quincuagésima cuarta Feria Nacional de Artesanías de Barranquitas. En mi casa de verdad.