En las tres columnas anteriores, aunque separadas por la huelga, suspensiones sumarias, la renuncia del Presidente y recortes presupuestarios significativos, nos habíamos trazado el plan de analizar la grafitura, sus creadores, el acto mismo de grafiturar y la recepción de este arte urbano.
La grafitura en sí misma tiene pretensiones de espectáculo, es una obra que se ofrece públicamente a todos. Distinto de sus iguales “aristocráticos” cobijados bajo galerías y museos, éste no es un arte a la espera de ser visitado, sino un arte descarado que en su pública indiscreción se ofrece incluso a la mirada del que quiere o preferiría evadirlo. En ese sentido es un arte impertinente, aprontao, que sale a tu encuentro y no juega a ser hallado.
Cada vez que descubrimos una nueva obra grafiturada en el cánvas de la ciudad, sabemos que hemos faltado a un acontecimiento. Tenemos la impresión de ver la utilería de una obra teatral que no se nos anunció y que nos perdimos.
Es así como la grafitura, el objeto que entendemos como la obra, bien podría ser sólo un vestigio residual del arte que es el acto performativo de la creación. Vale pues la pena reflexionar si el arte del grafiturero es el acto performativo que nos perdimos. Al pasear por un museo, igual que cuando merodeamos por la ciudad, vemos las obras terminadas, sin necesariamente haber sido testigos de cómo el artista creaba su obra. Con algunas pocas excepciones el proceso creativo es íntimo y solitario porque suele darse en un espacio privilegiado en el que algunos pocos hacen parecer que se citan con las musas. El taller, es el nombre común que le suelen dar al motel ese en el que el artista copula con la “inspiración” o la disciplina de turno.
En cambio, el grafiturero escoge la ciudad entera como su taller, el espacio público es trastocado y transformado momentáneamente en su cuarto de intimidad. Pero a la hora que usualmente el grafiturero tiene su cita con las musas bastardas de las calles, el espacio público está casi desolado… los comunes le han entregado la ciudad al silencio y el grafiturero “invasor” se lo apropia entre la oscuridad y el umbral del amanecer.
Así es que la grafitura parece ser realmente una huella de un espectáculo que nos perdimos. Es el vestigio de que allí se dio un performance que, aunque invisible, sí tuvo lugar. En cada grafitura descubrimos que nos perdimos el acto del arte a pesar de que se usó como escenario el espacio público.
Aunque es imposible dudar que la grafitura en sí misma es un arte, no tiene por qué ser más difícil aceptar que el acto de transformar la fachada y la apariencia de la ciudad de manera casi inmediata, es en sí un acto artístico al que no fuimos invitados, tal vez precisamente porque es un gesto civilmente transgresor invadir cualquier concepto de propiedad, ya sea privada o estatal.
La fugacidad de la obra grafiturada tal vez se parece más a la de una pieza musical, cuyo tiempo en el espacio sonoro tiene un momento límite, un instante en el que muere sin remedio, y a la obra teatral, que se agota en la última palabra del último acto. Usualmente, los parientes pictóricos de la grafitura no viven asediados por una muerte cercana, sino que más bien parecen protegidos por la intención de perpetuidad y trascendencia.
La muerte acecha al acto de grafiturar y a la grafitura misma. La mezcla de esta fugacidad e incertidumbre de la impermanencia casi convierte este arte en un performance de lo invisible.
La autora es periodista de cultura