Por: Sergio S. Martínez
Cuando tenía 6 años vivía con mi madre en casa de mis abuelos. Tenían un patio inmenso y siempre hubo perros. Primero estaba Xioalin, un chow-chow blanco malcriao que había mordido a mi abuelo, pero aún era su favorito. Estaba Nira, una sata negra, alta, que era de mi madre. Por último, mi favorito, Frisky, un semi-chihuahua pequeño, diminuto y nervioso. Era el único que había sobrevivido de su camada y mi abuelo optó por adoptarlo.
Era tan pequeño que lo vestían con una media rota. Era tan pequeño que no se atrevía a bajar el escalón de la marquesina al patio. Xioalin, me cuentan, lo agarraba por la media, lo bajaba y subía, varias veces al día.
Nira y Xiaolin morirían sin que yo lo note. Pasaron de la realidad cotidiana a una memoria. Sin embargo, Frisky les sobrevivió. Más adelante tendríamos una rottweiler, Cleopatra, que llega para el tiempo en que ya Xiolin ni Nira estaban. Cleo —de cariño, Cleo—era grande, juguetona, y cariñosa. A mi temprana edad me encantaba verlos jugar, y llamaba a mi madre, y abuelos, para que vieran como Frisky —jugando—se le trepaba encima a Cleo por detrás, y luchaba con treparse, moviendo su parte posterior en un intento de escalar la montaña que era la rotterweiler.
Frisky fue la primera mascota que presencié muerta. Fue la primera muerte en mi vida, el primer punto al final de una vida que ya no será. Iba de camino al patio y, antes de cruzar el portón, vi a Frisky “durmiendo” en el pastizal.
Ahora, que escribo, entiendo que entendí en ese momento que realmente no dormía. Llamé a mi abuelo, le dije, y no recuerdo su cara pero la puedo imaginar. Contrito —asumo, imagino—me mandó a entrar a la casa.
Viré y volví a la casa, pero antes de entrar miré hacia atrás. Fue la última vez que vi a Frisky, y lo vi volar.
Mi abuelo lo tomó por las patas de atrás, y con impulso lo zumbó más allá de la verja, hacia el río, hacia la maleza del monte detrás de la casa, y Frisky voló.