No hay tenencia. Donde se pisa la tierra se alienta en bocanadas concisas, sabe la medida exacta de sus pertinencias. Dice que necesario es sólo el perímetro presente, el área que cubre la suela del zapato. Nos toca andar tras la pista aunque nada resuelva, en vigor presencial y en rigor de la errancia; estar no es tarea blanda.
Mientras se avanza, el peso se suaviza, algo del tránsito revela con infinita ligereza la continuidad inminente. Mas es sólo en la quietud que el suelo se advierte, de alguna manera es siempre dulce inmaterial que nunca se memoriza.
Es un don tropezar, no por gesto genuflecto reencontrarse las rodillas, sino en pos de saber que la piel sigue dispuesta a disculpar a los rasguños.
Saber que la tierra ha sido la piel de tantas historias, que el largo del tiempo lanza su sombra incluso donde el sol no le ha alcanzado, borrando las fechas que se funden en su ajuar polvoriento. Las huellas se van dejando en fin de que se borren, por dar voz al repaso de su virtud inquieta, aprendida en virtud del desgaste.
¿Habrá de fallarnos el paso para que el piso se revele?
Nada urge, el mundo avanza aterciopelado, dejamos cada vez menos en cada paso, la edad nos estira en favor de levedades, en afán de dejar dispuesto el camino a quien venga. Pasado y avenencia son entonces carne de un trayecto cuyo origen siempre es uno, sin importar antecedentes. Correr o caminar supone nuevos puntos de partida, dar por empezado el termino de otro respiro, encontrar alivio en retornar siempre a la fatiga. A cada cual le corresponde en su brecha amasar el cansancio.
Sabemos dos caras a cada superficie: profundidad y altura. Cada cual sin embargo es la otra, innombrable, perspectiva inaparente, levantando residencia en términos cuyo significado algún día negociaremos, a la suerte de un acuerdo, si aprendiésemos como hablar con los peces.