En mi mente iba la crónica, y como sabía que debía ser cruda, llamé a un pana mío de una barriada playera pa’ ver si me resolvía. La barriada a la que me refiero está cerca de la playa de Vega Baja, una de esas donde se pescan cocolías y jueyes y también notas apestosas si usted es de los que se pasa en el punto de crack. Bueno, el caso es que el pana mío responde positivo ante el pedido de llevarme a la estación de tren de Bayamón. Era como las seis de la tarde y como a las siete me monté en su carro equipao’. “Quiero ser tu hombre, pues tengo hambre…”, cantaba el radio, la nueva canción de Plan B y Tony Dize, evitando cualquier intento de conversación durante los primeros cinco minutos de viaje. Eso de hombre y hambre me recordó brevemente al maestro José María Lima, pero el cigarrillo mentol que me ofrecieron me obligó a bajar el cristal y enfocarme en el encendedor. “Vamos primero a dejar algo y luego te llevo”, me dijo, bajando el radio justo cuando Chencho de Plan B roncaba que su nuevo disco, House of pleasure pronto estaría a la venta (“House of pleasure, coming soon!…”). No me atreví a preguntar lo que íbamos a llevar. Fuimos, esperamos un ratito, mi pana se bajó y le dio unos paquetes de “no sé qué” a un señor dentro de una S.U.V, no sé si era Yukon, Explorer o Grand Cherokee… tanto tiempo a pie me hace confundirlas todas. De ahí nos fuimos a otra comunidad, esta vez con control de acceso donde el pana mío logró entrar sin problemas.
Nos detuvimos frente a una casa de dos plantas con un BMW y otra S.U.V. (no me pregunten clan) en la marquesina. Mi panita se bajó a dejar otra cosa y luego nos fuimos. Eso es así, hasta en el campo más campo de Puerto Rico sucede: los chicos de los barrios llevan su estilo de vida a las urbanizaciones, quizás solicitado por los mismos jóvenes con poder adquisitivo, quizás en búsqueda de otro ambiente donde desenvolverse. Es decir, los que piensen que los movimientos de drogas y armas son responsabilidad meramente de la gente pobre están equivocados. “¡Si son los de cuello blanco los que están en el tope de la escalera clandestina!”, pensé. “Ah, pero es que también son los de cuello blanco los que gobiernan…”, repensé. Después de eso arrancamos hacia Bayamón, a corte de pastelillo puro, claro está, y dialogando sobre el estado del reguetón de ahora. “Lo que me gusta de Wisin es cuando ronca a lo último de las canciones”, me dijo mi socio. Coincidí. De momento, cambió el radio y puso un clásico de Ñengo Flow, el brillante cantautor del residencial Virgilio Dávila que hace un par de años compuso el tema: Con el caracol te cambio el rostro de color. De esa manera llegué a la estación del Tren Urbano. Me monté pensando dónde me iba a bajar. Podía bajarme en le estación de San Francisco, pues tengo un pana que se pasa en el residencial Vista Hermosa y podía dar una vuelta para ver como se movía la cosa allí. La otra opción era seguir hasta la última estación y agarrar la guagua hasta el Viejo San Juan y escribir otra narrativa sobre los guaynabitos fumando en la placita de La Perla, mientras los residentes siguen su vida normal, los tecatos suben y bajan la cuesta y los tiradores trabajan. Bueno, pues, pa’ Vista es entonces.
Caminé y caminé y al fin llegué adentro, ya la noche había caído. Le pregunté a lo que supuse que era un tecato (pues andaba andrajoso con una batería dentro de un carrito de compras) por el pana mío y me dijo que lo había visto dos días antes. Por nuestro lado pasaron dos canitos oyendo el roots reeggae de Steel Pulse en una S.U.V., quizás Yukon, quizás Explorer, quizás Grand Cherokee… no sé, solidificando la cuestión esa de que ya los riquitos no le temen a entrar a los residenciales para hacer lo que tengan que que hacer. Le di al vagabundo dos pesos que me pidió, pues lo conocía de otra ocasión. Seguí caminando con él pa’l punto, hablando sobre Fortuño y la pelea que Miguel Cotto y Manny Pacquiao habían recién pactado, como el que no quiere la cosa. Cuando llegué, conocía a otra persona que también llevaba lazos de amistad con el pana mío. Así que me quedé tranquilo, dándole oído a una canción de Cosculluela que sonaba en una motorita. Pensé: “¿Cómo sobrevive una persona que pide dinero si la posibilidad es grande de que todo el dinero se le va en droga? ¿Cómo comerá, dónde dormirá aquel treintañero al que le di dos dólares, si eso no da ni para un combo de McDonalds? A la verdad que esta gente debe andar más preparada que un soldado de guerra…” Seguí analizando en mi mente la situación, pues, al fin y al cabo, esta meditación me mantenía tranquilo, sin nervios. Mi paz duró poco. “¿Y qué carajo tú quieres?, me dijo el tipo del punto, mientras fumaba y guardaba una paca. La persona que conocía se alejó. Pensé en si tenía dinero, pero no. “Na’ aquí esperando a un pana”, le dije. “¿A quién?”, respondió. Le dije el nombre. Se quedó tranquilo… mejor dicho, menos inquieto, después de mirarme de arriba abajo. Llegó otro muchacho, esta vez sin camisa y con la culata por fuera del mahón, como si fanfarroneara del poder que alguna alta esfera del caserío debió confiar en él. Le preguntó al chamaco que qué yo quería. Le dijo que yo “dique” esperaba al pana mío. Se pegó. De momento, cuando pensaba que me iba a hablar directo, gritó: “¿Tú conoces a éste?”, señalándome y mirando hacia lejos detrás de mí. Me volteo y grita mi pana: “Sí, ese es mi socio”. El pana mío me dio un abrazo, me presentó a los muchachos, se retiró un momento a hablar algo con ellos y luego nos fuimos. Caminando hacia fuera del caserío me dijo: “¿Y qué tú haces aquí?”. Le dije: “Te vine a buscar pa’ que me acompañes a ver a los guaynabitos fumando en la placita de La Perla, que tengo que escribir algo”. Y nos montamos en la AMA. Para ver la edición de Diálogo en PDF haga clic aquí