No es que uno vaya a olvidarse del luto, pero a este muchacho hay que recordarlo como la militante alegría que fue para quien lo tuvo cerca, como el feroz competidor que siempre mostró ser. Es más, ahora es que hace falta recordar a este muchacho con la combatividad jovial esa suya.
Bueno, al menos echemos a un lado esa penumbra de tragedia motorizada que presenta la televisión y las primeras planas de los diarios. Hablemos de básquet y de Puerto Rico, y recordemos a Andy Ortiz Colón en su gozo fraterno, en su juego de barrio, en su amor por los suyos. Respire, lea esto, sonría, y hasta piense luego, si quiere. Por si acaso, de aquí en adelante nos referiremos a todos los protagonistas de esta historia por sus apellidos, mientras que Andy será simplemente Andy, igual que en el barrio, en la escuela o entre panas. Ah, y recuerde que, ante toda adversidad, Andy va siempre a usted; “los de abajo” son los que son.
Viajemos al pasado, a marzo de 2004, para ser más preciso. Era el inicio del tercer parcial del juego más importante del año, en el prestigioso Torneo McDonald’s, y el quinteto de la escuela superior José Gautier Benítez de Caguas cogía una felpa de diecipico de puntos. Tiempo técnico pidió el dirigente Carlos Robles. Ahí fue cuando Andy, literalmente, se convirtió en una leyenda del básquet escolar.
“Cuando piden tiempo, que estamos perdiendo por pela, Andy empieza a hablarnos. Estaba bien por el techo, por no decir otra palabra”, comienza a relatarle a Diálogo su excompáñero de equipo en la José Gautier Benítez y amigo desde la adolescencia, el exescolta anotador Pedro Sosa.
“Empieza diciéndonos: ‘¡Qué es lo que pasa aquí! ¡¿Nos vamos a dejar ganar así porque sí?! ¡Si nosotros somos los de abajo, los que no tenemos nada que perder! ¡Viene, viene, puñ…! ¡No hay porqué dejarse! ¡Vamo’ arriba!¡Vamos a demostrar que nosotros tenemos el verdadero corazón, porque venimos de abajo! ¿¡O nos vamos a dejar ganar de ellos, que lo tienen todo!?’. Y entonces, de ahí en adelante salió virao’. Ese día echó 40 puntos. No sé si es el récord del McDonald’s, pero yo no recuerdo a nadie que haya anotado 40 puntos en un juego de ese torneo”, prosiguió Sosa.
Cuando Andy decía “ellos, que lo tienen todo”, se refería a sus rivales, el laureado equipo de baloncesto del Colegio Notre Dame de Caguas. Ojo: este relato no es para especificar que alguien es mejor que alguien, que no se me pique nadie, ni monjita ni exalumno, absolutamente nadie. Casualmente, trata de todo lo contrario.
“O sea, Andy se crió en el barrio Cañaboncito, de Caguas. Si tú estudiabas y jugabas básquet en la Gautier Benítez era porque, definitivamente, tus padres no tenían los chavos para que estudiaras en Notre Dame, y tampoco te habían dado una beca. Había una diferencia entre clases sociales y Andy lo sabía, y nos lo dejó sentir. Ahí nos dio un gran ejemplo de superación, de que porque ellos fueran de allá y nosotros de dónde éramos no significaba que nos íbamos a dejar dar esa pela. De hecho, le ganamos el juego y los eliminamos del McDonald’s”, recordó Sosa, quien era un año menor que Andy.
Ese día, la José Gautier Benítez, con poesía y pico, entró entre los mejores 16 equipos de Puerto Rico. Edwin Román, maestro de educación física de esta escuela superior y segundo técnico de aquel equipo en el que lució Andy, lo recuerda bien.
“Andy, con Pedro Sosa haciéndole coro, se echaron ese juego encima. Déjame explicarte bien. En el McDonalds la regla es que se juega el primer parcial con cinco jugadores, el segundo con otros cinco jugadores diferentes y en la segunda mitad, en el tercer y cuarto parcial se alternan los jugadores, normal”, como si fuera un partido del Baloncesto Superior Nacional o de la NBA o de la FIBA o de Playstation. “Entonces, en el segundo cuarto, cuando sentamos a Andy, ahí fue que nos sacaron la ‘longa’. En el tercer parcial, regresó y volvimos a la pelea”, resaltó Román, quien en aquel entonces fungía de asistente del dirigente Carlos Robles.
Román narró: “Él quería la bola. No fue solamente en el tercer cuarto cuando se puso a hablarle a los muchachos. En el cuarto parcial, el juego se empató y estuvimos al ‘toma y dame’ con Notre Dame. Entonces vino Andy de nuevo… Recuerdo que le decía a los muchachos: ‘El que tenga miedo, que me dé la bola’. Pero ya era más tranquilo, como todo un general en la batalla. Y ahí nos fuimos al frente, hasta la victoria”.
Siempre, como vecino suyo en el barrio Cañaboncito, Román conoció bien a Andy. Lo vio crecer. Recuerda con cariño cuando, tan pronto salió de la escuela elemental, Andy llegó a dónde él y el ‘coach’ Robles, a un nivel mayor de deporte organizado.
“Venía de una gran formación con el maestro Jaime Bosch, en escuela elemental. Llegó a nivel de intermedia y superior con nosotros y no hubo deporte que no hiciera. Era una máquina”, articuló Román.
