“Tú y yo somos hermanos”, me dijo un oficial que guardaba su puesto frente al U.S. Interest Section allí en el Malecón de La Habana. Él no me conocía ni yo a él. Él era negro y yo blanco. Yo de 23 años y él de más de 60. Mi camisa, recién adquirida, decía “Gallitos” y la suya portaba un emblema desvanecido que lo identificaba como guardia de seguridad.
El hombre me salió al paso cuando le tomaba una foto a un parque próximo a su puesto. Me animó a entrar y cuando le respondí, me preguntó de dónde era. Al confesarle que era puertorriqueño, me dio a conocer nuestra fraternidad la cual, según su tono, era un hecho soberano y antiguo. Recitó las famosas estrofas de Lola Rodríguez De Tío que muchos me repitieron casi como una forma de saludo (muchos reconocían que fueron escritas por la poeta puertorriqueña, otros pensaban que eran de Martí y unos pocos de Betances).
Las palabras y mirada de aquel hombre persistieron en mi mente por las próximas semanas. Aquel verso, "Cuba y Puerto Rico, son de un pájaro las dos alas” me remonta a un pasado antiguo. En aquel entonces, llegaron a estar ligados nuestros destinos por la letra y la idea que compartían aquellos próceres en el frío de Nueva York. Más bien, me transportan al “salir” de mi madre y su familia cubana, que por siempre dejó un cismo entre quienes permanecieron y quienes salieron, y cimentó una historia del Allá y del Acá.
Pero, ¿qué queda ahora que no sean unos recuerdos y dos banderas de colores alternados? De a aquí allá, entre él y yo, ahora hay nuevas memorias, que retan la vigencia de aquel verso, unas realidades histórico-sociales que nos ponen en opuestos. ¿Qué nos une aún? ¿Por qué en él existe esa certeza, casi inquietamente, de que sí somos hermanos?
Sentando en el Malecón, conseguí contestar mis interrogantes: el mar. Con los cinco sentidos, el azufre, el vaivén de las olas, los granitos de arena y sal, el azul verde y el sol candente, me transportaron al mismo Malecón de Arecibo. Cada vez que me sentaba en la orilla cubana, percibía la orilla borinqueña. Ese mar que crea islas, une nuestros cuerpos en el afecto y la sensación.
Durante mis cinco semanas en La Habana, entrevisté a residentes de El Vedado y Centro Habana. Gracias a estas (entre)vistas, logré crear una idea de cómo el habanero utiliza el espacio público y privado, y cómo esto da paso a diferentes dinámicas sociales. En edificios bicentenarios, en mansiones de la extinta sacarocrácia, parques a mártires revolucionarios y avenidas de gran prestigio cultural, vi y escuché a una Habana que derriba un millar de rumores flotantes y comprueba algunos susurros.
Ahora, me toca redescubrir a San Juan, que con una impresión fresca de la capital cubana, se postra con un gran contraste sociocultural y arquitectónico. Hasta mediados de agosto, estaré caminando y observando los barrios de Santurce y Río Piedras. De igual forma, me sentaré con residentes de estas áreas a conversar y dialogar sobre las diferentes utilizaciones, apropiaciones y relaciones con el espacio doméstico y público. Y así como en un tiempo lejano la literatura unió ambas islas, examinaré las narraciones literarias de boricuas y cubanos que (d)escriben sobre la ciudad y los barrios mencionados.
Al final, mi tesis de maestría contendrá ambas narrativas, orales y escritas, y las distancias y cercanías que pueden poseer ambas capitales y su escritura. Esto tan solo un pequeño intento para comenzar a entender nuestras identidades confluyentes y nuestro “gran lugar”: el horizonte marítimo.
Mario Mercado Díaz es egresado del programa de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, y ahora cursa sus estudios graduados en el Departamento de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas en Austin.
Residentes de Santurce y Río Piedras interesados en participar en entrevistas para su investigación graduada, favor escribirle al autor a mmercadodiaz@utexas.edu.