Los Estados Unidos no inventaron los programas de austeridad gubernamental, pero son los grandes responsables de que la crisis financiera de su nación contagiara las economías del resto del mundo. También, han sido influyentes en que muchos países los emularan optando por medidas de austeridad como una política fundamentada en reducir el presupuesto público para supuestamente recuperar el crecimiento. En otras palabras, el consenso de los políticos de Washington, basado en que recortando el presupuesto público general se reduciría la deuda y se retomaría la senda del crecimiento y la confianza de los mercados (que no es otra cosa que la confianza de unos sectores empresariales multi-sector privilegiados), fue adoptado por muchas naciones en el mundo. Contrario a la panacea prometida, las medidas de austeridad en Estados Unidos y el resto de esos países que redujeron los presupuestos públicos, resultó en una contracción de sus respectivas economías y el aumento de sus deudas públicas al ser sometidos a altísimos intereses, por demás usureros y escandalosos, para pagar sus respectivas obligaciones. En vez de sanear los balances de su deuda nacional, provocaron su incremento y todas las consecuencias que tal acontecimiento acompaña.
El llamado consenso de Washington se refiere al histórico acuerdo alcanzado el 1ro. de agosto del 2011 por demócratas y republicanos en el Senado de los Estados Unidos para viabilizar una política de austeridad agresiva estableciendo un tope al endeudamiento alcanzado por la nación que sería en la práctica una reducción de 2.1 billones en el presupuesto público en 10 años. Tal medida, lejos de calmar los ánimos de empresarios y banqueros, que eran los primeros que exigían recortes presupuestarios del gobierno, provocó el descenso del gasto público y que se estancara aún más el crecimiento de una económica que ya estaba debilitada. Cuatro días más tarde, es decir el 5 de agosto del 2011, la agencia internacional de calificación crediticia Standard and Poor, rebajó la clasificación de los bonos de Estados Unidos, perdiendo de esa forma su máximo nivel de Triple AAA. Suceso hasta entonces impensado dado que el dólar estadounidense es la moneda de reserva mundial, que no es otra cosa, que mundialmente se le reconoce una función de depósito de valores. En español sencillo, que es con el valor del dólar que se estimaría el valor de la totalidad de los bienes negociables del sistema monetario internacional en caso de una emergencia.
Como era de esperarse, los mercados de valores fueron impactados y el 8 de agosto de 2011, el valor promedio del índice Dow Jones perdió 635 puntos, lo que representó la sexta mayor caída en su historia. El impacto a nivel del globo no se hizo esperar. El mercado de obligaciones europeo se tambaleó, tanto a más que cuando, dos años antes se expandieron las manifestaciones y disturbios de Londres y toda Inglaterra, al Bajo Manhattan de la ciudad de Nueva York hasta la costa de California y de ahí, a todas partes del mundo cuando el movimiento de Ocupa Wall Street reveló, entre otras cosas, el gran problema de la desigualdad acumulado durante décadas y acelerado durante la crisis financiera evidenciada en el 2008. En Europa, se hundieron mucho más las economías de España (con un angustiante 25% de desempleo), Portugal e Italia (sufriendo de falta de liquidez de divisa), Grecia (sumida en la insolvencia) e Irlanda (con sus bancos colapsados). Por otro lado, el “euro”, la moneda única de la Unión, perdió credibilidad y la solvencia del sistema bancario de la región entró en cuestionamiento. Esos mismos países de la zona euro implantaron sistemáticamente medidas de austeridad y guiados por el ejemplo de Estados Unidos.
En ese país, por su parte, las manifestaciones del colapso económico fueron y continúan siendo más que evidentes: un mayor y persistente desempleo crónico (superior a dos años), parálisis del Estado, crecimiento limitadísimo del sector privado y pérdida de oportunidades para la clase media. Una situación caótica que apuntaba y apunta todavía a un abismo fiscal cada vez que se ponen en marcha automáticamente los mecanismos para la reducción del gasto público consensuados por la elite política en el 2011 y cuyas consecuencias se hicieron más evidentes al confeccionar el presupuesto de la nación en el 2013 y de ahí en adelante cada dos años.
Toda esta situación de crisis puede verse como un accidente no premeditado por los actores humanos que lo provocaron. Eso hoy resulta poco importante. Sin embargo, si es relevante considerar críticamente que lejos de ser acontecimientos aislados, éstos resultan ser consecuencia de un patrón común e íntimamente relacionado con las políticas de austeridad adoptadas por esos países para solucionar sus respectivas crisis económicas. También, con el hecho de que esos Estados fueron inducidos a realizar un rescate de los bancos, aumentando la deuda estatal y elevando el déficit de sus presupuestos. Peor aún, sin consultar estas acciones con sus ciudadanos o a costa de los servicios sociales provistos a estas personas.
Puerto Rico lleva una década ensayando programas de ajuste fiscal en un contexto de emergencia fiscal, declarada o no, y que ha incluido medidas de austeridad cada vez más agresivas. Esto significa que nuestra economíase ha sometido a un proceso de ajuste basado en: (1) la reducción de los salarios y los beneficios marginales de todos los trabajadores en todos los sectores; (2) el descenso de los precios reales de los bienes inmuebles; (3) un “menor” gasto público recortando los presupuestos, sobre todo de gastos sociales, todo ello con la intención de aumentar unos índices de competitividad que nadie explica. Esto sin duda ha requerido de sacrificios, especialmente de la clase trabajadora que ha visto reducidos sus niveles de calidad de vida a cambio de solventar nuevas exenciones contributivas para las empresas, incluyendo muchas multinacionales que no lo necesitan.
Si las medidas de ajuste hubiesen funcionado, se hubiera disminuido la deuda pública y el déficit presupuestario habría sido superado. Sin embargo, ha ocurrido todo lo contrario, la terapia propuesta para satisfacer el apetito voraz de déficit de confianza empresarial no se ha logrado. Tanto la deuda como el déficit han aumentado, tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos. ¿Dónde han ido a parar las exenciones contributivas a los más privilegiados? ¿Para qué sirven entonces las medidas de austeridad que tanto nos anuncian como la solución de la actual crisis? ¿Serán las políticas de austeridad un error que genera los mismos resultados que se quieren evitar? Veamos en detalle lo que ha sucedido en varios países que aplicaron o declinaron implantar las susodichas medidas de austeridad. En el próximo artículo comenzaremos comparando lo sucedido en Irlanda e Islandia.
A continuación los enlaces de todos los artículos de la serie.
Guayamés y Catedrático en Relaciones Laborales y Derecho del Trabajo de la Escuela Graduada de Administración Pública de la Universidad de Puerto Rico. Actualmente, destacado en la Facultad de Derecho de la UCM–Madrid y el Departamento de Sociología del Trabajo II del Campus de Somosaguas de la Universidad Complutense de Madrid y el Centro Europeo y Latinoamericano para el Diálogo Social (CELDS) de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Castilla La Mancha, ambos en España. Artículo séptimo de una serie sobre la peligrosidad de la austeridad como política gubernamental. Una discusión más a fondo de este tema se puede encontrar en los últimos libro del autor: (1) El Periodo de Prueba en España: Estudio con Especial Referencia a la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional Español y la Normativa del Ámbito Internacional. Madrid: España, 2015 y (2) 2da. edición de Derecho Laboral: Leyes en Puerto Rico y su Jurisprudencia, 1900-2015. San Juan: Editorial SITUM (Biblioteca Jurídica), 2015.