El sol calentaba más de lo acostumbrado a las 4:30 de la tarde. En el muelle de Fajardo varias decenas de personas se encontraban con su equipaje a la mano, esperando el llamado para abordar la lancha con destino a Culebra.
Por lo regular, los miércoles de Semana Santa no hay muchos pasajeros ya que es un día de trabajo como cualquier otro. No obstante, el muelle se pintaba de azul y amarillo por la enorme cantidad de agentes policiacos, acompañados de sus cuadrúpedos agentes “K-9”, que intentaban detectar las sustancias ilícitas que como quiera encontrarían su rumbo a la isla de Culebra.
El ferry Culebra II comenzó a abordar pasajeros a eso de las 5:00 pm.
“Todavía siento la peste a sol”, le comentó una señora a su compañero mientras tomaban asiento en el primer piso de la barcaza, buscando refrescarse con la brisa del aire acondicionado.
Mientras tanto, otras personas se acomodaban en la popa de la embarcación, vislumbrando el sangriento atardecer que se posaba en el horizonte. Las demás personas en el interior del bote: durmiendo, charlando, jugando.
La llegada a la Isla municipio de Culebra era evidentemente ansiada por la gran cantidad de pasajeros que 20 minutos antes de desembarcar, ya cargaban sus pertenencias y comenzaban a hacer la fila para desertar el ferry.
Al salir, lo primero que se escuchaba eran los gritos de los conductores de guaguas públicas que se preparaban para llevar a la gente al paraíso de los pecadores: Flamenco Beach. Los choferes ayudaban a los vacacionistas a montar los motetes en las guagüitas “pisa y corre”, que lucían destartaladas.
Un proceso de mutación, algo de metamorfosis, ocurría por las culebrosas calles de la pequeña isla que conducía hacia la Flamenco Beach. Quizás, era la falta de luz lo que le insinuaba a los pasajeros que ya se acercaban a su destino, que era de noche y que en Semana Santa, en Flamenco Beach, la noche significa sólo una cosa: caos.
Luego de pasar el rótulo de la entrada, ilustrada con un flamenco rosado, los viajeros recibieron una caricia de luz, que provenía de los quioscos de comida que permanecían abiertos.
Apenas pasando los quioscos, finalmente sintiendo la arena culebrense en los pies, se escuchaban los gritos de un corillo muy motivado. Unos gritaban: “Yolaaaandaaaa”. La respuesta era breve y en coro: “La Putaaaa”.
Según varios jóvenes, seguramente ebrios, Yolanda fue una chica que visitó Flamenco Beach durante Semana Santa hace ya varios años, vino acompañada por su novio y sus amigos. El mito es que la chica sostuvo relaciones sexuales con todos los amigos del novio y por eso su apodo.
Sí, Semana Santa en Flamenco Beach no es tan santa. Tampoco lo eran los viajantes hedonistas cuyo principal propósito era satisfacer todos sus placeres ocultos, en un lugar donde sólo la luna estaría presente.
En la playa existen cinco áreas de acampar. Se denominan con una letra que sigue el orden alfabético: A, B, C, D y E. En las primeras dos se acomodaban muchas familias y no había mucha juventud. Mientras más se acercaba uno al área C, conocida como el área del jangueo, se percibía más el alboroto. El área D también hospedaba mucha juventud, mientras el área E, que es la más distante de la entrada, albergaba aparente paz y tranquilidad.
Era normal que la intensidad del jangueo fuera leve los miércoles, ya que la muchedumbre prefiere esperar al jueves cuando llega más gente. No obstante, no faltaron las neveras con bocinas que encendían la fiesta en la playa, ni faltaron las fogatas, las drogas y el alcohol.
Pasada la media noche, la multitud se comenzaba a desvanecer, huyendo a sus casetas, hamacas y algunos que llevaban sus “sleeping-bags” al borde de la mar para dormir bajo el cielo estrellado.
