En la primera edición de Una visita a Macondo: Manual para leer un mito – ponderaba el carácter mítico de los personajes de Cien años de soledad, que los convierte en actantes; es decir, en personajes sin complejidad. Pero como no hay nada absoluto en esta tierra, tuve que matizar lo dicho en la segunda edición, revisada y ampliada. ¿El motivo? Una frase de Galdós y un trabajo importante de una alumna brillante. En el caso del novelista canario, tan cervantino, se trata de una frase espléndida, pronunciada por el narrador de Fortunata y Jacinta: “por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”. En el caso de la alumna, que no es otra que Ivonne Piazza de la Luz, me refiero a “El cartelito más triste del mundo en Cien años de soledad: la introspección y el son doliente de otra canción desesperada“, publicado recientemente en la Revista de Estudios Hispánicos, en el que examina puntualmente la cantaleta torrencial – duró cuatro páginas – que Fernanda del Carpio le disparó a su marido Aureliano Segundo. Piazza propone que dicha diatriba le confiere cierta profundidad al personaje. Concurro con ella, pues la cantaleta es la forma humorística, histérica y pública de una introspección invertida: la que, desde un yo victimizado, protagónico en justificaciones, le echa las culpas a los demás. Y aunque sigo sosteniendo que en la novela mayor del Gabo no podemos reconocer al héroe problemático que propone Lukács, con su tormento interior y sus importantes cambios de conducta, ahora reconozco que hay señales indudables de esta posibilidad. Y que si examináramos uno a uno los personajes principales de Cien años de soledad, podríamos constatar el germen de posibles destinos que no se desarrollaron en la novela, pero que sí se perfilaron de algún modo.
Más allá de Fernanda, hay otras dos mujeres macondinas que exhiben señales de un posible desarrollo que las podría sacar de la categoría de meros actantes. El caso más evidente es el de Amaranta, con sus rencores podridos, sus pensamientos homicidas, sus traiciones a fuego lento y sus cambios insospechados. Cuenta el narrador que había llegado a la vejez “demasiado enredada en el berenjenal de sus recuerdos” y “con todas sus nostalgias vivas”. Sugiere otra de mis alumnas, Melissa Vázquez Ortiz, que ambas palabras – recuerdos y nostalgias – apuntan a la introspección del personaje, casi siempre vedada al lector. Y dice más: que “dentro de sí misma ella sabía su propia verdad”. Tiene razón, y lo prueba citando un pasaje hermoso, que alcanza, como tantos otros en la novela, su nivel de lirismo. Se trata nada menos que del acto de contrición del personaje; una forma diferida de la introspección, pues la filtra el narrador. Pero no por ello menos importante. Seamos indiscretos y oigamos la confesión que le ha robado Melquíades: “A veces le dolía haber dejado a su paso aquel reguero de miseria, y a veces le daba tanta rabia que se pinchaba los dedos con las agujas, pero más le dolía y más rabia le daba y más la amargaba el fragante y agusanado guayabal de amor que iba arrastrando hacia la muerte”.
En lo que concierne a la figura femenina más importante de la novela, la sin par Úrsula, podríamos pensar que se trata de una actante más, pese a que controla – aunque no como quisiera – y sostiene a los Buendía. Actante en el sentido de mujer laboriosa y sumisa, que aguanta el machismo exacerbado de su cónyuge y su progenie sin protestar, más allá de poner parchos, regañar y repartir correazos. Y de lanzar, hacia el final de la novela, un inolvidable carajo épico cuando estalló la ira contenida que había tenido que tragarse en un siglo de conformidad. Pero hay un momento en su vida que tiende sobre ella, aparentemente más clara que la luz del sol, su velo de misterio. Y es cuando abandona Macondo al inicio de la novela en busca de su hijo desaparecido, José Arcadio. El narrador describe así su regreso: “De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea”. La futura matriarca no explicó nada, y se integró de inmediato a la rutina del hogar. Pero había regresado coqueta y feliz, con un new look. Aunque más escueto no pudo ser el narrador, el lector sabe que le está escatimando datos que bien podrían configurar una historia seductora a la que ya nunca tendremos acceso. Pero con lo dicho basta. Porque su economía del silencio destila una elocuencia juguetona, que me hace pensar – wishful thinking, probablemente – que a lo mejor tuvo un fugaz amorío, al menos un flirteo, un pecadillo venial; algo que la hiciera sentir jubilosa. Sentimiento que nunca albergó en su corazón ni antes ni después de fugarse.
Hace años que ando ponderando esta interpretación osada del misterio que imanta el agujero negro en la historia de la venerable Úrsula, sin sacarla a la luz, pues a ratos me parecía poco probable, por no ser cónsona con su carácter sufrido, predecible y sensato. Pero luego me asediaba una verdad ineludible: el ser humano es el gran desconocido, siempre inédito, siempre capaz de sorprendernos. El refranero, depositario infinito de la sabiduría popular, alude a esta verdad en dos frases muy pertinentes: “la virtud es lo que no se sabe” y “piensa mal y acertarás”. Recordándolos, me parecía posible la historia no contada de la matriarca de los Buendía. Por ello hoy celebro que otra de mis estudiantes, Maribel Rivera Ortiz, haya confirmado mi interpretación sobre el posible faux pas de Úrsula, de manera tan independiente como contundente. Lo que me anima a pensar que puedo tener razón, aunque en última instancia todo quede en el reino de lo posible. Ella también se pregunta qué experiencias habría tenido la fundadora en su enigmático viaje, para llegar tan cambiada, y apuesta que “tuvo que haber conocido personas (¿hombre?), que la hicieran reír (¿cantar?), que la hicieran sentirse joven (¿deseada?). No sabremos, pero a juzgar por la transformación de su personalidad tuvo que haber sido una experiencia maravillosa”. Dice más Maribel, al describir con lucidez la inversión de roles de la pareja fundadora. Porque sucede que al emprender el viaje sin temor ni a lo desconocido ni a sus consecuencias, la matriarca “asume un rol arquetípicamente masculino”. Trae el progreso a Macondo, con los forasteros del otro lado de la ciénaga que la siguieron, al encontrar la ruta que su marido no pudo descubrir. Marido que se ha quedado en Macondo cumpliendo un rol tiernamente femenino: José Arcadio “se ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta […] y hasta le cantaba las canciones que Úrsula nunca pudo cantar”.
Todo lo dicho me lleva a concluir que, aunque Cien años de soledad sea mítica, no deja de ser una novela moderna. Actantes, sí; personajes con el germen de un posible desarrollo que los lleve a la sorpresa y a la complejidad, también. Porque cada uno “lleva consigo su novela”. Que la cuente el autor, eso ya es otra cosa.
La autora es Profesora Emérita de la Universidad de Puerto Rico. Es una estudiosa de la obra de Gabriel García Márquez y se desempeñó como catedrática en el Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto de Río Piedras de la UPR .