En general, al hijo del exjugador Corky Ortiz y la santurcina Carmen Colón se le conoce por el baloncesto, más que nada por sus proezas en el Baloncesto Superior Nacional (BSN), donde en 2012 ganó un campeonato con los Indios de Mayagüez bajo la tutela del gran Eddie Casiano, y por cómo abusó en la Gira Mundial de 3×3 de FIBA. Pero Andy, rememoró Román, “también hizo atletismo, jugó sóftbol y era una bestia en voleibol”.
“En voleibol era bien difícil de defender para los otros y anotaba puntos con velocidad. Jugaba de opuesto y, como era zurdo, siempre esperaban el ataque por la izquierda y él los mataba con la derecha”, sonrió Román.
Andy también jugó balonmano, tal y como narró otro de sus panas de corazón, Jan Carlos Hernández.
“En balonmano nos quedábamos con el canto”, dijo jovialmente Hernández. “Jugamos hasta internacional, primero en nivel juvenil en Caguas y luego a nivel federativo. Viajamos bastante y también recibimos, en varias ocasiones, a equipos de República Dominicana, de México, de Colombia. No es por na’, pero en balonmano Andy también repartía el bacalao”.
Tanto Hernández como Sosa, con quien comenzamos este anecdotario de Andy, eran más que panas del estelar atleta. Eran compinches, cuates, de esos socios que son bien a fuego uno con el otro. Vacilaron por doquier fuera de la cancha, y en el deporte hicieron de las suyas en baloncesto, en balonmano… y en briscas.
“’Chacho’, eso era terrible, terrible”, dijo riendo Sosa. “Cuando estudiábamos en el Turabo, Andy y yo le quitamos los chavos a medio mundo. Eso era apostando un pesito aquí y un pesito allá, como dice la canción. Dejábamos pelao’s a medio mundo, porque Andy se sabía todos los trucos y los que no, se los inventaba”, rió nostálgico sobre los tiempos en la Universidad del Turabo, donde Andy ganó un subcampeonato y un campeonato en baloncesto con los Taínos en la Liga Atlética Interuniversitaria (LAI), antes de trasladarse a la Caribbean y ganar otro título con los Gryphons.
“¿En briscas? No, no se podía llegarle a los gacebos del Turabo a jugar briscas con Andy, mano. No se podía. Es que en cualquier cosa que apostaras con Andy, él te iba a ganar. Era mejor que supieras lo que estabas apostando porque, no tan solo estaba puesto para ganarte, si no que el vellón que te iba a montar después iba a ser de semanas. El tipo era un mostro, un mostro”, agregó Hernández.
Luego de sus proezas en la José Gautier Benítez, Andy se mudó a Santurce, donde también jugó en las cocinitas de ese barrio, particularmente en las que montaba el exdelantero de la selección nacional Puruco Látimer, en el residencial Luis Llorens Torres. Allí también se dio a querer sin miseria, como en todos lados que iba.
“Me enseñaste que no hay tiempo para estar en guerra con nadie y menos con nuestros seres queridos y amigos”, fue una de las cosas que dijo Látimer en un emotivo ‘post’ a horas de conocer la partida física de quien quiso como un hermano.
Aún así, fue en la cancha del barrio Cañaboncito y en la José Gautier Benítez, donde comenzó a tirar desde detrás de la línea de mil puntos. Más allá de la jovialidad que emanaba naturalmente, Andy dejó a su corillo con un triple-doble de enseñanzas de vida.
“Pues, qué te digo, esa historia del juego con Notre Dame habla por sí sóla. Ahí tú ves como ese tipo nos enseñó lo que era venir de abajo a demostrar lo que uno da, en un juego. Yo aprendí de él lo que es tener corazón para enfrentar las cosas fuertes de la vida, a no rendirse, porque solamente uno es el que puede echar a uno hacia adelante”, dijo Sosa.
“Ya tú viste como aquel día, después de todo lo que dijo Andy, los nenes humildes de la pública, los que no tenían beca ni eran de la alta jerarquía, ganaron. Eso fue el espíritu de Andy, del orgullo de Cañaboncito, como yo le digo”, añadió el ‘coach’ Román.
“Eso mismo aprendí, a ser humilde. Eso fue lo que aprendí de Andy. A llevar a to’ el mundo que lleve a uno. De eso es que yo creo que se trata la vida, y así fue que Andy la vivió”, puntualizó Hernández.
Por eso, si usted va esta semana a ver a Andy en su velatorio, vaya con una sonrisa. Vaya con la alegría combativa que él le dejó en el mundo terrenal. Vaya humilde y no deje que la tristeza ni la adversidad le gane. Por favor, no apueste en contra de él, ya se lo hemos dicho. Andy a la adversidad le cortó una ventaja de “diecipico” de puntos, imagínese.
Es más, aplíquese la forma que tenía Andy de ver las cosas al precario vivir del boricua de hoy día, cuando los huevos se han puesto a 11.5%, más que la peseta que ya costaban. En Cañaboncito, en Caguas y en todo Puerto Rico, “los de abajo” siguen echándose el equipo encima, los más que tienen parecen querer llevarse por el medio al que tiene menos. Desde algún lugar del universo no material, en medio de un metafísico tiempo técnico, Andy se saca otro “¡Vamo’ arriba!” y apuesta. Ahí, en “los que vienen de abajo” como ya él demostró, es que yace “el verdadero corazón” del competidor. “¡No hay porqué dejarse!”, diría Andy.