La Inteligencia Artificial (IA), como concepto socio-cultural, ha quedado efectivamente inscrita en la historia. Desde la mitología griega hasta nuestro presente híper-mediático, ideas sobre la posibilidad de máquinas pensantes han impulsado no sólo la imaginación sobre el futuro sino, además, las condiciones materiales mediante las cuales esos futuros idealizados serían posibles.
En nuestro imaginario reciente, esto queda ejemplificado por representaciones como HAL 9000, la máquina artificialmente inteligente de 2001: A Space Odyssey, el T-800, mejor conocido como Terminator y hasta Paw Pilot, la cantarina asistente computarizada del programa de niños Special Agent Oso. Como representaciones que son, no conforman el mundo referencial en sí, sino la aproximación a una idea sobre el mundo construida con fragmentos de una realidad material.
Los ejemplos expuestos intersectan un mismo punto: Las máquinas alcanzan un nivel de conciencia que las igualan a, o las hacen superar, la “condición” humana. No obstante, ¿qué diferencia a una máquina de un humano? ¿Acaso no se ha sedimentado una idea generalizada de que las computadoras son más inteligentes que los humanos, menos propensas al error, infinitamente más precisas, con una capacidad de cálculo supra-humana? Pienso, por ejemplo, en cómo un jet de nueva generación como el A-380 es prácticamente piloteado por sistemas computarizados, reduciendo el rol de los pilotos al monitoreo de sistemas.
La diferencia radica en aquello que la máquina es incapaz de hacer: razonar. Es decir, la máquina hasta el momento no puede pensar rizomáticamente, espontáneamente, socialmente. La máquina carece de esas destrezas semiológicas que le permitirían no sólo trascender la dimensión denotativa de un signo sino también otorgar su propia dimensión simbólica a los signos que constituyen su taxonomía del mundo. La máquina no es una entidad original, sólo puede hacer aquello que nosotros, mediante lenguajes humanos, le programamos a ejecutar.
Volviendo a las metáforas y representaciones: ¿Cuán certeras son? ¿Cómo nos equipan para entender la profundidad técnica y filosófica de la IA? El estado actual de tecnologías de IA está fundamentado en un elemento medular de la computación —la programación—, que no es más que un conjunto de instrucciones expresadas lógicamente de acuerdo a una codificación discreta. El lenguaje de un programa, sin embargo, no puede ser connotativo, sino denotativo, puesto que una máquina no tiene la capacidad semiológica para interpretar matices, ambigüedades o estructuras profundas. Si lo connotativo, como afirmara Barthes, es todo signo cuya significación se da en relación a un contexto histórico y no a su acepción o impresión superficial, entonces la máquina, para ejecutar un programa, depende de la claridad denotativa del lenguaje que le instruye. Es decir, la complejidad de la acción de una máquina depende de la capacidad de especificación, no importa cuán complicada, del algoritmo que impulsa su programación.
Pero la IA, al menos como la entendemos comúnmente, tendría que necesariamente trascender esa encrucijada para poder devenir lo que proclama. Un ejemplo extremo sería el de una máquina que logra crear sus propios programas, ad infinitum, en base a un único programa externo, un algoritmo para una conciencia sincrónica y diacrónica. Para ir a una metáfora célebre, el Terminator actuaba contextualmente a base a un programa —salvar a John Connor— hasta el punto de querer entender eso que es humano: la amistad, la empatía, la lealtad. El triunfo de la IA sería, entonces, procrear máquinas capaces de tomar decisiones espontáneamente (fuera del algoritmo), percibir matices, reconocer convenciones sociales, aprender.
Es aquí que resulta útil hablar de tecnologías inteligentes (TI) en complementariedad a la IA. Una idea general de las TI la tenemos clara: Goggle y sus bots, el i-Phone y SIRI, el GPS, entre tantas otras instancias. Al igual que la IA, las TI no se limitan para nada a la robótica o la información. Por ejemplo, el campo de la biomímesis, el cual busca desarrollar tecnologías inspiradas en la inteligencia de la naturaleza, es una tierra fértil para la creación de TI. Un ejemplo aplicado de biomímesis es la emulación de termiteros en la construcción de edificios sin acondicionamiento de aire y energéticamente eficientes. La película Avatar trabaja muy bien esta nueva metáfora de la tecnología, en la que el desarrollo tecnológico no radica en domar la naturaleza sino fusionarse con ella en su diseño “perfecto”. No hay monitores, ni algoritmos, ni código en esa metáfora.
Jaron Lanier, un pionero de la realidad virtual, asevera que el énfasis desbalanceado de las tecnologías digitales sobre la información ha oscurecido el verdadero potencial del internet. No obstante, insistimos en pensar la AI y las TI por separado y en términos de metáforas que en ocasiones reproducen ideas reduccionistas de su diseño, potencial, alcance, usos e implicaciones. Tal vez podríamos pensar el incremento en sofisticación de las TI como aquello que podría llevar a la IA a su máximo desarrollo.
El autor es profesor de convergencia mediática en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.