Para Carmelito
Agarrada de la scooter que con uñas y dientes defendió, Inés comenzó a sentirse asfixiada. La gente corría despavorida ante la fuerte emanación química que invadía toda la tienda por departamentos. Eran las cuatro de la madrugada cuando aquel establecimiento abrió de par en par sus puertas automáticas. A la gerencia no le quedó otra alternativa. Hubo que adelantar el inicio de aquella “venta especial” porque la muchedumbre arremolinada amenazaba con romper cristales.
Allí, toda apretujada, sin importarle mucho lo que había vivido dos semanas atrás, estaba Inés. Apenas se cumplían siete días desde que fue dada de alta por una pulmonía doble. Pero cuidarse para no caer nuevamente en la unidad de cuidados intensivos, era lo que menos le importaba esa noche. Inés estaba decidida a lograr su objetivo: esta vez no iba a defraudar a su nieto.
Sucedió que, el año anterior, los "Reyes Magos" le habían dejado a Carmelito un carrito de control remoto. Obsequio que fue rechazado con el más agudo berrinche: “¡¡Mamá, yo no pedí eso!!”, y la abuela no sabía qué decir cuando su hija reprendió al chiquillo. Inés trataba de calmar los ánimos: “Mija, se paciente que los niños no saben”. Y consolaba a Carmelito: “No te preocupes, mi niño, que el año que viene será”. Aquel carrito Hot Track fue lo que Inés había podido conseguir del sal pa’ fuera que se formó ese año en la venta del madrugador. Carmelito no tenía la menor idea de que su abuela, y no los Magos, era quien tenía que hacer malabares para reunir el costo de aquel carrito BMW, último modelo.
Este año, sin embargo, la abuela había tomado otras precauciones ante su nieto. Abu tomó la precaución de que anotara en un papel lo que deseaba de los Reyes. Le dijo la abuela: “Lo más seguro fue que, el año anterior, esos Santos Varones no entendieron mi letra, mijo”. El rapaz no la dejó terminar su explicación y endilgó su petición. Se trataba del regalo del momento. Lo que todos los niños deseaban. La última novedad en la industria de juguetes. Cuando Inés leyó los garabatos del rapaz, le dijo: “Si supieras, Carmelito. En mis tiempos de muchacha, a eso le llamábamos ‘teresina’. Recuerdo que mi abuelo construyó con tablas y ruedas de latón unas cuantas para sus nietos”. Y para sí misma añadió: “Viviendo en aquel arrabal no se podía tener más. Pero al menos éramos felices. Sí. Eran otros tiempos”.
Para esta ocasión, Inés se había prometido cumplir a toda costa con la petición. No estaba dispuesta a sentirse culpable al contemplar la cara triste de Carmelito. Y se dio a la tarea de examinar minuciosamente los shoppers en cada uno de los periódicos. Sin remedio, su selección fue la tienda que ofrecía el juguete a un precio menor. El único contratiempo que tenía que enfrentar era que aquella tienda no quedaba cerca de su casa. Esa fue la razón por la que salió muy temprano en la noche, después de haber comido los pedazos de pavo que aún quedaban de un solitario Día de Acción de Gracias. Y, con bultito rojo en mano y una sombrilla en la otra, se detuvo en la parada. Aprovecharía aquellos momentos para rezar su rosario nocturno.
Sabía que en compañía de la Virgen de la Guadalupe podría tolerar una espera que podía prolongarse largas horas. Nadie podía predecir cuál sería el antojo del conductor de turno. A unos les daba por hablar, hablar y hablar, con cervezas clandestinas, en los negocitos cercanos al terminal, sin que se inmutaran por cumplir con el horario establecido. Otros conductores solían entretenerse intentando enamorar a la pasajera que pareciera dispuesta aceptar piropos. “¡Ampárame, Virgencita! Que llegue pronto la guagua, ahora que acaban salir de esa huelga… ¡Ay, Virgen santa!”. Murmuraba Inés con la firme convicción de que rezar en aquella parada también le traía otros beneficios. Sentía que aquel ritual de Ave María y Padre Nuestro la protegía de cualquier bandido. Pocos eran los que se aventuraban a llegar a esa parada ante los innumerables atracos que allí ocurrían. Ya cuando Inés rezaba las letanías apareció la “T-3”.
