Mucho se habla últimamente de la democratización del arte. La necesidad de una industria encargada de producir, publicitar y gestionar proyectos creativos es, gracias a la variedad y disponibilidad de las nuevas tecnologías, cada vez más relativa. Con una cámara y algún programa de edición de vídeos de fácil uso cualquiera puede hacer una película; con una conexión a Internet y un mínimo de habilidad para la autopromoción cualquiera puede distribuir su producto con total inmediatez y sin límites geográficos.
Si echamos la vista atrás, a los años anteriores a la revolución digital -y a un ámbito cultural diferente al audiovisual-, recordaremos una época en la que un aspirante a escritor, una vez terminada su novela, necesitaba el altavoz que solo una editorial podía proporcionarle para que su voz se hiciera escuchar más allá de su círculo familiar y de amigos. Sin una empresa que se encargase de la edición de su libro y la posterior publicación -y todo lo que ello conlleva- este escritor, estrellado antes de despegar, estaba condenado al anonimato, incapaz de hacer llegar su trabajo al público, porque este solo estaba al alcance de la industria editorial. La misma relación de necesidad existía entre un cantautor y los sellos discográficos, o un realizador y las productoras cinematográficas. Esta relación, como digo, de necesidad, era unidireccional: el artista necesitaba a la industria. O eso parecía.
Entonces la tecnología evolucionó y donde antes había tan solo unos pocos artistas ahora hay miles, porque las herramientas necesarias para desarrollar la creatividad y distribuir el resultado de la misma pasaron de estar en manos de editoriales, productoras y discográficas a pertenecer a todo el mundo. La caída de una aristocracia más.
Una revolución de semejantes proporciones ha dado lugar a una masificación de los productos creativos. Cada día se dan a conocer nuevos grupos musicales, nuevos trabajos audiovisuales, nuevos escritores. Hay más voces y, en consecuencia, más ruido. El lado malo, si es que existe como tal, es que resulta cada vez más abrumador para el consumidor discernir, en medio de este océano de creatividad, entre los productos de verdadero valor y todo lo demás, entre el sonido y el ruido. Cualquiera puede hacer películas, cualquiera puede grabar música, cualquiera puede escribir libros. Cualquiera puede ser artista. Pero, ¿cualquiera tiene talento?
Como resultado de esta nueva panorámica han surgido medios como el crowdfunding, un sistema de autopromoción que consiste en dar a conocer al público el proyecto o la idea (por ejemplo, el trailer de lo que podría ser un documental), dejando en manos de los consumidores potenciales (llamados “mecenas”) la decisión de sacar, entre todos, dicho trabajo adelante por medio de aportaciones económicas individuales; si estas alcanzan el mínimo necesario, el proyecto se lleva a cabo. En caso contrario, el aspirante a artista debe entender que su trabajo no interesa.
De otro lado, tenemos el circuito tradicional de producción, formado por una serie de profesionales que garantizan la calidad de los productos merecedores de una oportunidad, un grupo de “sabios” capaces de despejar las aguas para facilitar nuestro camino hacia el disfrute del arte. O no, porque una industria, por definición, busca el beneficio económico, lo necesita para sobrevivir, y, bajo ese criterio, no es arte lo que al final sale a flote.
Entre tanto, iniciativas como el crowdfunding aseguran que la decisión del “mecenas” esté basada únicamente en sus intereses personales, los gustos individuales. Esto da lugar a una nueva cuestión: ¿todos podemos ser críticos de arte? ¿Es justo que salgan adelante productos de mala calidad por el simple hecho de que gusten a una mayoría? ¿O el hecho de que guste a la mayoría determina que el producto sea de calidad?
Como siempre ha sucedido en la historia de la humanidad, debe pasar un tiempo antes de que podamos hacer un análisis válido de esta nueva situación, valernos de la retrospectiva para emitir un juicio verdaderamente justo, para determinar si de hecho este ha sido un cambio a mejor o, por el contrario, un paso atrás disfrazado de progreso.
Mientras tanto, lo mejor que podemos hacer es disfrutar de tanta variedad y aprovechar las nuevas oportunidades porque, para bien o para mal, como se suele decir, no hay mal que cien años dure.
Nota del autor: recomiendo el documental PressPausePlay sobre la revolución digital y los cambios que ha generado en el mundo de la cultura, disponible para descargar en la página web http://www.presspauseplay.com/
El autor es escritor.
Fuente Contra-Escritura