A la 1:30 de la madrugada la aclamada “Reina del Pop” se despedía de su feligresía. La fanaticada transgredió a eso. Ser fan suya requiere tener fe y, sobre todo, la disposición a defender su credo con uñas y dientes. Como una deidad, Madonna, fue alabada, admirada y, en ocasiones, hasta enardecida por el desánimo de un público de miércoles tarde en la noche.
Poco antes de finalizar su primera función en Puerto Rico, la “Material girl” había toqueteado a sus bailarines y también a su “Unapologetic bitch” de la noche, un creyente boricua que le pareció de músculos flácidos, pero “lindo”. Se llamaba Frankie, tenía una camisa playera, sin mangas –que le permitía exhibir la flacidez de sus molleros, según ella- con poco maquillaje y un collar que portaba un corazón. Ella le preguntó si ese era su corazón, y él dijo que sí.
-Dámelo.
Frankie, nervioso, le colocó el corazón a Madonna. Se lo ofrendó cual diezmo a Wanda Rolón. Fue su aportación a la matriarca de la fe de los corazones rebeldes.
El concierto, de la gira “Rebel Heart” de la más icónica figura femenina de la cultura popular, había comenzado con tres horas de retraso. No era de extrañar, entonces, que se vieran las caras de sueño de los fieles iluminadas sutilmente por las pantallas de sus celulares en el coliseo. Antes de que cantara “Like a virgin”, ya muchos de ellos no tendrían carga en sus teléfonos por andar quejándose en Twitter o Facebook de la demora de la diva rubia.
Para muchos de sus fanáticos puertorriqueños –feligreses cegados por esa fe- la tardanza de su pastora no ayudaba a mejorar la relación de Madonna con la Isla. Hay que recordar que en su última visita, en la ciudad del chicharrón, la intérprete con sobre 300 millones de copias vendidas en el mundo, se pasó la monoestrallada por su entrepierna. Para unos fue un acto despectivo, para otros un auténtico performance, y para algunos otros, pues, lo normal. Mas, en esta ocasión, muchos de los que esperaban en sus sillas, con cerveza o trago en mano, pensaban que esta era la nueva forma de pasarse la bandera por su entrepierna sugestivamente. Que era hasta peor.
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Lo cierto es que, cuando el reloj marcó las 11:07 p.m. y su diosa descendió en una jaula rodeada por guardianes samuráis, a todos se les olvidó su enojo. Olvidaron también que los dioses no se reivindican, y que si así la proclamaban, no podían esperar eso. Pero eso sí, hubiesen gozado ver a una Madonna frotarse la entrepierna con la deuda billonaria del gobierno de la Isla. Ese gesto, de seguro, hubiese sido la más excelsa reivindicación de la historia. No pasó, pero se puede imaginar.
Madonna se frotó de todos modos. También, se colocó el micrófono dentro de su pantalón de cuero negro como parte de su ritual fálico que a todos embelesa. Con la misma irreverencia de siempre se encaramó de una cruz y mostró sus dotes de bailarina erótica, su flexibilidad y su envidiable condición física a los 57 años de edad. La gente, cual sermón de domingo, solo se fijaba en su pastora, y la ensalzaban con loas y soeces cariños.
-¡Está bien dura, oh my God!
De la escenografía –o el presbiterio- se podría decir mucho. Basta con mencionar que tenía la forma de una cruz y, subliminalmente, la forma del órgano viril masculino. Cuando se entraba al precinto, la tarima denotaba ser el despliegue más discreto -e indiscreto a la misma vez- de un falo iluminado. Y por ahí discurriría la reina con sus súbditos –bailarines corpulentos y coquetos- durante las dos horas y media de espectáculo. Entonó temas profanos ante los ojos de un cristiano, pero pícaros y sagaces para sus fieles seguidores. “Holy water” y “Devil Pray”, de su último disco que da nombre a la gira, fueron temas propicios para proyectar imágenes barrocas de santos y mártires cristianos en las pantallas gigantes. San Pablo, María la Virgen, Cristo y otras figuras importantes de la fe cristiana representadas por Caravaggio se apreciaban mientras monjas escotadas rodeaban a su madre superiora. Procedió a emular “La Última Cena” de DaVinci, y sobre la mesa, se ofreció al Cristo abriendo las piernas muy sugestivamente. Cabe destacar que entre sus fieles hay híbridos de la fe que son cristianos y corazones rebeldes sin complejos. Esos sentían algún remordimiento de vez en cuando.
-Ea.
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Como todo credo, para ir al templo, hay un código de vestimenta. Para ir a participar de su ritual inmolador de las doctrinas y los tabúes, la monarca exige la libertad. Que sus fieles vistan como plazcan con el fin de que se sientan libres y auténticos. De hecho, quería que se deshicieran de prendas innecesarias como chaquetas o botones excesivos en las camisas. Pero pocos accedieron. De pronto la feligresía se hacía más laica que otra cosa. Al menos en las gradas, grupos de amigas de entre 45 y 50 años lucían ajuares parecidos a la Madonna de los años 80. Con pañuelos en la cabeza, guantes de malla, abrigos de tela mahón o cuero, rosarios color negro, pulseras y collares de perlas, botas negras de cuero y labios pronunciados por algún lápiz labial que compraron para la ocasión, estas mujeres revivieron sus parties de marquesina con “Vogue” y “La Isla Bonita”.
Quienes pagaron entre $300 y $800 por estar al lado del divino –o sacrílego- presbiterio lograron interactuar con su adorada rubia. Ella les llegó a decir que los amaba. También insultó a uno que otro. No obstante, para ellos, eso era una unción y no más.
-Are you a comunista?
Le preguntó a un hombre treintón de camisa verde châtre con manga larga.
-No, socialism.
Ella le ripostó.
-Well, f**k that.
Y procedió a decirle que no somos todos iguales y que ella cree en este mundo, en el que ella se lleva la mejor parte. Y no cabe duda. La célebre bailarina se ha embolsillado sobre un billón de dólares haciendo giras como esta. Pero si había sobriedad de espíritu –o soñolencia- en el lugar, su irreverente comentario acentuaría ese desánimo dibujando incómodas sonrisas en las caras de la gente.
Al fin y al cabo, que se pasara la bandera otra vez o que le dijera commie a uno de sus seguidores, no cambiaría nada. Cantaría “Holiday” al despedirse, con la bandera de Puerto Rico sobre sus hombros. Se podría decir que los más de 16,000 testigos de una velada con Madonna suspiraron aliviados y también complacidos. Podían irse a dormir para, en pocas horas, trabajar o estudiar con la unción de su heroína.
La “Reina del Pop” fue, aquí, la reiteración de la impuntualidad como estilo de vida, y la excusa para algunos pseudoconservadores o puritanos deshacerse de ese pesado y aburrido espíritu para ver a una mujer toquetearse y elevar una oración que hable de whisky, drogas y sexo. Tarde o temprano, seguirá siendo irreverente, coqueta, sugestiva e indomable. Seguirá cautivando a jóvenes que ahorran por un año $740 para estar cerca de ella, para ser VIP. Seguirá echándole el ojo a quien le guste en el público por puro coqueteo. Seguirá siendo.
-Bitch, I’m Madonna.