Esa ruta la llevó cerca de la gigantesca tienda por departamentos. Y allí se bajó, casi corriendo, para salir de aquel paraje oscuro. Sendas pedradas habían hecho trizas los focos de los postes cercanos. Las gotas de sudor le empañaban la vista. Sentía el ritmo de sus latidos. Sin embargo, fue la primera en llegar a la entrada del comercio. Del bultito rojo sacó una sábana y la colocó en el suelo. Llevó, además, un pequeño radio en el que sintonizó a un naturópata nocturno y se recostó de la puerta. Poco a poco el sueño fue minándole las fuerzas pero inesperados murmullos la despertaron. Una treintena de compradores formaba una errática fila que, como pop corn, comenzó a crecer… y a crecer…
Ya Inés comenzaba a sentir los primeros empujones. Atrás, un bigotudo que tenía un bolso se acercó al trasero gigantesco, en minifalda, de una mujer que adornaba su cabeza con un ejército de rolos. “¡Perreo! ¡Perreo!”, comenzaron a gritar unos jóvenes. Y no pasó un minuto cuando coreaban: “¡A ella le gusta la gasolina! ¡Dale más gasolina!”, lo que provocó el contoneo rítmico de la mujer, sin importarle los continuos roces que tenía con el bigotudo.
La muchedumbre continuaba aumentando. Altos, bajitos, flacos y rechonchos. Gente en sillas de ruedas y mujeres con barrigas de nueve meses. Vendedores de botellas de agua por doquier hacían su agosto. Otros alquilaban sillas por unas cuantas horas y ofrecían camisetas pintadas con las palabras: “Yo estuve en la venta del madrugador”, o “Sobreviví al “Black Friday”.
Las unidades móviles de televisión comenzaban a llegar. Y los técnicos instalaban equipo y cablería para transmitir en vivo. Los periodistas, por su parte, conversaban con un grupo que jugaba dominó o con otros que consumían cervezas. Unos pocos se aventuraban a dormir en unas casas de campaña, instaladas en la grama del centro comercial.
A las cuatro de la madrugada, los gritos ensordecedores clamaban que se abriera en el acto. Aquel gentío, cual sardinas en una misma lata, no podía contorsionarse más. Protestaba la de rolos, acalorada. Sonreía el bigotudo al sentirse como en las fiestas de la calle San Sebastián. Inés estaba apretujada contra la pared de cristal; parecía que hacía morisquetas a los empleados. La nariz de la anciana estaba aplastada y empañaba el cristal.
La algarabía estaba llegando a motín. El gerente de la tienda, angustiado además por una inesperada visita de ejecutivos, ordenó adelantar la hora de entrada. En medio de abucheos comenzaron a permitir la entrada a personas discapacitadas. Inés, de reojo, pudo ver al bigotudo sacar unas muletas, encorvarse y entrar sin ninguna dificultad.
Sin previo aviso, sin hacer un llamado a la paciencia, las puertas de cristal se abrieron. Inés, arrastrada por el gentío, solo pudo asegurarse de que aún conservaba la cartera. En una estampida semejante a las corridas de toros de San Fermín, la gente arrebató carritos y chocaban unos con otros como pequeños autos locos. Lanzada al suelo, Inés tuvo que gatear al rincón más cercano mientras recibía un enjambre de patadas por todo su escuálido cuerpo.
Sin importarle lo adolorida que ya se encontraba, sacó fuerzas para explorar las cercanías. En el pasillo del fondo veía la jauría de clientes alrededor de las scooters. Se le ocurrió que, por ser una “ciudadana de tercera edad”, podría apelar a la misericordia. Pero nada funcionó. Todos, enajenados, atiborraban sus carritos con muñecas, minicomponentes, scooters, DVDs, consolas de PlayStation y Nintendo DS. La única alternativa que tuvo fue abrirse paso a codazo limpio.
Apenas quedaban tres cuando Inés alargó sus brazos para alcanzar la scooter dorada, pero la mujer que lucía rolos le quiso arrebatar su selección. Inés no se lo hizo fácil porque comenzó a gritar. Un empleado pelirrojo intervino: “¡Señora! -le dijo a la de rolos-, no abuse de la abuela”.
