La historia que voy a relatar hoy no trata de la friendzoniá más grande de la vida, tampoco de bandas de rock independientes ni de internaciones en Capestrano. Mucho menos, esta historia trata sobre yoyos y trucos que se pueden hacer con tan curioso artefacto. Esta es la historia de los hombres de una tribu que proviene del lejano oeste y de cómo estos hombres le dificultan la vida a las mujeres capitalinas.
Lo conocí hace exactamente un año. Me salvó la vida aquel día que no tenía ni para coger el tren.
—Toma un peso, ya me lo pagarás algún día— dijo sonriendo.
Cuando eso sucedió, pensé “coño, Brenda, encontraste al hombre que es”. Lo único que sabía de él era que en la Facultad todos sabían que era mitad quebecoise. Fue por eso que lo bauticé en mi propio culto como “el chico lindo de Quebec”. Nunca supuse que sería peor que eso.
Cuando nos conocimos hicimos click instantáneo. Debí haber sospechado lo obvio: friendzonéo inmediato. Claro, es lo mejor que saben hacer todos los de su especie. A pesar de que mi razón me decía eso siempre, mi corazón se siguió envolviendo. El día que tuve la oportunidad lo besé. A ese beso lo único que él respondió fue:
—Pero Brenda, si somos amigos.
Bravo. Otra vez mi corazón le jugó una bien mala a la razón. Siempre metiéndonos en líos. Hasta ese punto, ni yo había comprendido ni nadie me había explicado que así funcionan ellos.
Los aguadillanos, principalmente los que están en Río Piedras, son una especie bastante compleja. En la universidad todos se conocen, saben a qué escuela fueron, conocen los sitios que frecuentan, podrían decirte con certeza la calle y la casa donde vive cada cual por allá y hasta se dividen en dos subgrupos: los que viven cerca de la base Ramey y los que no. Los que viven cerca de la base, según los que no, están todos locos. Ninguno de ellos ha dejado de ser parte de la JROTC. Me atrevería apostar que es un pecado ser aguadillano y no tener una historia de milicia. Eso es lo que propicia vivir en un pueblo que tiene una base militar. Yo misma pude hacer la prueba de que los que viven cerca de la base están locos, pero aún no les he encontrado lo cuerdo a los que no viven por allí.
“El chico lindo de Quebec” es uno de esos que vive cerca de la base Ramey. Como todo buen aguadillano, sabe surfear, es skater y también tiene una historia en el JROTC. Pude saber que estaba medio loco aproximadamente a las dos semanas de conocerlo. Él no había conseguido superar la traición de su ex y hasta las escaleras eléctricas de Plaza se la recordaban. Muchos meses después supe que algunas semanas antes de que me salvara la vida con aquel peso para coger el tren, él había estado internado en Capestrano. Cuentan las malas lenguas que se puso agresivo en una de sus clases porque olvidó tomar el litio que le recetaban. Cuando lo conocí acababa de darse de baja de todas sus clases. Claro está que nunca volvió a la universidad, a pesar de ser una de las estrellas del departamento de francés.
La última vez que lo vi fue bastante perturbador. Ya me había quedado claro que estaba equivocada en aquel momento que dije que él era el hombre. Sin embargo, él insistía en estar cerca de mí, en abrazarme, en tocarme como nunca lo había hecho. Si me veía entusiasmada con otro, me echaba el brazo. ¿Será imbécil? No, es aguadillano. Tuvo su oportunidad en bandeja de plata y la echó al zafacón.
También conozco a un chico que no vive cerca de la base. Sin embargo, este vive cerca del monte y nos hace cuentos de los indocumentados que han llegado hasta su patio. Se la pasa por la universidad haciendo historias de la grandeza de Aguadilla y recordándonos que ese fue el lugar por el que Cristóbal Colón entró a Puerto Rico. Yo todavía creo que entró por Aguada. Lo conozco desde hace un año y hemos tomado muchísimas clases juntos. Siempre busca cómo impresionarnos con sus habilidades con el yoyo y hasta fue a un programa en Miami a hacer trucos con el aparatito. Otra cosa que lo caracteriza es su afición por la escena del rock indie local. No hay nada sobre ese tipo de música que él no pueda responder. Probablemente esa sea otra de las cosas que le provee su condición de aguadillano, el Indie Rock Fest se celebraba por allá.
Siempre lo había visto como el compañero rarito, que insiste en hablar portugués europeo y que siempre se vacila mi acento pseudo-paulista. No fue hasta que un día tuvimos una conversación en la cual nos dimos cuenta que teníamos algo más que el portugués y el ruso en común: un futuro en Seúl, Corea. A partir de ese momento, el chico del yoyo y yo nos hicimos mucho más cercanos y hasta comenzamos a estudiar coreano juntos. No sé si siento alguna atracción por él pero siempre que me lo encuentro y hay alcohol de por medio ocurren cosas extrañas. Hace algunas semanas me lo encontré frente al Boricua. Yo estaba con dos amigas. Cuando me vio, decidió hacer alardes de sus dotes en el idioma ruso.
—Kakaya krasivaya devushka (Que nena más linda)
— Kakaya? (¿Cuál?)—le pregunté, pero no recibí respuesta alguna, de seguro no entendió.
Nuevamente, estaba siendo friendzoneada en proporciones gigantescas por otro aguadillano, que esta vez no era de los de la base. Decidí irme a beber resignada a que lo único que teníamos en común eran dos lenguas extranjeras y un futuro en el mismo lugar apartado. Estaba hablando con otro chico cuando de momento siento una voz familiar a mis espaldas. Era él. En ese momento, decide interrumpir mi conversación para decirme:
—Tenemos que planificar para que vayas a Aguadilla y que mami te cocine.
Sí, había conocido a su mamá hacía algunas semanas atrás y parecía que me había adorado. Lo que me estuvo curioso fue el timing de él para recordarme la invitación que me había hecho su mamá, justo cuando hablaba con otro. Pero, ¿no hacía apenas algunos minutos me estaba diciendo que le gustaba una de mis amigas? Otra vez un hombre del lejano oeste viene a perturbar a la capitalina. ¿Quien los entiende?
Si me preguntaran con que frase describiría a un aguadillano diría sin titubear: “no comen ni dejan comer”. He aquí la historia de dos aguadillanos que lo han hecho conmigo. Pareciese que me han friendzoneado de la manera más absurda, sin embargo, cuando me ven con otros, algún comentario tienen que hacer para marcar territorio. Me jode la vida que quieran marcar territorio. Cualquiera diría que mi segundo nombre es Aguadilla.