En este momento no puedo precisar qué de todas las cosas que han estado pasando suscitó que este año San Valentín me cogiera desprovista de municiones.
Me encantaría poder decir que me da asco el día y todo el rollo capitalista y consumista que le acompaña – pero la verdad del caso es que me encanta celebrar el día de los enamorados, así esté soltera, despechada, enamorada o acompañada.
Mi experiencia valentinesca se puede trazar hasta las charrerías que se hacían en la escuela: la venta de claveles marchitos, globos llamativos y el intercambio de chocolates malos.
La popularidad podía distinguirse por cuantos globos, flores y cositas se recibían durante ese día. Recuerdo ese momento de agonía cuando venían otros estudiantes a entregar las chucherías ordenadas con tanta anticipación. Siempre sonaban unos cinco nombres, las más galardonadas. Aguantaba la respiración esperando que dijeran mi nombre … lo más difícil siendo pararme a buscar mi regalo sin tropezarme o caerme.
No fue hasta varios años después que cuestioné la validez de esa procesión de popularidad tan vulgar. Muchas de ellas se enviaban las cosas a sí mismas para fomentar la ilusión de su relevancia. No sé si decir “qué triste” o “qué ingenioso”.
Lo más que me gusta de San Valentín es comprar, y sospecho que no soy la única que piensa así. Va más allá de dar y recibir, es la experiencia de meterse entre las turbas, es mirar cómo los demás llevan a cabo sus rituales valentinescos; pues, cuan ordinario y charro parezca, nadie se vive el 14 de la misma forma.
Están los que se oponen a la experiencia con una obstinación visceral, cargando las redes sociales con su sentir cínico y tóxico; están aquellos que planifican hasta el último detalle una velada tan romántica que sólo puede terminar con desilusión ante la ingratitud de la otra pareja; y, al fin, están los que se resignan y llevan a cabo el tradicional viaje a la meca del consumismo: Walgreens.
Este año se alinearon los planetas: febrero 14 caería lunes. La fecha es clave, pues el fin de semana que antecede San Valentín se presta para compartir con amigos, familiares, novios y chillos también; además, todos podrían sacar de su tiempo en el fin de semana para pasar por las tiendas para prepararse para el gran día.
Quizás me contradiga, pero creo que esperé hasta la noche antes para poder vivirme el frenesí de las masas. Primera visita: Plaza las Américas. Pandora estaba bastante lleno, todo aquel que compró una pulserita en Navidades, ahora tendría que comprar cuentas. Godiva: para aquel que no tiene idea qué regalar pero no quiere aparecer con algo cafre de Walgreens.
Terminé en Passion, comprándole a mi madre su kryptonita: fresas con chocolates.
Ya hecha la compra más importante de la festividad, nos fuimos de Plaza, cediéndole el parking a aquellos que intentaban desafiar la hora de cierre con la última ilusión de irse con algo. Próxima y última parada: Walgreens.
Walgreens es aquel sitio donde las almas consumistas agobiadas por las malditas horas de cierre de los domingos se conglomeran para poder tener algo. Es un grito en repudio al cierre, es la fila interminable de los redbox, es la gente que pasea por los pasillos sin tener nada que comprar. Ya es bien sabido que un domingo después de las cinco, Walgreens es tierra de nadie.
¿La víspera de San Valentín es un domingo? Ya encontré con qué ocupar la tarde de ayer. Luego de la fila para entrar al estacionamiento y la guerra para conseguir un parking, por fin llegamos. Mi experiencia es diferente a la de los demás: no voy con la misión de comprar algo al último momento, voy para leer la desesperación en la cara de aquellos que se estiran para alcanzar el anaquel más alto o se agachan para chequear el precio de algo tirado por el suelo.
Desde principios de año ya tenían los anaqueles repletos de parafernalia valentinesca: peluches, tarjetas, chocolates, tazas, juguetes, “peeps” y demás. Para aquel que necesite un empujoncito, Walgreens se ocupa de organizar el “vino”, las copas plásticas conmemorativas, los pétalos de tela y los lubricantes en un mismo área – en el pasillo principal al lado de los dulces para los niños. Vale la pena cuestionarse por qué no incluyen par de cajitas de condones.
Llegué con emoción, pude ver qué cosas quedaban y cuáles ya se habían acabado. Ya no quedaban los corazones de “marshmallow” cubierto de chocolate que llevo comprando cada semana desde enero. Lo más que predominaba eran los chocolates malos rellenos de Dios-sabe-qué. Quisiera poder decir “malos y baratos”, pero la verdad del caso es que comprar chucherías de San Valentín en Walgreens requiere una inversión considerable (¿6.99 por una bolsa de Reeses?).
Peluches en el suelo, tarjetas desorganizadas y gente desbordándose por los pasillos es parte de la experiencia que me gusta vivir. Reflexiono en la motivación de todo aquel reguero: es gente comprando para más gente. Hoy, así sean la familia, las parejas o los compañeros de trabajo de toda esa gente, alguien estará recibiendo algún detalle.
Yo compré una bolsita de chocolates y otra de dulces para repartir en el trabajo. Parecería un gesto sin mucha intención, pero el llegar allí, el escoger el chocolate que pensé que más la gente disfrutaría y gastar mucho más de lo que gano en una hora de trabajo, es lo que el gesto sostiene.
Hoy es un día que empalaga. No importa de qué forma canalices tus sentimientos, el amor por tus amistades, por aquella persona especial o tu indiferencia a la escarcha y el azúcar, el día se presta para que sientas lo que quieras sentir y lo expreses como quieras expresarlo. Yo escribo mientras me como los dulces que traje para la gente del trabajo.