Hay veces en la vida en las que uno llega a conocer a aquellas personas que uno considera brillantes o genios. Esos momentos en los que la casualidad en unos casos y la causalidad en otros, se encargan de ponernos en contacto con ese ser que, por más que sea un humano como uno, lo tenemos en tan alta estima que sentimos que vamos a estar en presencia de una deidad cósmica del área en que se destaca. A mí me pasó durante el fin de semana del segundo Festival de la Palabra en el Viejo San Juan, cuando pude conocer al cineasta, guionista y escritor mexicano Guillermo Arriaga.
Cubriendo el festival, me topé con Marisel, una amiga que trabajaba de voluntaria en el evento. Ella, quien al igual que yo estudia cine y es fanática de la cinematografía latinoamericana, me comenta que le habían asignado “cuidar” a Guillermo Arriaga. Mi rostro debió reflejar mi asombro e incluso la pizca de envidia que le tenía porque rápidamente agregó “si quieres te lo puedo presentar”.
Yo ya tenía en mente que quería entrevistarlo desde que supe que asistiría al evento. El guionista de Amores Perros, 21 Gramos, Babel y The Three Burials of Melquiades Estrada; guionista y director de The Burning Plain, y escritor de las novelas Un Dulce Olor a Muerte y El Búfalo de la Noche -que también adaptó para el cine- estaría en Puerto Rico en el mismo festival que yo estaba cubriendo para el periódico. Cuando mi amiga me sugirió presentármelo, mi sonrisa y mi confesión de mis ganas de entrevistarlo fueron respuestas suficientes.
Lo esperamos en el lobby del Hotel El Convento. Le confesé a Marisel que estaba nervioso, por lo que me dijo: “Vamos, no tienes por qué. Es un ser humano. Come, duerme, sangra, va a Walgreens”, y procedió a contarme la anécdota de Arriaga en la farmacia, no sé si para distraer mis nervios o si porque de veras pensó que era un buen cuento. El hecho es que mientras narraba la historia, Guillermo apareció en el lobby y Marisel me lo presentó.
Más que resultar una deidad cinematográfica o un genio de esos abstractos a los que es imposible seguirle la línea de pensamiento y que parecieran estar en otro plano mucho más elevado que el nuestro, Guillermo Arriaga es un hombre común, humilde y simple, que vive pendiente de su Blackberry (teléfono por el que compartimos alabanzas), que efectivamente come y duerme, que además de a Walgreens fue a CVS en busca de medicinas, que mientras estaba con nosotros, tenía su mente muy despierta y seguramente en otros menesteres, pero que no por eso pareció ausente. Por supuesto que es brillante y se nota en lo asertivas, certeras y precisas que son sus respuestas, pero es amistoso, sencillo y bromista. Al saber que yo era venezolano, me comentó que vivió siete años en mi país, que había comido en las areperas más famosas de Caracas, que había dado clases en la Universidad Católica Andrés Bello (en esta misma ciudad) y que incluso sabía lo que era una fosforera, un caldo de pescado típico de las costas venezolanas.
Allí estuvo casi una hora conversando con nosotros de lo más ameno. Nos contó de su pasión por la caza con arco y flecha. De sus intenciones de comenzar a cazar con lanzas ahora que ya se acercaba lo suficiente a los animales. Nos preguntó las áreas del cine que nos llamaban la atención, de cómo debe ser un director. Guillermo Arriaga era un amigo más, un profesor que te encuentras en el pasillo de la universidad. No por eso dejaba de ser el famoso y talentoso cineasta, pero mostraba su gran calidad humana. En medio de dicha conversa, le aseguré que él era el “Rockstar” de este festival, a lo que rió divertidamente.
Al acercarse la hora en la que debía dar una conferencia sobre la adaptación cinematográfica de su novela El búfalo de la noche, Arriaga decidió no esperar más por la logística del Festival de la Palabra y abordar un taxi que lo llevara al Colegio de Abogados, no sin antes asegurarme que me daría una entrevista en algún momento del fin de semana.
Al día siguiente, llegué al festival emocionado por la idea de que dicho encuentro se concretara. Estuve desde temprano para aprovechar cualquier minuto que tuviera libre en su agenda cargada de conferencias, actividades y entrevistas de otros medios concertadas por los organizadores del evento. Cuando llegó al Cuartel de Ballajá, acompañado por reporteros que lo acosaban, me vio en uno de los pasillos y me dijo que estuviera atento y que lo cazara, para que en el minuto que tuviera libre, respondiera mis preguntas. Así mismo fue.
Gracias a la ayuda de otra chica, sumamente amable, que trabajaba en el festival, logré encontrar el lugar donde lo entrevistaban para otro periódico. En el intervalo de tiempo entre esta cita y la conferencia sobre Cine y Literatura que tendría en pocos minutos junto al cineasta puertorriqueño Jacobo Morales y el novelista español José Ángel Mañas, logré ponerlo frente a la cámara de video operada por Juan Carlos Linares (quien posiblemente sufría las mismas emociones que había sentido yo el día anterior en el Hotel El Convento), y pude hacerle las preguntas que había querido hacerle.
Al final, se levantó y asistió a la conferencia, que resultó ser la más concurrida de todo el festival. Luego de ésta, firmó autógrafos y se sacó fotos con sus fanáticos, tal como el “Rockstar” que le dije que era.