Era joven, muy joven. Y ya daba señales de lo que vendría después. Un aluvión. O mejor, un ejemplo al que volver. Nacido en 1927 en Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez cambió demasiadas cosas. Su obra es una casa y nosotros sus inquilinos. Apenas contaba con veinte años, era delgadísimo, y de a poco se volvía referente en la redacción periodística que pisara. Estudiaba leyes, sin mucho ánimo, mientras escribía en paralelo breves artículos para El Universal, de Cartagena. En él sus pares vieron el desenfado, el atrevimiento y la insistencia de un genio precoz que horadó la piedra hasta pulverizarla y reinventar el oficio que amó hasta el final.
A un año de su partida, ¿cómo regresar a él? ¿Existe algo más íntimo que el recuerdo? A Gabo, como le decían quienes lo conocían, cada cual volverá a través de aquello que la memoria elija. Sin embargo, habría que insistir en el hombre que atendía llamadas, reporteaba y contaba como nadie la realidad para devolvérnosla palpitante y vital. Su trabajo periodístico es, sobre todo en nuestros días, un faro imprescindible. Un modelo, no para emular, sino para intentar buscar aquello que él buscó.
“Toda la vida he sido un periodista. Mis libros son libros de periodista aunque se vea poco […] En el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, pero el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista’’, dijo en una entrevista para Radio Caracol en su país natal. Quien habla es ya Premio Nobel de Literatura. Quien habla es un hombre que vio en el ejercicio del periodismo, no una vía, sino la condición misma del arte.
Habría que regresar a su juventud. A sus desvelos y fracasos. Esa materia de todo creador que él supo amansar como pocos hasta convertirla en lo que ya todos conocemos. En El Heraldo, de Barranquilla, publicó sus jirafas, esas columnas delgadísimas que fueron germen de su universo periodístico. Escribía en su máquina Underwood y bromeaba al decir que el alfabeto, en sus teclas, era un desorden, como la realidad, nos recuerda el mexicano Juan Villoro en su conferencia Lo que pesa un muerto. García Márquez pasó por El Nacional, El Espectador, incluso por Prensa Latina. Una bisagra en la historia colombiana lo llevó más tarde a salir de su país.
El asesinato en 1948 del candidato liberal a la presidencia de la república, Jorge Eliécer Gaitán, recrudeció la violencia y transformó el ejercicio periodístico un en pantano cenagoso. Gabo laboraba en El Espectador cuando fue enviado como corresponsal a Europa en el año 1955 con la encomienda de cubrir una cumbre diplomática en Ginebra, Suiza.
De allí salió con una exclusiva, nos recuerda el periodista John Lee Anderson en su texto Mamando gallo en Ginebra. Los cables que enviaba García Márquez eran dignos de un genio de lo inocuo. Sólo su ingenio, su humor e ironía, transformaba una reunión mustia en algo digno de interés. Nos recuerda Lee Anderson que de Ginebra salió con la exclusiva del presidente estadounidense Dwight Eisenhower comprando regalos para sus nietos. En torno a un acto cotidiano giraba, pues, todo lo demás.
Ese mismo año hizo lo impensable. Durante tres semanas, seis horas al día, García Márquez entrevistó a Luis Alejandro Velasco por orden de su director en El Espectador, Guillermo Cano, nos recuerda la argentina Leila Guerriero en un artículo aparecido en el diario El País. ¿Quién fue Luis Alejandro Velasco? Lo sabremos después: el hombre que dejó que el colombiano narrara su historia en ese texto imprescindible que publicó en formato de libro años más tarde como Relato de un náufrago. Ya todos los medios habían publicado la noticia, salvo García Márquez, quien decidió utilizar la primera persona en un monólogo impecable que ayudó al protagonista de la historia a entender su peripecia a bordo del destructor Caldas, de la Armada Nacional, y a destapar la olla del contrabando que impulsó más tarde la caída del gobierno dictatorial de la época.
“Descubridor de lo infraordinario”
Para Juan Villoro, valiéndose de la expresión del escritor francés Georges Perec, García Márquez fue un descubridor de lo infraordinario. “En sus crónicas invita a entender la realidad como un laboratorio de lo diario”, dice Villoro. Ello se da, en parte, por un desplazamiento de la mirada que, a modo de bisturí, la resignifica otorgándole nuevos matices. En la obra periodística del colombiano un bandoneón es materia de primer orden del mismo modo en que lo es una mujer sentada en un banco un domingo o una vaca que detiene el orden vehicular en la ciudad. En él, la explosión en Hiroshima y Nagasaki es una película y el cineasta chileno Miguel Littín actor principal de su propia vida.
Las descripciones de García Márquez parecen sacadas de alguno de sus libros y, sin embargo, nada está más lejos de la realidad. Su periodismo es el caldo de cultivo de donde nace la ficción y nunca al revés, aunque en ocasiones así lo parezca. En El argentino que se hizo querer de todos, describe a su amigo e ídolo Julio Cortázar del siguiente modo:“Tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”. Lo rural emerge en su obra porque fue un fervoroso creyente de que es preciso defender aquello que las buenas costumbres desdeñan.
Cuando tenía un libro sobre periodismo, contó el colombiano Roberto Pombo, Gabriel García Márquez lo miró con sospecha, sorprendido, y le preguntó el porqué leía lo que leía. Si quieres aprender a hacer periodismo, escucha a Rubén Blades, le dijo aquella vez. La anécdota, menor, no lo es tanto si se considera el hecho de que para hacer periodismo, según Gabo, es menester atender más a la vida que aquello que enseña, de forma acartonada, a contarla. Más tarde dirá que Cien años de soledad es un vallenato extensísimo y El amor en los tiempos del cólera un bolero igual.
Los significados de su herencia
Aunque le rehuía a la pose de maestro, lo era. Lo sigue siendo. Cierta vez le pidieron que autoexaminara su labor periodística y García Márquez, parco, brillante, respondió:“En este oficio de ciegos, no hay nada más peligroso que perder la inocencia”. No conforme con dejar una obra monumental, el colombiano fundó en Cuba la Escuela Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de los Baños y la Fundación Nuevo Periodismo iberoamericano con cede en Cartagena, Colombia. El gesto, de valor incalculable, lo sitúan como gestor y gendarme del oficio periodístico que acontece en el continente. El hecho de que el colombiano intentara perpetuar su legado más allá de su obra, de manera concreta, da cuenta del hombre que vivió para resguardar e impulsar eso que llamó el mejor oficio del mundo.
En el discurso que ofreció y que lleva por título la frase anterior, expuso acaso la clave de lo que entendía por el quehacer periodístico. “La mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino muchas veces la que se da mejor”. De igual modo, lamenta el hecho de que varios de sus colegas automatizaran su oficio. Y advierte: “Se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. […] Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores”.
Hoy lloverán en todo el mundo los homenajes al Nobel de Literatura. Y es él, sin embargo, el que nos retribuye con una obra de ficción que nos enseña a imaginarnos y soñarnos mejor. Su herencia periodística, sus historias reales, en tanto, elevan la realidad a lo que acaso siempre ha debido ser. Con sus claroscuros y zonas grises, al amparo de una ética y rigor inquebrantables. Resulta en un guiño del azar que al final se le escapara de a poco la memoria. Cuenta el periodista Roberto Pombo, amigo íntimo del escritor, que en el último encuentro que sostuvieron, ya casi en los marasmos de la desmemoria, este le respondió:“Yo sé que te quiero, pero no sé por qué”. Insistir en la obra y el legado de Gabriel García Márquez es una forma del querer. Las razones sobran.