Por: Elma Beatriz Rosado
A Jean Valjean, por su humanidad
En mi memoria se acurrucan los recuerdos del verano de Los miserables. Lo llamo así porque durante ese verano leí la maravillosa obra de Víctor Hugo.
Era el período de vacaciones previo a mi ingreso a la Universidad de Puerto Rico. Me planteaba estudiar una carrera en Ciencias Naturales, cediendo a una irresistible fascinación por la experimentación científica. En el afán por adelantar el conocimiento de ese enigmático mundo, solicité trabajo durante el verano como voluntaria en un laboratorio clínico, anhelando adquirir alguna experiencia del ambiente que implicaría el rumbo que me había trazado. Recuerdo una cierta incredulidad ante mi solicitud por parte de los directivos porque se les hacía difícil entender que una estudiante pretendiera pasar el verano trabajando –y sin paga– en lugar de irse de playa y vacacionar. Luego de entregar documentos firmados por mis padres relevando de responsabilidad a la institución, mi propuesta fue aceptada. Durante varias semanas trabajé en el laboratorio, examinando interminables muestras de leche, aprendiendo a contar microorganismos e instruyéndome en la práctica de los análisis bacteriológicos, cuando apenas rasguñaba la teoría.
Durante ese período comencé a leer Los miserables. Evoco sus exuberantes 799 páginas y su encuadernación de un tono bermellón. Desde el inicio, quedé impactada por las fascinantes descripciones y por los incidentes tan estremecedores y la sensibilidad que afloraba en la novela. Su lectura alojó en mí un hechizo imperecedero anclado por múltiples viñetas: las obras en armonía con las palabras, el interior de la desesperación, el triunfo de la moral, una tempestad interior, el rayo de sol en la cueva, un corazón bajo una piedra, el encanto y la desolación, las travesuras del viento, hasta la agonía de la muerte después de la agonía de la vida.
Me sentí marcada por la historia de Jean Valjean y su situación tan precaria, pero sobre todo, por su humanidad. El inspector Javert se tornó en una figura tan amenazante, que yo temía que fuese a dar con Valjean y por la vida de este. Lástima que la novela no duró lo que duró el verano. Leer más despacio no evadió lo inevitable. La inexorable palabra –que en esos tiempos solía acompañar la última página de los textos de ficción y el fotograma final de las películas– apareció demasiado pronto: “Fin”. Restaba culminar el trabajo tecnológico que me había auto impuesto como aprendiz, hasta que llegase el momento de iniciar la nueva etapa de estudios.
Desde el grado noveno había manifestado mi interés de ingresar al “Colegio” y ansiaba comenzar los estudios. Al iniciarse el semestre académico, partí hacia Mayagüez. No imaginé que al llegar a la clase de Inglés, el profesor británico Michael Black nos pediría que escribiésemos un ensayo y que el tema planteado sería: ¿Qué hiciste durante el verano? Primer día, primera tarea, para hacerla de inmediato y entregar al cabo de una hora. El profesor Black –quien solía vestir de negro y murió demasiado joven– utilizaba esa composición como una prueba para determinar la ubicación de cada estudiante de acuerdo a su nivel de dominio del idioma.
Con todo el empeño que yo sentía por el estudio de las Ciencias Naturales, y con el flamante desempeño como aprendiz en el laboratorio, decidí dedicar el ensayo a mi experiencia de verano más impactante: a Los miserables. En una libreta rayada iba transcribiendo desde la memoria la fascinación y conmoción que me provocaba el “padre” de Jean Valjean al haber tejido de manera magistral una narración tan conmovedora. En un híbrido entre resumen de la obra, reseña y ensayo literario salpicado de cuestionamientos filosóficos –todavía no sabía separar los formatos– contaba la historia y emitía expresiones de asombro sobre la habilidad de Víctor Hugo para escribir una novela histórica tan extensa y con tantos personajes, que se encontraban una vez y luego se reencontraban muchísimos años después en situaciones de perfecta concordancia, aunque desde distinta perspectiva o contexto.
¿Cómo era posible conectar las vidas de tantos personajes en una historia tan dramática? ¿Cómo era posible plasmar las virtudes y defectos del ser humano con tanta “veracidad”? ¿Por qué Jean Valjean recibía mi compasión y solidaridad y detestaba tanto al Inspector Javert? ¿Cómo era que el bien y el mal variaban en percepción de acuerdo al contexto en que se generaban las acciones? ¿Cómo era posible sentir y padecer tan intensamente por un personaje de ficción?, me preguntaba, a la vez que reflexionaba sobre las veces que eso ocurría en la realidad, incluso cercana, en nuestro país.
La lectura de esa impresionante obra marca indeleblemente el espíritu y la conciencia de quien se adentra en ella. La historia que provocó una experiencia de verano memorable podría retornar en esta –como en cualquier época– como una hermosa lectura esencial para reforzar el espíritu de humanidad en cada uno de nosotros.