En la isla de Culebra, en Flamenco Beach, las horas no corren con el reloj sino con el sol y la luna. Sólo existe el día y la noche. Al amanecer la luna aún pernoctaba en el cielo azul, testigo de los rituales caóticos que ocurren en la playa esta semana.
El olor a alcohol y a basura despierta a cualquier persona de nariz frágil. La luz daba a conocer el pequeño bosque playero donde se asentaban las tribus juveniles. Tantas casetas de tantos colores, hamacas, bultos, comida enlatada, todo disperso en la arena de las varias áreas de acampar. Las mesas disponibles, llenas de litros de alcohol, vasos y neveritas.
Las actividades diurnas de los jóvenes eran claramente distintas a la de los adultos y familias que también vacacionaban en la playa. Aproximadamente a las seis de la mañana, no había rostro juvenil que se dejara ver. Todos durmiendo o pasando la resaca del día anterior.
Mientras tanto, las familias se dedicaban a preparar desayuno en las parrillas de piedra ya instaladas en las áreas. Luego se disparaban a la playa, a disfrutar del sol y el mar.
Los jóvenes se despertaban cuando ya no podían huir más del sol o ignorar los ruidos a su alrededor. Luego del desayuno se encaminaban a la playa a jugar diversos deportes, ya comenzaban a beber alcohol y a bañarse en las aguas claras de Flamenco. Algunos recorrían la playa en busca de buenas olas para poder “body-surfiar”. En cierta zona de la playa, las olas llegan a los 7-8 pies.
Mientras el vacilón diurno ocurre en la playa, más y más vacacionistas llegan a Flamenco Beach y se asientan en las distintas áreas. Estos, se unen al jolgorio luego de montar sus casetas.
En la tarde, la muchachería decide tomar descanso para la noche, que según la puesta del sol ya se avecina. Las duchas y los baños de la playa son ocupadas por muchas personas que intentan quitarse el olor a playa y el sabor a sal.
Comienza la noche. Llega un grupo de muchachas a la entrada del área D. Apenas algunos metros del portal, unos jóvenes se percatan de sus nuevas vecinas. Uno de ellos les hace un acercamiento: “Vecina”, dice el joven, que no recibe respuesta alguna.
El joven insiste: “Oye vecina, nosotros somos el Guanábana Club y si ustedes vienen a quedarse aquí les advierto que no van a dormir”.
“Pues entonces ustedes tampoco”, le grita una de las muchachas, recibiendo gritos y gestos de alegría de los tipos.
El jueves sí que sí. El jueves ocurre el verdadero ritual descomunal. En el centro de la playa, el área C, se escucha el “musicón”. Los hombres se apiñan en grupos, bebiendo y fumando. Los suertudos comienzan a bailar con alguna de las escasas mujeres.
Entre la multitud y los gritos se escucha un vendedor ilícito, protegido por la oscuridad: “Pasto regu a diez, filis a dos”
En la playa, varias parejas se hacen y se deshacen bajo la luna y las estrellas. En las casetas se escucha algarabía y todo el que está afuera lleva algo de beber.
La noche es muy larga. La fiesta continuará hasta que se cumpliesen los placeres, o acabase el alcohol. Nadie piensa en el día siguiente. No hay mañana, sólo ahora.
El sol encandila Flamenco Beach en viernes santo. El calor despierta a varios vacacionistas que reconocen el fin de la aventura. Algunos se quedarán otros días más, algunos llegarán para experimentar el ritual.
Jóvenes que llegan a la entrada de la playa, y gritan con nostalgia: “Yolaaandaa”. La respuesta que no cambia: “Putaaa”.
Puede que haya sido el calor de la una de la tarde, la que le pintaba cansancio a los rostros de los viajeros que abordaban el ferry de regreso a la isla madre. La mayoría de los jóvenes que abordan el bote, toman asiento y se ponen cómodos para que el sueño los venza. Nadie sale a darle un último vistazo a Culebra. La gente se encamina de regreso a sus vidas, dejando atrás Flamenco Beach.
El autor es estudiante de periodismo de la Escuela de Comunicación de la UPR en Río Piedras.