La mujer iba a lanzar improperios pero se detuvo cuando el empleado, diciéndole algo al oído miraba con insistencia sus piernas. Inés pudo oír la palabra “almacén”, vio cómo el pelicolorao pasaba su brazo por la cintura de la mujer y vociferaba: “¡Si no se mueven, les doy chino! ¡Abran paso!”.
Mientras se alejaban, Inés se abrazó tanto al scooter que parecía enhebrada al juguete. “Y que a mí”, murmuraba cuando palpaba la pequeña cartera en el bolsillo derecho de su traje. Y continuó su paso hacia las cajas registradoras, por la misma ruta que tomaron el empleado y la de rolos.
Cada paso que daba lo sentía en la propia medula de los huesos. Los golpes recibidos habían sido fuertes, y no eran pocos. De repente, sintió la necesidad de asegurarse de que tuviera la totalidad del dinero. Detuvo su marcha frente a una puerta amarilla que mostraba un letrero. Se aseguró de leer lo mejor posible, con su vista cansada, lo que allí decía. “¡Ahhh! ¡Qué bueno que no es el baño!”, se dijo, porque no quería estorbar.
Mientras contaba, uno a uno, los pesos que a duras penas había ahorrado, escuchó un aullido intermitente y lejano. Ella, algo consternada, miró a su alrededor. Como no vio nada, siguió el conteo. Para cuando iba por 27, sentía que la puerta retumbaba atrás. A los 52, Inés escuchaba claramente jadeos. Y en el instante que llegó al 67, se oyó por todo el pasillo una voz femenina: “¡¡¡Papito Dios, qué rico!!!, ¡¡¡Papito Dios, quéeee!!!, y un estruendo inesperado cortó en seco la repetida exclamación. Parecía como si algo pesado hubiera caído de gran altura.
De inmediato salió el empleado pelirrojo sudado, mientras la mujer, a su lado, intentaba organizar rolos, ajustaba el gistro rosa tras la falda y relamía sus labios. Escalando juguetes, carritos y personas, el empleado llegó hasta el gerente de la tienda, que atendía a los rubios ejecutivos. Apenas pidió permiso para hablarle y señaló a la puerta donde aún Inés contaba su dinero. En ese instante, un fuerte olor químico golpeó las narices.
Inés estaba contando por segunda vez el dinero cuando comenzó a sentir una fuerte presión en el pecho. Los clientes tosían a su alrededor. El colorao los empujaba mientras, a gritos, el gerente ordenaba el desalojo inmediato del lugar. Inés, mareada, comenzó a dar pasos zigzagueantes sin soltar, ni por un segundo, la scooter. El tumulto ya había provocado que algunos, a lágrima viva, llamaran por celular para despedirse. Otros gritaban al 911 y los periodistas tuvieron su primera plana con aquel corre y corre.
Aún la multitud de clientes luchaba por salir cuando la sirena del camión de bomberos anunció su llegada. A la vez, miles de curiosos discutían con los policías que impedían el paso. Los bomberos irrumpieron con mangueras y máscaras. Y, dentro del caos, el pelirrojo se proclamaba salvador.
En las afueras del establecimiento, los rubios ejecutivos recibían, con rostros muy serios, informes gerenciales de que al menos se había logrado vender un 75 por ciento del inventario. En una esquina, la mujer de falda corta, ya con un rolo, escribía números telefónicos en el celular del ‘héroe’, que aún explicaba frente a las cámaras televisivas cómo explotaron unos envases para sellar techos cuando él ayudaba a una dama. Seis horas después, cuando las agencias ambientales y de seguridad habían dado el visto bueno para que la mega tienda abriera nuevamente, los clientes comenzaron a ingresar a la "venta quemazón" como si nada hubiera pasado.
Y después…
El gerente, malhumorado, escuchaba, una por una, las infracciones encontradas por personal gubernamental. Y una joven, que aún buscaba qué comprar, sonrió al vislumbrar, entre los peluches grandes, una scooter dorada. La vio sin notar la mano anciana que aún la sujetaba.