El niño era de rasgos tan hermosos que las once tías se lo disputaban como un juguete y pronto se volvió el centro de las disputas domésticas porque todas lo querían para ellas. Una enfermera de Nueva York, embarazada por un puertorriqueño de Aguas Buenas, regresó con un bebé a la Isla para dejarlo al cuidado de sus abuelos paternos. El abuelo acabó por aborrecerse de las peleas que levantaba un niño que apenas llegaba a su primer año, y una noche soltó al niño en el medio de las once tías y lo dejó solo para que él escogiera a su madre. El niño caminó hacia la tía Antolina, y el abuelo redirigió todos los caminos de su vida con una declaración salomónica: «Antolina será su mamá y no se diga más».
Al momento de la entrevista, Antolina está viviendo en un otoño gris. Las hojas de su memoria se le han desprendido en el largo camino, y ya no pregunta por Felipito. Hasta los otros días ella oscilaba entre los tiempos en los que Felipito iba a la escuela, mientras trataba a Lizza Fernanda como una señora amiga de ella que le visitaba con frecuencia para tomar café.
Pero ya Antolina no le pregunta nada a Lizza de Felipito y mira las espirales del vacío sin que el asomo de una pregunta suba a su boca.
Su verdadero padre, en sus palabras: “fue como un tío más”. Terminaba sus estudios graduados en Estados Unidos cuando se enteró de la muerte de ese señor y siguió andando, por la calle seca y gélida, como si le hubieran dado la noticia de un pariente lejano que no dejó huellas profundas dentro de su vida.
Domingo, su padrastro, el esposo de su mamá Antolina, es a quien se refiere cuando habla con desagrado de su papá. «Yo soy hoy la mujer que a él le jodí..», afirma. «Yo soy la mujer retante, subversiva, atrevida, bicha», detalla. Pero no es una mujer: es un hombre que se atreve a ser mujer, es decir, es un transgénero, y que todo el mundo se aplaque porque cuando ruge, como leona y no como león, lo hace pensando en ese condenado viejo machista, que siempre llevaba la voz de mando, la voz incuestionable que se tenía que acatar sin preguntas.
Esa es la clase de mujer que Luis Felipe Díaz es hoy. La que hace tambalear las bases sociales, la que con su osadía sale al mundo y, como un vitral que refracta el sol, sacude a todo el que le ve pasar con ese desprendimiento altanero de que al que no le guste, que dé tres brincos y se recoja para su casa.
Siente que Domingo se retuerce en su tumba. Le parece que lo tiene todavía delante, vivo, para decirle en la cara sin respetos ni sumisiones que es hoy todo lo que no dejaba que fuera su mamá Antolina y todo lo que él no podía ser en su dominio territorial bajo aquella ley mosaica de que “los niños hablan cuando las gallinas meen”. Por eso ahora él siente su rol transgresor como un desquite hacia esa figura patriarcal terrible que tiene el rostro de Domingo.
La Sra. Luis Felipe Díaz es vista por muchos estudiantes, los que le conocen de cerca y los que le conocen de oídas, como el enunciador de los nuevos tiempos y que grita rebeldía en el desierto. Sin embargo, él admite que no fue sino hasta los otros días, con la insistencia de tanto estudiante loco por homenajearlo y tanto acoso de periodistas, que llegó a darse cuenta del efecto que ha marcado su decisión de sepultar la ropa de Luis Felipe y sacar la de la Sra. Lizza Fernanda, mucho más fabulosa que la misma Rocío Durcal, a quien, de hecho, imita con sublime maestría.
La generación que recibe con brazos abiertos a un profesor vestido de profesora es la generación de la que canta don’t be a drag, just be a queen, la generación open mind y tolerante de Harry Potter, que nada tiene que ver con la homofobia que llevó a Lorca al fusilamiento y a Oscar Wilde a la cárcel. Nosotros hemos vivido para ver la caída de otro muro de separación y la victoria de otra marcha de Selma a Montgomery: los tiempos del DOMA llegaron a su fin, ¡el amor que no podía decir su nombre ahora puede decirlo a los cuatro vientos!
Esta generación a la que pertenezco aplaude y celebra la valentía de Felipito, el niño que una vez se perdió en la finca de su abuelo y lo encontraron en una cueva plagada de murciélagos.
Cuando me fueron a buscar –cuenta– no encontraron a Felipito: encontraron a una Batichica.
El cuento es simple como el principio con el que arranca Kafka en su metamorfosis: un día pasó de la noche a la mañana y fue a dar clase como Lizza Fernanda. Algunos estudiantes que lo llegaron a ver en aquel macerado tiempo dicen que era un hombre serio y reservado. Sin embargo, ahora Lizza es para algunos como una tía gigante que todos quieren y otros adoran.
Cuando caminé con el profesor por las calles de Río Piedras una joven se detuvo, expandió una sonrisa y le dijo: «¡Me encanta tu vestido!».
Muchas gracias, respondió, pletórico. Me dio la impresión de que aquella chica estuvo esperando tener ese instante para verbalizarle su admiración y respeto.
Al entrar juntos al café de la Calle Consuelo Carbó en donde nos sentamos a conversar sobre su vida advertí las miradas de sorpresa. De pronto todas las miradas giraron alrededor de la súbita aparición de un profesor lacaniano perfumado con esencias cítricas y no con esencias de madera oscura. Su entrada floral cambió la atmósfera del lugar lleno de barullo. Pero lo que no sé si saben todos es que están presenciando el espectáculo vivo de un verdadero Quijote: en apariencia loco, pero con los dos pies bien puestos en su tiempo. En algunos lugares es incomprendido su modo de operar. Pero en otros lo reciben con expectación, pero la incomprensión de los demás no le importa a Lizza Fernanda, que puede replicar hoy como una vez contestó aquel hidalgo de La Mancha: «Yo sé quien soy».